domingo, 10 de diciembre de 2017

25 noches de lectura asegurada

Mini-reseña breve y al paso para invitarlos a leer literatura de calidad hecha aquí y ahora. Sirve también como sugerencia de qué regalar en las próximas Navidades para lectores avezados y hartos de leer estupideces sin pies ni cabeza ni final. 



Los que aún no tengan su ejemplar de 25 noches de insomnio (Editorial Bärenhaus, 2017), nuevo libro de cuentos de mi maestro Marcelo Di Marco, por favor corran a buscarlo. Para decirlo sintéticamente: YA LO TERMINÉ (el ejemplar me fue entregado ayer). Me pasó igual que con La mayor astucia del demonio (Zona Borde, 2016), que lo liquidé igual de rápido. No se puede dejar de leer y como los cuentos son bien breves, querés más y el master te da más y te deja knock-out una y otra vez, sin respiro. Y es, como bien anticipa Pablo Hernán Di Marco en la contratapa, el libro más políticamente incorrecto que vas a leer en tu vida, cosa que celebro profundamente en momentos donde decir cualquier cosa que mínimamente atente contra [inserte aquí el colectivo/minoría/grupo de ciudadanos de bien que puedan ofenderse] es visto como lo peor que pueda hacerse y siempre se termina aplaudiendo a los correctos poetas municipales que guardan las formas y dicen lo que se supone que hay que decir con tantos reparos que terminan diciendo nada. Además, el libro está escrito con las tres C de las que tantas veces hablamos en el taller (Cabeza, Corazón y Cojones). Por si fuera poco tiene guiños literarios explícitos en la "Marginalia", deliciosa sección final que cuenta la génesis de cada texto, pero también guiños que sólo los integrantes del Taller de Corte y Corrección podemos decodificar. En resumen... ¡IMPERDIBLE! Mi favorito es el de la jipa palermitana, una que ejemplo puede ser de muchas de las manifestaciones de la asquerosa posverdad. 
¡Corran por su ejemplar!

lunes, 25 de julio de 2016

Regreso con poesía

Cármina marina de Marcelo di Marco es una joya. Más aún, una gema. Una delicada gema que el poeta, escritor y maestro de escritores le regala (ofrenda acaso sería mejor) a su esposa, Nomi Pendzik. La mayoría de los esposos regalan alhajas de variado valor: Di Marco elige regalar, ofrendar, entregar una gema cincelada en versos certeros, medidos, sumamente musicales.
El mar y los ojos de la amada, tópicos poéticos desde que el hombre es en el mundo, se renuevan aquí en los 33 poemas que conforman este poemario; poemas que no deben (aunque se pueda) ser leídos fuera de su contexto, lejos del poema anterior y del que les sigue, ya que conforman un todo; componen las facetas de esa gema que, huyendo de cualquier cursilería, retoma en cada palabra, en cada imagen, su centro. Y el centro ígneo es ese amor invencible, como bien sabían ya los latinos, que en tantas ocasiones he tenido el honor de observar. Por eso no me sorprende el gesto de Di Marco pero sí me sorprende, y gratamente, la sutil y obsesiva factura del poemario.
En tiempos en que cualquier sucesión de palabras inconexas es llamada “poesía”, estos poemas vienen a reivindicar no sólo el amor inconmensurable de los esposos sino también el hacer poesía a la vieja usanza, es decir, combinando con maestría aquello que se quiere decir con el mejor modo de decirlo. Y lo que se quiere decir es tan vasto como ese mismo mar al que ya se alude desde el título; y lo que se quiere decir es tan inagotable que es necesario repetirlo en cada uno de los poemas, pero no como mera y estúpida duplicación sino como una intensa búsqueda de nuevos sentidos, recovecos y esplendores en cada reiteración. Como la dificultosa ascensión hacia la gracia, así estos poemas en espiral ascienden un tramo y otro tramo hacia la sustancia primera, hacia lo que nos convoca, hacia lo que no podemos ignorar, a pesar de todas las fuerzas que a diario conspiran para ello.
Maravillosos ecos de otros poetas que tentaron el mismo arduo camino pueden encontrarse en el decurso de esta expedición cimbreante: desde el Cantar de los Cantares del epígrafe hasta las quevedianas cenizas enamoradas; desde la limpidez de las metáforas que recuerdan a Pound hasta la redescubierta musicalidad de los versos que trajera a nuestra lengua Rubén Darío. Hay también un dejo al Salinas de La voz a ti debida, en tanto aquí tampoco es imaginable el yo sin el necesario y perentorio vos al que el poemario está dedicado y en base al cual erige su potente y brillosa torre.

martes, 24 de mayo de 2016

Fauna abisal: el libro

Este blog se transformó, mágicamente, en un libro digital, que puede descargarse haciendo clic en la siguiente imagen. ¡A disfrutar!

