jueves, 9 de octubre de 2008

A favor de la narrativa del siglo XIX, una vez más

Edgar Allan Poe Había pensado otra cosa para el posteo de hoy, pero al ponerme a escribir las primeras líneas sobre el libro que había elegido (y que finalmente he decidido citar aleatoriamente en poematriz, donde pertenece, y no precisamente por la poesía) un ligero malestar se apoderó de mí. No era de eso de lo que quería hablar y rápidamente me di cuenta de qué era lo que en verdad tenía que hacer: tenía que proseguir, tengo que proseguir, con mi prédica a favor de la narrativa del siglo XIX.

Un empeño que los mercaderes y mercenarios de hoy, degustadores de la basura veloz y sin complicaciones 'obsoletas' que abunda en las mesas de ofertas y de novedades, encontrarán sin duda alguna inútil. Mejor, puesto que el arte es, de por sí, completamente inútil. No sólo eso, sino que también es completamente ajeno a los apresuramientos y enajenamientos a los que los Señores del Mundo desean someternos. Por eso mismo, qué mejor que darle paso a lo que uno realmente tiene ganas de hacer, aunque no haya sido lo que se previó en un primer momento.

Mucho me sorprendió, allá por el año 2000, cuando cursé en la facultad la asignatura Literatura Norteamericana que esta lumbrera de quien voy a hablarles hoy no figurara en el programa. La razón era muy simple (en apariencia): su literatura, su poética, respondían aún a la literatura y la poética provenientes de la métropoli (léase Inglaterra) y por lo tanto no se avenían a la creación naciente de una nación también naciente. Dejando aparte este debate (reducible a una mera cuestión de enfoques críticos) parece, hoy, a la distancia, y en esta gozosa relectura que he llevado a cabo en estos días, poco menos que delirante que Edgar Allan Poe no haya figurado en el programa de aquel año. Sé que luego se enmendó este error.

Quizás haya sido mejor, me digo ahora, ya que entonces podré abordarlo sin demasiado aparataje técnico y manteniendo frescas las sensaciones que fui coleccionando a lo largo de los años en tantas y tantas relecturas. Se me dirá que un autor de la talla (universal) de Poe no debería ser considerado por mí como un autor abisal, pero en este caso me temo que lo es. Y lo es por la siguiente razón: ¿quién, exceptuando a un pequeño grupo de fanáticos y entendidos, lee a Poe hoy? ¿Quién más allá de quienes también escriben cuentos o aspiran a escribirlos con su misma maestría alguna vez? ¿Quién, sino los propios escritores, leen a Poe?

Y razones para leerlo sobran. Ha sido nombrado maestro por, precisamente, muchos maestros del género, entre ellos Horacio Quiroga y Julio Cortázar (quien, además, lo tradujo magníficamente). Fue, también, alma gemela y tutelar de mi máximo dios poético, al que le debo aún unas páginas como las que ahora le estoy dedicando a Poe: me refiero a Charles Baudelaire, quien también lo tradujo y lo dio a conocer en Francia, advirtiendo, casi en el mismo instante en que se producía que estaba ante la presencia de alguien, de algo, que había venido a cambiar el rumbo de la literatura universal, no ya norteamericana o europea, para siempre. Por si todo esto fuera poco, Poe es autor de uno de los poemas más bellos y perfectos que existen ("El cuervo"), entre otros quizá no tan perfectos, y, además, ha teorizado sobre el arte de narrar de cuentos y sobre el acto creativo como muy pocos se han atrevido a hacerlo. Y aquí quisiera aclarar que considero que teorizar y/o ejercer la crítica es una parte tan fundamental de la vida de cualquier escritor como leer y escribir a diario, y es una de las principales razones que me ha impulsado a fundar este blog y a tratar de mantener como fuera su frecuencia semanal, para justamente ejercer esa parte que tanto bien hace a las demás.

