Algunos libros no resisten el paso del tiempo. No me refiero a su resistencia física, es decir, a si sus páginas amarillean con rapidez o si el lomo se les despega a la primera sacudida. Me refiero a la ineluctable prueba del tiempo. ¿Puede volver a gustarnos y hasta fascinarnos un libro que leímos hace diez o quince años? ¿Sentiremos de nuevo lo mismo en una lectura posterior o percibiremos otras cosas? ¿Su magia seguirá intacta o lo habremos, sin querer o con ayuda de la crítica y los medios, sobrevalorado innecesariamente?
Diría que todo eso puede suceder, pero que es más probable que aquellas obras que son consideradas "clásicos" resistan con toda holgura esta prueba. Pero ¿sucederá lo mismo con las obras más o menos contemporáneas? En el caso de Postales del abismo (Buenos Aires, Planeta, 1991; título original: Postcards from the edge; traducción de César Aira), novela de la escritora y actriz norteamericana Carrie Fisher sucede lo mismo. Esta novela resistió el paso el tiempo, al menos en mi lectura. Siempre me gustó mucho y reconfirmé este gusto días pasados al releerla con intenciones de comentarla aquí.
Para quienes no sepan quién es Carrie Fisher les diré que es la amiga de Sally (Meg Ryan) en Cuando Harry conoció a Sally, es decir, la que siempre salía con hombres casados y termina casándose con el amigo de Harry tras la fallida cita doble (recordarán la memorable escena -¡no, esa no!- en la que Fisher y el amigo de Harry declaran cada cual por su parte no tener intenciones de hacer ningún 'movimiento' esa misma noche y cómo, a continuación, se escabullen juntos en un taxi, frente a los atónitos Harry y Sally). También aparece, haciendo de sí misma, en un capítulo de Sex and the city. Su vinculación con el mundo del cine y la actuación no es extraña si tenemos en cuenta que es hija de la actriz Debbie Reynolds y el cantante Eddie Fisher. Digamos entonces que cuando habla de Hollywood y de lo que significa vivir y morir en Los Ángeles, sabe de lo que habla.
Y precisamente de eso habla, entre otras cosas, en esta novela. Pero de lo que principalmente habla, y esta vez quiero referirme al qué se dice en lugar de mi habitual preocupación y esmero en resaltar el cómo se dice, es de la adicción. Ni siquiera importa a qué: sexo, comida, alcohol, cocaína, psicofármacos, nómbrese lo que sea, lo que importa es la conducta irracional e insostenible que nuestras adicciones pueden acarrearnos. Considero, quizá un poco irreflexivamente, que todos somos adictos a algo. No creo que sea simplemente un producto del Zeitgeist tan complejo que nos toca vivir sino que percibo como más posible una cierta predisposición humana a poner las cosas (las culpas, las responsabilidades, las obligaciones) en el afuera antes que en el adentro y el único modo de poder sobrellevar eso es recurriendo a alguna sustancia. O, como en el caso de las mujeres que aman demasiado, entre quienes me incluyo, a determinadas emociones negativas y dañosas.
Lo que se destaca de la novela de Fisher es el dinamismo y la variedad de registros y formas de relato que maneja. No es la típica novela veloz en la que los capítulos se suceden con vértigo hasta la resolución final. El cómo está muy trabajado, aunque en apariencia la novela se presente como otra-novela-sobre-Hollywood-y-la-pobre-gente-que-vive-allí. Así, el texto arranca con tres auténticas "postales" a manera de prólogo, enviadas por la protagonista, Suzanne Vale, una actriz, a su hermano, a su mejor amiga y a su abuela. Todo parece estar bien, ella está de vacaciones, leemos por allí un esperanzador "no más drogas" pero nada hace pensar que tras dar vuelta la página nos vamos a encontrar con las verdaderas "postales" desde el abismo: el diario que Suzanne lleva en la clínica de rehabilitación de drogas.
Lo que podría presentarse como una perspectiva cuando menos sombría se salva de caer en el panfleto antidroga que muestra sin piedad los flagelos de la adicción gracias a la ironía chispeante y mordaz de Suzanne. Los flagelos de la adicción aparecen, claro que sí, pero no de manera burda ni obvia: los vemos a través del monólogo interior de otro personaje, Alex, un guionista que no quiere asumir que tiene un serio problema de adicción y termina escapándose de la clínica para encerrarse en un hotel con un kilo de cocaína... Cocaína que termina no en su nariz sino volcada en la bañadera ante un repentino ataque de paranoia de Alex. Recién entonces él asume su verdad y pide ayuda.
Tanto el humor descarnado de Suzanne como el delirio persecutorio de Alex hacen que el texto se mueva con un vértigo sosegado, si es posible tal cosa, de modo que queramos seguir leyendo (y hasta reírnos de las patéticas ridiculeces de Alex), pero sin perder nunca de vista que estamos ante dos personas enfermas, que sufren, que luchan, que hacen lo que pueden para salir de sus propios infiernos.