¡Descarga aquí!

jueves, 22 de julio de 2010

Milan Kundera: cuando leer da ganas de escribir

Como podrán advertir por el título, de ningún modo hablaré hoy de un autor abisal. Milan Kundera no es precisamente un autor poco conocido o poco frecuentado. Por el contrario, ávidos lectores alrededor de todo el mundo devoran sus páginas con la misma, intuyo, fruición con que las devoré yo algunas semanas atrás. 
No era ajena a su encanto. Había leído La insoportable levedad del ser hace ya muchos años (y un par de veces, a juzgar por los distintos subrayados que ahora encuentro hojeando el libro) y también había leído, pero prestado, La inmortalidad. Hace muy poquito, sin embargo, me topé con el libro que es objeto de estas líneas: El libro de los amores rídiculos
¿Cuál es entonces el secreto del encantamiento que ejerce Kundera en el lector? Arriesgo algunas posibilidades: al leerlo, uno tiene la impresión de que sus narradores lo saben todo. Lo han vivido todo. Nada de lo humano les es ajeno. No son dioses, eso sí, no nos confundamos. No pasa por ahí. Pasa más por una profunda reflexión sobre eso que pomposamente se llama "la condición humana" y que, al parecer, atraviesa todos sus libros. Otra posibilidad: su sentido del humor y del absurdo. Herencia kafkiana, tal vez. Es un espíritu libre, burlón, impertinente, desusadamente incorrecto e indómito. Se ríe de todo. No se toma en serio nada, se podría decir, con excepción de la misma creación literaria, porque sólo alguien que ame profunda y seriamente lo que hace puede lograr textos de esta calidad suprema. Debe haber más posibilidades, de seguro, pero creo que estas dos pueden servir de respuesta. 
Todo eso hay, justamente, en El libro de los amores rídiculos, un texto que, como todo gran texto, no se deja clasificar fácilmente. ¿Son cuentos? Sí, pero no. ¿Es una novela? Hum, más o menos. ¿Es una suerte de obra teatral? Algo así, al menos una parte está planteada con un esquema teatral. ¿Son relatos encadenados? Algo así, pero no del todo; sólo dos de ellos tienen a un mismo protagonista, el doctor Havel, que "arrambla con todo" (en lo que a mujeres se refiere). En definitiva, no importa lo que sea porque el resultado es genial y no tiene la menor relevancia que sea una novela disfrazada de cuentos o una serie de relatos interconectados disfrazados de novela que se resiste a serlo. 
El resultado es uno y el mismo: leer, leer y leer; pasar las páginas sin freno ni tasa; reírse a carcajadas ante ciertos pasajes (el señor Zaturecky es un personaje digno de figurar en el Salón de la Fama de los personajes literarios más cretinos e inolvidables); maravillarse ante la falsa autoestopista y su impresionante transformación; congraciarse con los dos pretendidos donjuanes de "La dorada manzana del eterno deseo" (sólo por ese título Kundera ya merece un monumento); convertirse en el espectador privilegiado de la tragicomedia hospitalaria de "Sympsion"; asistir azorado a la involuntaria seducción en "Que los muertos viejos dejen sitio a los muertos jóvenes"; y razonar, racionalizar, si acaso fuera posible, sobre Dios y la religión en "Eduard y Dios". 
Por si todo esto fuera poco, además de aplaudir a rabiar al final de cada texto, el lector se lleva de regalo una de las sensaciones que, en mi opinión, más valor tienen en el mundo literario: las imperiosas ganas de ponerse a escribir. El imbatible deseo de escribir, así y de cualquier manera, pero, en lo posible, como Kundera. O, por lo menos, pretender que a nuestros lectores les pase algo similar a lo que nos ocurre con Kundera cuando nos lean. No creo que haya un elogio mejor para un escritor que que alguien le diga "te leí y me dieron ganas de escribir". 
Claro que, si uno es escritor, también es duro. Por momentos, a pesar de esa gloriosa sensación, yo tenía otra más, mucho menos agradable: la de querer mandar todo al demonio, no escribir más nada (¿para qué? ¿para qué si ya lo dijo todo Kundera?) y tirarme a leer para siempre, despreocuparme de mis versos y mis prosas, no calentarme más por corregir ni nada. Rendirme. Aceptar algo así como la derrota. Capitular. Para qué seguir sufriendo por una coma, un acento, una novela que se queda en amagues o un poema que no vale nada porque dice lo mismo que otros ochocientos millones de poemas parecidos. Para qué tanto esfuerzo inútil, tanta preparación, tanta universidad y tanto taller literario. ¿Para qué, si este tipo escribió esta genialidad insuperable? Y así seguía el canto del ego humillado y ofendido por el notorio éxito de otro escritor. 
Pero no. Precisamente porque existe esta genialidad de Kundera, al par de otras tantas maravillas y genialidades de las que brevemente trato de dar cuenta en estas páginas, es necesario emperrarse y continuar escribiendo. No importa que nunca nos salga como a Kundera, que los poemas se sigan pareciendo a otros igualmente diferentes y parecidos, que tardemos veinticinco años en escribir una novela o que nunca nos salgan los cuentos redondos. No interesa. El escritor debe seguir escribiendo, no debe capitular jamás. Su reino no es abdicable, no puede quitarse la corona de rey y convertirse en un plebeyo. Cada vez que se tope con tipos como Kundera se tragará el orgullo, hará callar a su inflado ego y luego de disfrutar y felicitar mentalmente al genio que hizo tal maravilla de obra se aplicará a la suya con ahínco, con tesón y con infinitos paciencia y cariño seguirá trabajando en sus letras. Doblará el lomo y hará como Arlt, como Cortázar y como todos los escritores que tanto admira: escribirá en todo tiempo y lugar, así tenga tres trabajos o una familia numerosa que atender. No importa. Tomará estas muestras de genialidad como objetivos a alcanzar, no para decirle, ufano, a Kundera "ja, mirá cómo te supero, pibe" si no para superarse a sí mismo, para obligarse a trabajar, corregir y rescribir, porque los textos son perezosos de por sí (¿hábeis notado que si nadie los leyera los pobrecitos ni siquiera existirían?) y sus autores suelen serlo mucho más. 
Y para que no se queden con las ganas, unos bocaditos de Kundera para cerrar (¡y corran a leerlo!):