Pero basta de cháchara y entremos ya en materia. No voy a referirme a ningún libro en especial de Poe (pueden leer cualquiera, ninguno los defraudará, esto es un hecho; y más todavía quienes puedan leerlo en su idioma original) sino a un cuento. Un cuento (un verdadero y auténtico cuento, con todas las de la ley, un modelo de lo que debe ser entendido cuando pronunciamos la palabra 'cuento', un modelo que muchos harían bien en seguir cuando les toca ser jurados en un concurso literario, por ejemplo...) que es un clásico, desde luego, pero que hoy volví a releer después de varios años y me impactó especialmente: "El gato negro". Un clásico de Poe, un clásico ya de la literatura de horror y fantasía, un clásico por donde se lo mire. Y como todos los clásicos, resiste no sólo el tiempo sino que admite aún un nuevo análisis, una nueva interpretación, un nuevo comentario, e infinitas, gracias a Dios, relecturas.

En realidad, más que el cuento en sí, me gustaría detenerme en su primer párrafo porque el descubrimiento que hice hace apenas un par de horas, mientras volvía del trabajo a mi casa en tren, momento en el que por lo general aprovecho a leer, ya que tengo una hora entera a mi disposición, se concentra precisamente allí. En ese primer párrafo están todas las claves de lectura del cuento. Todas. Más lo releo y más me convenzo de ello y más me sorprendo porque vengo leyendo a Poe desde los 15 años y una vez más, ha pasado con éxito, y hoy con creces incluso, la prueba del gusto y del tiempo.

Les relataré brevemente el argumento del cuento (destruyéndolo, como suele suceder; queridos escritores novatos: no cuenten nunca el argumento de sus cuentos, valga la rebuznancia; escríbanlo de una vez y luego sí, discutiremos sobre él): un hombre afecto a los animales posee algunos de ellos en su casa; se ha casado con una mujer a quien también le agradan dichas criaturas y su favorita es Plutón, un hermoso gato enteramente negro; este hombre se da a la bebida (cualquier semejanza con la vida del propio Poe es ¿pura coincidencia?) y su carácter se vuelve irascible, mezquino, miserable; maltrata a todos y llega al extremo de maltratar también a Plutón, a quien consideraba antaño su camarada. Tanta es la aversión que toma por el gato que termina matándolo (y sí, como dice el verso de la mexicana Rosario Castellanos, "matamos lo que amamos"). Poco tiempo después, da con otro gato de similares características, pero digamos que la culpa por su crimen no lo deja en paz y se manifiesta de las formas más diversas y extrañas hasta que él termina cometiendo un crimen aún más atroz... No les diré cuál, sobre todo para preservar la intriga en aquellos que no hayan leído aún el cuento. Ya ven que contado así es una reverenda porquería: un tipo que se emborracha, mata a un gato, aparece otro gato... eso no tiene ni pies ni cabeza, ¿verdad? ¿A quién se le ocurre que eso, que algo tan banal como eso pueda ser interesante?

Ay, amigos, el día que comprendamos que el arte de la literatura es hacer de lo banal (que es el 95 % de lo que nos pasa a todos los humanos a diario) un acontecimiento extraordinario y digno de ser contado, habremos entendido realmente de qué va la cosa y entonces no nos dejaremos engañar por los Coelho, los Brownies, los Harry Potter y cuanta bestselleridad ande dando vueltas por ahí. Cuando comprendamos esto, sobre todo aquellos que escribimos, podremos empezar a escribir de verdad, sabiendo que, una vez más, lo importante no es el qué, sino el cómo. Creo que esto lo he dicho ya en cada uno de los post que conforman este blog pero volveré a decirlo cuantas veces sea necesario porque sigo leyendo bazofia por todos lados: en otros blogs, en otras páginas, en las listas de poetas a las que estoy suscripta, en los textos que resultan ganadores de importantes concursos, incluso en supuestos autores 'grandes' y 'consagrados'... Me importa un assis (o un bledo, al decir de Catulo) ser reiterativa: no parece estar nunca de más hacer ver que hasta el qué más banal del planeta puede resultar una obra maestra si el autor se preocupa debida y concienzudamente por el cómo.