- "(...) le dije que el sentido de la vida consistía en divertirse viviendo y que, si la vida era demasiado holgazana para que eso fuera posible, no había más remedio que darle un empujoncito. Uno debe cabalgar permanentemente a lomos de las historias, esos potros raudos sin los cuales se arrastraría uno por el polvo como un peón aburrido."

- "(...) su fe en las infinitas posibilidades eróticas de cada hora y cada minuto era inconmovible."

- "¿Qué importa si todo es un juego vano? ¿Qué importa si lo ? ¿Acaso dejaré de jugar sólo porque sea vano?"

- "(...) los deseos infantiles salvan todos los obstáculos que les pone el espíritu maduro y con frecuencia perduran más que él, hasta la última vejez."

- "Precisamente porque se trataba sólo de un juego, el alma no tenía miedo, no se resistía y caía en él como alucinada."

- "Pasan a nuestro lado mujeres capaces de arrastrar a un hombre a las más vertiginosas aventuras de los sentidos y nadie las ve."

- "(...) el encanto erótico se manifiesta más en la deformación que en la regularidad, más en la exageración que en la proporcionalidad, más en lo original que en lo que está hecho en serie, por bonito que quede."

- "Pero así es como suele suceder en la vida: el hombre cree que desempeña su papel en determinada obra y no sabe que mientras tanto han cambiado el decorado en el escenario sin que lo note y sin darse cuenta se encuentra en medio de una representación completamente distinta."

Analía Pinto

jueves, 24 de junio de 2010

Compendio de técnica y oficio literarios

Ya he escrito sobre él aquí, pero qué le vamos a hacer: los genios son inagotables. Será la primera vez que vuelva a escribir sobre un mismo autor aquí, pero qué quieren que les diga: este tipo me puede. Este ñato me encanta. Este genio me subleva de amor, pasión y admiración en su misma genialidad y me impulsa a escribir sobre él y sobre lo que me provoca para después ir y desparramar por el mundo la noticia. La noticia de que Roberto Arlt es un genio, ni más ni menos. La noticia de que su lucidez es tan implacable y certera que sigue iluminándonos más de sesenta años después de su óbito físico. La noticia de que no necesitó pasar por ninguna universidad para sacar chapa de pensador ni de artista, mucho menos de escritor o periodista. Lo único que necesitó es lo que todos aquellos que nos dedicamos a las letras necesitamos: mucha lectura, mucha escritura y toneladas de fina observación. 
Porque el tipo, con su jopo eternamente despeinado, era un observador de lo más artero que se puedan imaginar. Pienso que nada escapaba a su mente ágil, curiosa, cruel y bravucona. Todo lo que pasaba por ese caletre no caía en un pozo sin fondo si no en una aceitada maquinaria del pensamiento y la razón, coronada por un espíritu tan sensible que le impedía caer en el pedantismo y la soberbia al uso. Porque si bien él era bravo, polémico, incluso intransigente, nunca fue soberbio ni pedante ni mal tipo. 
Todo esto se ve, como en un palimpsesto, leyendo sus maravillosas aguafuertes porteñas, esas mismas que en el otro posteo arltiano de este blog sostuve que tienen el mismo principio activo que éstos. Filias, fobias, impresiones, meditaciones, denuncias, notas de color, ejercicios lexicográficos, diatribas, críticas de espectáculos y reseñas de libros, narraciones y reflexiones teóricas inundan esa maravillosa columna diaria que Arlt escribió hasta un día antes de morir y que ni siquiera sus viajes interrumpieron. Las Aguafuertes porteñas son, sin lugar a dudas, pepitas de oro que entregan luz perpetua sin encandilar jamás los ojos de los leyentes. 
Todos los temas se dan cita allí: la literatura nacional ("Sociedad literaria, artículo de museo", "El conventillo de nuestra literatura"); el idioma nacional ("El idioma de los argentinos", "Divertido origen de la palabra 'squenun'"); los personajes de la nueva urbe cosmopolita en que se convertía rápidamente Buenos Aires ("El asaltante solitario", "Siriolibaneses en el centro"); la desidia y ruindad de los políticos ("Cosas de la política", "La sonrisa del político"); la revolución del 30 ("¡Donde quemaban las papas!", "Balconeando la revolución"); la farsa de la democracia ("Del que vota en blanco", "Continúa lo del voto en blanco"); la Segunda Guerra Mundial ("También los periodistas...", "La guerra frente a las pizarras: sainete en tiempos de tragedia"); el paseo despreocupado por otras ciudades ("Elogio de la ciudad de La Plata"); el amor y las costumbres amatorias de la época ("Soliloquio del solterón", "Diálogo de lechería"); la denuncia periodística más acusada ("Hospitales en la miseria", "Escuelas invadidas por las moscas"); el teatro ("Estéfano o el músico fracasado"); el cine ("Apoteosis de Charles Chaplin", "Final de 'Luces de la ciudad'"); la tipología porteña ("El hombre corcho", "Apuntes sobre el hombre que se tira a muerto") y hasta un compendio de oficio y técnica literaria que deja a teóricos y críticos de la talla de Juan José Saer o Beatriz Sarlo, sólo por citar dos nombres reconocibles, en modestos alumnos de primer año de la carrera de Letras. Es precisamente de ese sector de las aguafuertes que me interesa hablar hoy, si bien podrían escribirse páginas y páginas sobre cada una de las aguafuertes, tan deliciosas, inquietantes y magníficas son. 
¿Por qué me parecen tan relevantes estas aguafuertes en particular? Por varias razones, pero la principal de ellas es que son el resultado de una evidente madurez intelectual y espiritual de Arlt. Las aguafuertes que aparecen al final del tomito Aguafuertes porteñas: cultura y política, seleccionadas sabiamente por Sylvia Saítta, fueron escritas hacia 1941, es decir, poco antes de que Arlt muriera. Me estremece pensar lo que este hombre podría haber escrito (y pensado, imaginado, escrito y alucinado) si sólo hubiera vivido algunos años más, si en este momento ya había alcanzado esas cumbres de lucidez y brillantez intelectuales. 
Estas aguafuertes ("Aventura sin novela y novela sin aventura", "Confusiones acerca de la novela", "Galería de retratos", "Irresponsabilidad del novelista subjetivo", "Acción, límite de lo humano y lo divino" y "Literatura sin héroes") componen un apretado pero jugosísimo compendio de oficio literario que cualquier aspirante a escribidor debería tatuarse en la piel si quiere escribir dos o tres párrafos que valgan la pena ser leídos. Estas aguafuertes son, sin duda, el resultado de una reflexión profunda sobre los engranajes que mueven un texto, más específicamente aquellos que ponen en marcha una novela. 
Es notoria, desde luego, la aversión que le provocan a Arlt las novelas "psicologistas" o "subjetivas" que ya empezaban a campear en aquel entonces. Novelas en las que, como sucede en abundancia en la actualidad, "no pasa nada", no hay ni héroes ni acción: apenas unos monigotes vacuos a los que se pretende hacer pasar por personajes literarios sin nada que decir ni hacer durante páginas y páginas. Novelas en las que queda claro que no son los personajes los que no tienen nada para decir si no el propio autor y entonces, para suplir esta evidente carencia, se recurre a trucos que "cualquier aprendiz de escritor los adquiere en menos de un cuarto de hora si lo asesora un hábil maestro". Novelas que adolescen de aquello que es más preciso: personajes con encarnadura humana, héroes o antihéroes, pero personajes con los que el lector pueda identificarse sin más y vivir a través de ellos aventuras y peripecias que de otro modo le sería imposible subvenir.
¿A qué imputa Arlt esta falta de héroes y de acción en la novela contemporánea? Se lo imputa, para escándalo de muchos puristas, a la falta de lo que él llama la "constante profesional". Es decir: es el trabajo o la actividad que desempeña un hombre el que define su accionar. Nótese lo revulsivo, subversivo y colosal de este pensamiento: Arlt define al hombre por su trabajo, por su profesión, por lo que hace, por la tarea que desempeña en el seno de una sociedad, así como un animal salvaje se define por su sed de sangre o por su inalienable instinto cazador. Si un hombre no es "nada", ni médico ni abogado ni ladrón ni policía ni maestro ni escritor, no será pasible de convertirse en un héroe novelístico tampoco. 
Y a poco que se piense en la teoría arltiana nos damos cuenta de que no andaba tan descaminado: ¿por qué, por ejemplo, le pasan todas las cosas que le pasan al Quijote, primer personaje moderno por excelencia? Porque su "profesión" (la de hidalgo) estaba ya a punto de extinguirse, lo mismo que todo ese mundo feudal en el que transcurrían sus amadas novelas de caballerías. Las peripecias acaecen, justamente, por el choque entre una cosmovisión condenada a la desaparición y una nueva cosmovisión (o, si se quiere, paradigma) dispuesta a llevarse puesto todo aquello que impidiera su paso. 
De ahí que Arlt reivindique la acción y los héroes como los principales animadores de la novela, apelando al más genuino sentido común, ese del que carecen numerosos "narradores" en estos tiempos post posmodernos. ¿Qué interés pueden tener los vaivenes mentales de un personaje vacío, de una mera careta, entonces? ¿Cómo no volver a los ojos hacia los narradores decimonónicos, sabedores de que lo único que motiva a seguir leyendo es la irrefrenable curiosidad por saber qué va a pasar en la página siguiente? ¿Cómo no reverenciar a los grandes maestros del siglo XX que aprendieron perfectamente esa lección, como Stephen King? ¿Cómo no concluir una vez más que el hecho literario debiera ser un cuidado y delicado equilibrio entre el qué y el cómo, a sabiendas de que es este último el que puede inclinar la balanza hacia el cerrado aplauso o el insultante bostezo en un santiamén?
Pero mejor me callo y lo dejo hablar al maestro, quien, sin ninguna duda, la tenía más clara que nadie: 