Veamos entonces ese primer párrafo de "El gato negro":

"No espero, no quiero que se de crédito a la historia más extraordinaria y sin embargo más familiar que voy a referir. Tratándose de un caso en el que mis sentidos se niegan a aceptar su propio testimonio, yo habría de estar realmente loco si así lo creyera. No obstante, no estoy loco, y con toda seguridad, no sueño. Pero mañana puedo morir y quiero aliviar hoy mi espíritu. Mi inmediato deseo es mostrar al mundo clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de simples acontecimientos domésticos que, por sus consecuencias, me han aterrorizado, torturado y anonadado. A pesar de todo, no trataré de esclarecerlos. A mí casi no me han producido otro sentimiento que el del horror, pero a muchas personas les parecerán menos horribles que recargados. Tal vez más tarde haya una inteligencia que reduzca mi fantasma al estado del lugar común. Alguna inteligencia más lógica, más serena y mucho menos excitable que la mía, encontrará tan sólo, en las circunstancias que relato con terror, una serie de causas y efectos naturalísimos."

¡Ja! Listo. El que no sigue leyendo desesperado después de semejante introducción no es de este planeta (me tentaría decir del planeta Tierra, pero quizá deba ser un poco más 'realista' y decir del planeta Literatura...). El que no se halla completamente enganchado e inmerso en el cuento después de ese primer párrafo es porque no estaba leyendo con atención. Reléanlo, si son tan amables. Con cada relectura el efecto se profundiza, contrariamente a lo que uno podría suponer. Increíble pero real, la pluma de Poe ha logrado así superar cualquier prueba: la del Tiempo, la de los críticos, la de sus rivales y detractores e incluso la destrucción que él se inflingió a sí mismo a través del alcohol.

Observemos simplemente la primera frase (ya decía un profesor de la facultad, quizá uno de los lectores más finos y sutiles que yo haya conocido jamás, Miguel Dalmaroni, que en los comienzos de toda obra está ya el germen de todo lo que vendrá; y que en los comienzos está también, patente, la idea de que, contra lo que muchos creen, la literatura NO es un acto de comunicación, no al menos en el sentido trivial que se le da a la expresión... No se trata de pasar, como en un telegrama, un mensaje equis desde un emisor Y a un receptor Z si no de algo mucho más complejo, que requiere ir a "contrapelo", precisamente, de lo establecido, de lo informativo, de lo que el lenguaje cotidiano nos ofrece a diario y por eso la importancia de cómo se dicen las cosas en el planeta Literatura): dos verbos la encabezan: "no espero" corregido inmediatamente por un "no quiero". Ese 'no espero' que en principio puede parecer un verbo de simple cortesía (como si dijerámos, 'no espero que me crean esto, pero lo contaré igual') se verá resignificado, y muy notablemente, a lo largo del cuento. El autor no espera ya nada porque es tarde para todo y ha perdido ya lo que más le importaba. El 'no quiero' que viene a corregir ese matiz de esperanza (no obstante negado) refuerza esta idea de que ya es tarde para todo y sólo resta sacar esta congoja inmensa de su interior. Es, también, la última defensa que opone un hombre claramente derrotado. Promediando la frase otro par de expresiones llama inmediamente nuestra atención: se nos va a contar la historia "más extraordinaria" y a la vez "más familiar". He aquí lo que comentaba más arriba acerca de cuán banales son, en verdad, los argumentos de las obras literarias. Por cierto que "El gato negro" es la historia más extraordinaria, en tanto y cuanto posee suficientes elementos espeluznantes y no del todo explicables por nuestra estúpida racionalidad, pero también es la historia más familiar, porque en última instancia no hace más que referirnos cuán lejos puede llegar la perversión humana, ese impulso primitivo que a veces tanto nos cuesta domeñar (y que el protagonista, embotado además por el alcohol, no pudo hacerlo).

Luego, nos dice que no está loco (pero cómo saberlo, cómo creerle, sobre todo cuando sigamos adentrandónos en el cuento) y que no sueña, con lo que las cosas que se relatarán a continuación toman un matiz aún más espeluznante y de eso se trata. Para eso sirven esas negativas: el narrador proclama no estar loco (sobre esto podemos dudar) pero proclama también no estar soñando (y sobre esto no podemos dudar) por lo que claramente habremos de creerle cuanto nos diga.