"¿A qué se debe el predominio de la medianía en la novela? A que sus autores son novelistas mediocres. Es rarísimo el escritor que durante sólo cinco minutos al día llega a sentirse héroe, tirano, asesino, santo o monstruo. En consecuencia, estos profesionales ignoran el interior de los héroes, de los tiranos, de los santos. En cambio, los vemos dedicar páginas y más páginas a describir cómo tiemblan los pétalos de una rosa de papel cuando pasa un ángel. En torno de esta apoteosis de la ficción atomizada, se estructura la estética del llamado arte nuevo.
Las consecuencias más graves producidas por estos embelecos debemos relacionarlas con el estado mental a que predisponen a la juventud. Esta acaba por encontrarse frente a un mundo de ficción desnaturalizado y tan estabilizado en la falsedad y tan fácil de abordar que, como es fácil, terminar por admitir que es verdadero.
Por otra parte ¿quién no tiene algo que contar de sí?
Pero trate alguien de narrar cómo se violenta una caja de hierro, cómo se fabrica una fortuna especulando en la bolsa, cómo se fabrica una joya, cómo se organiza una industria, cómo se escribe una novena sinfonía, y cuéntelo exactamente y con todas las tremendas dificultades que el suceso propone; y entonces quizá, habrá hecho una novela."

No queda mucho que decir, excepto ¡manos a la obra! Manos a la obra todos aquellos que no puedan dejar de decir lo que realmente tienen que decir, porque como el mismo Arlt dijo "cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier parte. Sobre una bobina de papel o en un cuarto infernal. Dios o el diablo están junto a uno dictándole inefables palabras."
La pregunta es si verdaderamente se tiene algo que decir o se tiene sólo esa vana ilusión.

Analía Pinto (arltiana)

jueves, 10 de junio de 2010

Jack London o ¡Quiero más!

Bastó una simple sugerencia para precipitarme de cabeza en él. Es decir, bastó una sugerencia para encender mi siempre volátil e inquieta curiosidad literaria y bastó leer un par de páginas para, entonces sí, caer bajo su hechizo. 
Uno de mis alumnos del taller de escritura, quien ahora se encuentra en Cuba, me sugirió que leyera un cuento de Jack London, "Encender una hoguera". No recuerdo a título de qué surgió esa sugerencia, pero alabado sea cualquiera haya sido ese motivo. Gracias a él encontré un auténtico tesoro esperándome en los anaqueles de mi biblioteca. Atendiendo a la sugerencia de Patricio, me dirigí a esos silenciosos y pacientes estantes que cultivo cual si fueran plantas exóticas y maravillosas y di con algunos libros de Jack London. En efecto, al correr de los años, había conseguido dos recopilaciones de cuentos y una novela breve. No estaba entre ellos el cuento en cuestión, pero me puse a leer igual. Como dije, a las pocas páginas, a los pocos renglones más bien, ya estaba totalmente atrapada por uno de los mejores narradores que yo haya leído en mi vida. 
Sin aspavientos, sin intelectualidades vacuas a las que esta época actual es tan dada, sin piruetas ni pirotecnias verbales vacías, sin ninguna otra cosa que no sea a) una buena historia y b) el mejor modo de contarla, Jack London agarra a su lector de las solapas y lo lleva a los lugares que él quiere, lo zamarrea tanto física como moralmente, pero siempre lo devuelve sano y salvo, a pesar de que se hayan atravesado, de su diestra mano, los engañosos parajes helados del Yukón, los piélagos grisáceos del estrecho de Magallanes o los paisajes postapocalípticos de una humanidad reducida al más terrible primitivismo tras una epidemia mortal. Jack London no da tregua, no da paz, pero lo hace de una forma tan genial y tan amena que uno se queda hasta el final, hipnotizado, fascinado, enloquecido: queriendo más todo el tiempo.
Esas dos recopilaciones (El mejicano y Diablo, editadas por el diario Página/12 hace ya mucho tiempo) y la novela corta (La peste escarlata) fueron rápidamente devoradas por mi avidez. Como si un ángel me estuviera siguiendo los pasos, en el tiempo en que ya estaba a punto de terminar La peste escarlata, me crucé con otros dos libros de London, que compré de inmediato (y a precios irrisorios, como me sucede tan a menudo): La huelga general, otra recopilación de relatos de los mismos de Página/12, y una de sus novelas más famosas, La llamada de la selva
Esta última, la historia de un perro de la nieve, casi un perro-lobo, que es arrancado de su "familia" humana para convertirse en un perro de trineo, arrancó copiosas lágrimas de mi frágil persona: la compenetración que London logra con ese animal, Buck, las descripciones de sus sentimientos, anhelos y deseos, las torturas indecibles a que es sometido, los fieros castigos, el frío, el hambre, el terrible dolor de sus patas tras días y días de marcha entre el barro y la nieve, entre otras cosas, provocaron emociones tan fuertes e incontrolables en mí como si Buck se tratara de uno de mis seres más queridos y no un simple "perro personaje de ficción".
Ahí creo que radica la magia imparable de Jack London: ningún personaje le es ajeno, humano, animal, joven, viejo o niño; ningún conflicto le es extraño; ninguna aventura le resulta imposible o descabellada; y ni siquiera cuando se imagina ese futuro apocalíptico y bárbaro le erra demasiado: estoy segura de que si ocurriera una hecatombe nuclear o de cualquier otro tipo y por alguna razón ya no pudiéramos disponer de todos los elementos de la "civilización", más temprano que tarde volveríamos a ser brutos hombres de las cavernas, rudimentarios seres que sólo se preocuparían de su comida y su abrigo, sin tiempo para nadie y para nada más. Eso es lo que se muestra, de forma bárbara y cruda, en La peste escarlata, pero también en el cuento "La huelga general", que, sin embargo, no transcurre en ese lejano y temible futuro sino en el presente cercano del autor. ¿Qué hacer si un día ya no hay alimentos, no porque se hayan terminado sino porque quienes los cultivan, preparan y procesan para luego venderlos deciden hacer huelga? ¿Y si a ellos se suman quienes lo reparten, quienes los distribuyen y así sucesivamente?
Aterrador, ¿verdad?
Claro que sí. Y London, por lo que pude ver, no tuvo miedo de enfrentar disyuntivas semejantes y se las arregló para ver cómo actuaba cada uno de sus personajes en esas (y otras) situaciones extremas, como el protagonista del cuento con el que comenzó todo esto, "Encender una hoguera", cuya moraleja podría ser que la inteligencia humana tiene límites pero la estupidez no. Un hombre atraviesa, solo, en pleno invierno ártico, el cauce helado del Yukón. Le han advertido que no debía hacerlo pero a él no le importó. Su omnipotencia le hizo creer que podría sortear las trampas de hielo y nieve, que aunque estuviera a cincuenta grados bajo cero su sola voluntad bastaría para llegar a salvo al campamento donde lo esperaban sus compañeros. Error. La primera hoguera que debe encender le sale bien y esto le otorga esa falsa confianza que lo hará fracasar estrepitosamente en la segunda. No les cuento más, mejor leánlo, pero las descripciones que London hace del avance del frío por el cuerpo de ese hombre así como de los parajes helados en los que porfiadamente trata de vencer a la naturaleza no tienen parangón, creo yo, en toda la literatura universal. Quizá en Maupassant. Quizá. 
Y, como siempre, es un escritor del siglo XIX (aunque arañando ya el XX) el que me vuela la peluca y me hace estremecer y emocionar hasta un punto indecible. 
Ojalá no sea yo la única conmovida por la espeluznante pluma de Jack London. 

Analía Pinto

jueves, 22 de abril de 2010

Ese coronel Mansilla lindo

Fue: sobrino de Rosas, periodista, militar, escritor, gobernador de Chaco, diplomático, dandy, comandante de frontera, lector compulsivo, conversador pertinaz, hombre de mundo, niño temeroso y asombrado, degustador de tortillas de huevo de avestruz y de numerosos platos de arroz con leche, calavera, pillo, aventurero, infatigable orador, padrino de varios hijos de caciques indios, disperso, digresivo y maravilloso autor de uno de nuestros libros más extraños y fundamentales, Una excursión a los indios ranqueles (1870), producto de su osadía y su irrefrenable curiosidad. Todo eso y mucho más, fue Lucio Victorio Mansilla, uno de mis escritores argentinos favoritos por lejos. 
Vivió en una Buenos Aires que ya no existe pero cuyas trazas aún pueden vislumbrarse en ciertos edificios públicos y en ciertas calles del barrio de San Telmo. Ajeno a las contiendas políticas que sobrevinieron tras la revolución de Mayo, padeció el exilio y el destierro sólo por sus notorios lazos de sangre. Sin embargo, nunca estuvo de acuerdo ni apoyó a su malhadado y famoso tío, a quien supo describir como nadie nunca jamás en toda nuestra literatura. Después, cuando las aguas se calmaron y cuando la generación del 80, de la que es uno de sus mayores representantes, entró a pisar fuerte tuvo el suficiente olfato político para apoyar siempre a los candidatos ganadores, aunque nunca nadie lo recompensó con los cargos importantes con los que él, como buen iluso, soñaba.
Porque Mansilla era un niño ingenuo, tan asustadizo como curioso, tan respetuoso como atrevido, tan galante como recatado, que iba por el mundo con el mismo asombro con que Adán debió recorrer el paraíso en los primeros días de su creación. Mansilla todo lo ve, todo lo registra, nada se escapa a su visión panorámica que le permite ver tanto la más frágil de las hojas como el más frondoso de los bosques. Precursor, visionario, intelectual verdaderamente preocupado por el destino de su pueblo como del de la humanidad, habló del gaucho antes que Hernández y dejó imborrables retratos sobre los indios ranqueles, a los que conoció en su más próxima intimidad. Como Sarmiento, con quien alternativamente se peleó y se amigó y se volvió a pelear, consideró la historia de nuestra incipiente nación como el enfrentamiento insalvable entre la civilización y la barbarie pero nunca creó, como el gran sanjuanino, que la civilización estuviera solamente del lado de los "blancos", sino que en más de una ocasión reconoció el alto grado de sensatez y civilidad que reinaba entre los indios, los pretendidos "salvajes", incluso más austeros y refinados que los gauchos, esos otros marginados. 
Se vestía como un parisino, usaba un bastón -prefiguración borgeana- y un sombrero ladeado al estilo Walt Whitman, cuando no monóculo y galera. Su característica barba, larga y luego blanca, lo acompañó desde siempre, así como su inusitado ego. Hay quienes lo tildan de frívolo. No lo fue. Mansilla es y será siempre el actor principal de la tragicomedia de su propia vida, tragicomedia que lo excede y que necesita contar, incesantemente, a los otros. De ahí que sus escritos, que toda su literatura sea una exaltación continua de su propia persona. Sucede que su vida fue tan pletórica en conocimientos, aventuras, disparates, calaveradas, riesgos, duelos, lances, polémicas y sinrazones que lo que en otros podría resultar hartante a las cinco líneas en Mansilla se convierte en un festival de gracias, anécdotas, cuentos, referidos, sucesos, amoríos, pasiones, encuentros y desencuentros que no cesa de maravillar un segundo, aún cuando sus frecuentísimas digresiones hagan perder, siempre, el hilo de todos sus relatos. No interesa. Precisamente allí radica el originalísimo estilo de Mansilla. 
Su padre descubrió que, en lugar de ocuparse del saladero que le había encomendado, el joven Mansilla leía el Contrato social con absoluta despreocupación. Rápidamente, por su seguridad (gobernaba su dictatorial tío) lo despachó en un vapor con destino a Calcuta. Mansilla pasó dos años viviendo y recorriendo Oriente, cuando sólo tenía diecisiete años de edad. Retornó en vísperas de Caseros y la entrevista que entonces mantuvo con su tío quedó inmortalizada en la causerie "Los siete platos de arroz con leche", único momento de la literatura nacional donde, como bien señala Abelardo Castillo, "se lo ve, se lo siente" a Rosas. No hay más que remitirse a este fragmento para comprobarlo: 