La frase que sigue puede parecer algo críptica en una primera lectura: ¿por qué dice 'mañana puedo morir' cuando podría haber dicho que lo preocupaba morir sin haber descargado esta pena de su interior o que lo atemorizaba el hecho de seguir así en el futuro, etc.? Como siempre sucede en el planeta Literatura, todo cuanto se dice se resignifica a medida que se avanza en la lectura del texto, en un proceso de continua corrección, o si se quiere, de continua perfección. Cuando hayan leído todo el cuento comprenderán por qué el narrador dice 'mañana' y no 'dentro de muchos años puedo morir'.

La siguiente frase nos sume directamente en el meollo del cuento (y de toda obra literaria, pues): ¿cómo es posible que una "serie de simples acontecimientos domésticos" pueda causar tanto espanto en el narrador? ¿de qué se trata? ¿a qué se debe? (y las preguntas podrían continuar ad infinitum y ad libitum, así de maravilloso es el planeta Literatura). ¿Por qué unos dichos acontecimientos domésticos habrían de ser interesantes? Porque el narrador sabe cómo contarlos y sacar de ellos el máximo de jugo (y de saber/sabor). A continuación, echa más leña al fuego ya abrasador de nuestra curiosidad cuando dice "no intentaré esclarecerlos". Y esta es, queridos leyentes, la clave fundamental que todos los ñoños, poetrastos, aprendices, plumíferos, falsarios y demases deberían aprender de una vez por todas: el que esclarece, señores, es el lector. El narrador siembra la inquietud de modo tal que el lector pueda resolverla por sí mismo. El lector no es tonto como ustedes parecen creer. El lector sabe. El lector sabe más de lo que ustedes creen. Y Poe, que sabía mucho más que todos nosotros juntos, quizá incluso sin saberlo, se da el lujo de decírnoslo en plena cara: no va a esclarecer nada, simplemente va a mostrar lo que ocurrió (remarco ese verbo a propósito). Si esto no es una poética, no sé de qué otro modo llamarlo.

Las últimas frases siguen croqueteándonos, como diría mi maestro, de lo lindo: un lector que hasta ese momento se haya sentido reacio y no se haya declarado aún rendido ante la maestría de Poe, en ese punto, caerá en esta 'trampilla' que alaba sus supuestas dotes: una inteligencia más serena, más calma, más racional, como la suya y no como la del alucinado narrador, sólo verá "una serie de causas y efectos naturalísimos".

Pero, alto ahí. ¿"Naturalísimos"? ¿Por qué usar un superlativo allí? ¿Por qué no decir simplemente 'causas y efectos naturales' o algo similar? Algo está queriendo indicar ese extraño superlativo que, como un punto de luz, brilla en lo que todavía es la absoluta oscuridad del cuento por venir. ¿Qué hay de 'natural' en lo que se va a contar? ¿Qué es lo natural? ¿En oposición a qué esto es 'natural' y aquello no lo es? Et caetera. (Y aquí me permito anotar que así es como se trabaja un texto "académicamente": estas preguntas que surgen ante aquello que 'hace ruido' o que no encaja del todo funcionan como hipótesis críticas a partir de las cuales se intenta leer y desentrañar un sentido posible -no último ni final, pues el texto nunca queda 'clausurado'- para todo el texto. Me dirán: ¡pero yo cuando leo no me hago todas esas preguntas! Y yo les responderé que sí nos las hacemos, sólo que en un nivel subconciente. Así, la tarea del crítico literario es hacer concientes estos procesos de lectura). Las preguntas, entonces, pueden seguir multiplicándose y la única manera de responderlas es seguir leyendo.

Que es, sin duda alguna, lo que los invito a hacer en este preciso momento. Dejo en los links, aquí al costado derecho de sus pantallas, el texto completo en inglés y en castellano de "El gato negro", con la esperanza de que lo disfruten tanto como yo lo he disfrutado y tanto como lo he hecho escribiendo acerca de él. ¿Hay acaso algo más vivificante que escribir (hablar o el verbum dicendi que sea) sobre aquello que nos apasiona y subyuga sin más? Francamente, creo que no.

Así pues, este blog se declara absolutamente a favor de la narrativa del siglo XIX. ¡Viva!

Analía Pinto

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