"Mi tío apareció: era un hombre alto, rubio, blanco, semipálido, combinación de sangre y de bilis, un cuasi adiposo napoléonico, de gran talla; de frente perpendicular, amplia, rasa como una plancha de mármol fría, lo mismo que sus concepciones; de cejas no muy guarnecidas, poco arqueadas, de movilidad difícil; de mirada fuerte, templada por el azul de una pupila casi perdida por lo tenue del matiz, dentro de unas órbitas escondidas en concavidades insondables; de nariz grande, afilada y correcta, tirando más al griego que al romano; de labios delgados casi cerrados, como dando la medida de su reserva, de la firmeza de sus resoluciones; sin pelo de barba, perfectamente afeitado, de modo que el juego de sus músculos era perceptible. (...)
Agregad a esto una apostura fácil, recto el busto, abiertas las espaldas, sin esfuerzo estudiado, una cierta corpulencia del que toma su embonpoint, o sea su estructura definitiva, un traje que consistía en un chaquetón de paño azul, en un chaleco colorado, en unos pantalones azules también; añadid unos cuellos altos, puntiagudos, nítidos, y unas manos perfectas como forma, y todo limpio hasta la pulcritud, y todavía sentid y ved, entre una sonrisa que no llega a ser tierna, siendo afectuosa, un timbre de voz simpático hasta la seducción y tendréis la vera efigies del hombre que más poder ha tenido en América y cuyo estudio psicológico in extenso sólo podré hacer yo; porque soy sólo yo el único que ha buscado en antecedentes, que otros no pueden conseguir, la explicación de una naturaleza tan extraordinaria como ésta."

¿Quién puede permanecer indiferente ante semejante descripción de semejante personaje? La advertencia del final fue cumplida por Mansilla: dio cuenta de ella en su libro Rozas. Ensayo histórico-psicológico, donde puede verse que las particularidades de Rosas (el apellido original de la familia se escribe con z, pero fue el propio Rosas quien, rebelándose, comenzó a firmar su nombre con s) no nacieron del aire sino de su muy particular madre, entre otros integrantes importantes de su familia. 
La pluma de Mansilla es vivaz e incansable. Locuaz, dicharachero, parlanchín, da la impresión de estar aquí y en todas partes al mismo tiempo o de ser uno y varios a la vez, como puede verse en una de las imágenes que ilustran este post, una de las más famosas entre las muchas que se tomó en la casa de fotografía Witcomb. En efecto, puede decirse que Mansilla conversaba con sus ocasionales interlocutores (todos sus libros, todas sus causeries están dedicadas a alguien en particular), pero también conversaba incansablemente consigo mismo. Quizá no llegara a grandes o notables conclusiones, quizás tenía la manía de dejar las cosas en un callejón sin salida o en forma aporética, como diría la filosofía clásica, pero siempre se puede tener la certeza de que Mansilla nunca dejaba de percibir y trasmitir todas las aristas, vértices y lados de un asunto. 
Entre-nos, causeries de los jueves es el libro que me ha movido a escribir sobre Mansilla. Son, como las Aguafuertes porteñas de Arlt, una prefiguración de lo que una servidora y tantos otros hacemos día tras día en nuestros blogs: hablar de aquello que nos interesa, impacta, pasa o trasciende, sin mayores pretensiones que esas (y que nos lean, en lo posible). Las causeries, que salían todos los jueves, (¡como este blog!), comenzaron a publicarse en el diario Sud América y en 1888 fueron recogidas en libro. 
Leí Una excursión... para la facultad, hace ya diez años y desde entonces quedé prendada. Pero en las causeries (en francés, conversaciones) aparecen muchos de los rasgos más notorios y "extraños" para la literatura del momento: además de sus eternas digresiones, Mansilla realiza, sin ningún pudor y con total desparpajo, comentarios metatextuales (como "Tengo barruntos de que todo esto -refiriéndose a su descripción de un mercado de mujeres en África- no lo entretiene mucho, que digamos, al lector"); traslitera las maneras lingüísticas de la charla de salón o entre amigos al papel ("vean ustedes lo que pasó:" y tras esos dos puntos despliega con su relato); interrelaciona su narración presente con hechos contados en sus libros pasados ("Y ya que hablamos confidencialmente, les diré a ustedes que es cierto lo que cuento en mi Excursión a los indios ranqueles, que un perro me desarmó una vez, quitándome la escopeta...") o con hechos que aún no ha revelado y que se guarda para sus Memorias o para su libro sobre Rosas; intercala numerosas palabras y expresiones en otros idiomas, además de señalar en qué casos una palabra ya sancionada por el uso entre nosotros no está en el Diccionario de la Real Academia Española, como una especie de protesta o advertencia irónica; discute consigo mismo la tipología textual a la cual adscribir algunas de sus causeries ("Establezcamos, pues, las proposiciones, materia de este escrito o carta, plática o estudio, memento o crítica"); reproduce cartas donde se lo alaba así como cartas enviadas a su padre con el solo objeto de demostrar la gran estima que se le tenía; en definitiva, rompe con todo lo que hasta ese momento y aún hoy día era considerado indispensable para el decus literario: hace gala de efusión, de profusión, de sagacidad, de veleidad, y todo con un humor tan tierno e incomparable que hace imposible, para el lector, no aquerenciarse con semejante personaje que excede todos los límites del más aséptico "narrador". 
Se casó primero con una de sus primas, de la que tuvo varios hijos, todos los cuales fallecieron. Vale decir que sobrevivió a todos sus hijos y esta inmensa tragedia no lo amilanó ni un segundo, aunque la tristeza profunda pueda siempre percibirse por detrás de las fáciles anécdotas o las simpáticas chacotas con las que siempre adorna su prosa fluida y entrecortada a la vez. Volvió a casarse en segundas nupcias con una mujer mucho más joven que él, su compañera hasta el fin de sus días. Vivió sus últimos años en la Ciudad Luz, donde su espíritu cosmopolita se sentía más a gusto, aunque quizá no tan a gusto como en el toldo del cacique ranquel Mariano Rosas o en los campos de batalla de la guerra del Paraguay o en su amada Buenos Aires, a la que vio crecer y convertirse en una sucursal europea en poco tiempo. No vio, sin embargo, los fastos del Centenario y falleció cuando la Argentina estaba a punto de convertirse en algo muy distinto a todo lo que él había vivido. 
Las palabras que le reservó un francés aporteñado como Groussac lo describen acaso mejor que muchas otras y con ellas quiero cerrar este post, luego de estar casi dos semanas en la trepidante y deslumbrante compañía del coronel Mansilla, "ese coronel Mansilla lindo, ese coronel Mansilla toro" como le decían los ranqueles: 

"(...) Mansilla ha sido periodista, explorador, diputado al Congreso, iniciador de vastos proyectos y empresas, escritor fácil de obras difíciles que revelan actividad asombrosa y variadas aptitudes; sobre todo y ante todo, un gran viajero ante lo Eterno, así en lo material como en lo moral. Inquieto a natura y nómade por elección: 'piedra movediza que no recoge musgo', pero que, redondeada y pulida por los roces externos, si no queda incrustada en un pilar del edificio colectivo, tiene su puesto entre los adornos del interior. Excursionista del planeta y de las ideas, ha enriquecido su personalidad con todos los exotismos de la civilización, y ha sido su misión esencial, después de cada gira nueva, derramar sus experiencias en monólogos chispeantes y profundos, o en páginas sueltas casi tan sabrosas como sus pláticas. Así ha disipado su existencia y su talento, ¡pero ha vivido! Ha compuesto su vida como un poema romántico, en lugar de desempeñar, como nosotros, el modesto papel asignado por el destino. Y si es cierto que Byron envidiaba a Brummel, ¿cómo no admirar al que logró amalgamar en su persona al parisiense y al criollo, al gentil hombre y al comandante de frontera, al duelista y al caseur de salón, al escritor moralista y al feminista profesional, al descubridor de minas y al cateador de ideas, al autor de dramas y al actor de tragedias?"

Si me preguntaran a quién deseo conocer en el más allá, contestaría que sin lugar a dudas a Lucio V. Mansilla, quien, estoy segura, se pondría a flirtear conmigo en menos de cinco segundos...

Analía Pinto