Pero ¿cómo salir de un infierno que uno mismo se labra? Alex se propone abandonar la cocaína pero al mismo tiempo se dice: "Lo único que me molesta es la idea de abandonarla por completo. Debería poder permitirme una celebración de vez en cuando. Quiero decir, si me mantengo limpio un tiempo, debería poder festejarlo drogándome. No sé qué puede tener de malo". Si eso no es autoengañarse, no sé qué otro nombre pueda tener tal actitud, que se repite a lo largo no sólo del monólogo-delirio-soliloquio de Alex sino también en el diario de Suzanne y en el resto del texto.
La resistencia, la repetición, la caída, los mitos, el error de creer que ya todo está subsanado cuando no lo está planean también en toda la novela. Una vez que el diario de Suzanne se acaba, puesto que dura los treinta días que permanece internada para desintoxicarse después del lavado de estómago que han tenido que hacerle, se sucede un capítulo que me ha enseñado una expresión muy cara a mi vida personal: el "banquete de migajas". Así define la terapeuta de Suzanne la relación sentimental que ella está teniendo con un productor de películas tiempo después de salir de la clínica. Y otra vez aparecen la frustración, la repetición y el autoengaño: no solamente Suzanne se da cuenta de que está saliendo con un hombre emocionalmente distante sino un verdadero mujeriego y muy probablemente otro adicto que aún no ha reconocido su adicción.
Después de este viraje la novela se encamina hacia otros sectores de la vida Suzanne: en el capítulo "Soñando", un narrador en tercera persona nos muestra el rodaje de la primera película que Suzanne filma post-clínica de rehabilitación. Todo parece ir fantástico (la película es de bajo presupuesto pero bueno, es un detalle; le han pedido que se haga un examen de drogas, pero ella lo ha aceptado de buen grado, de hecho "no lo consideraba un castigo, ni eso ni que retuvieran su salario hasta que la película estuviera terminada, por si acaso ella empezaba a drogarse y les costaba dinero a los productores. Suponía que tendría que hacer eso hasta que ya no lo tuviera que hacer más"). Suzanne se ha mudado con su abuela, a quien adora, ha logrado mantenerse "limpia", ha conseguido este papel... Pero ahora es el gigante de Hollywood, el temible y despiadado show bussiness, el que la abofetea: tras el primer día de rodaje los productores de la película se muestran algo preocupados por su actuación. Consideran que ella debe "divertirse más". A lo que Suzanne responde: "si yo supiera cómo divertirme con el trabajo, no estaría haciendo terapia. No tendría por qué hacerme tests de drogas". Pero los productores insisten. Y llaman a su agente y por poco no llaman al presidente de la república para que ella se "divierta más". Uno de ellos la nota "como si estuvieras concentrándote más en no hacer algo que en hacer algo". ¡Desde luego que se está concentrando en no hacer algo, productor papanatas! siente uno ganas de gritar en ese momento, ¡está haciendo todo lo posible por no correr e ir a drogarse con lo que sea! Afortunadamente, la llamada del productor, gracias al hábil manejo de la ironía y la chispa que tiene Fisher, se convierte en uno de los gags fuera de escena más desopilantes de la película y, por ende, del libro.
Sigue luego la fase de "Abatimiento". Ya se ha rodado la película, ya se ha estrenado, incluso Suzanne disfruta ahora de todo su salario. Pero las cosas no van bien, algo sigue fallando en su vida y de pronto se ha pasado nueve días metida en la cama, saliendo sólo para lo estrictamente necesario (es decir, ir al baño). Aquí aparece entonces su amiga Lucy, quien está atravesando una fase similar. Ambas son actrices, ambas han cumplido treinta años, viven en Hollywood pero no son felices. ¿Qué está mal en esta película? ¿Qué está faltando aquí? Algo que el mismo Hollywood se ha encargado de elevar y ensalzar hasta niveles insospechados: el amor, el amor de un hombre (y del hombre indicado, no uno cualquiera; de preferencia, un potencial y futuro ma-ri-do), eso es lo que lisa y llanamente falta aquí. Y faltando eso ¿tal como en la vida real? (me tienta quitar los signos de interrogación, pero los dejaré) falta todo. Es decir, No Hay Nada.
¿Dónde están los hombres? es la pregunta a continuación. Los hombres están en cualquier lugar pero para llegar hasta ellos hay que abandonar la cama, la depresión, el abatimiento. Lucy debe concurrir a un programa de televisión en reemplazo de una estrella que decidió faltar a último momento y arranca así a Suzanne de la cama. Y es allí, en un set de televisión, en una pequeña sala de espera, donde Suzanne conoce a un escritor y sí, ambos se enamoran perdidamente y comen perdices happily ever after...
Aunque no tanto. A pesar de que, en honor a su herencia hollywoodense, la novela termina bien (termina como todos esperamos, como el propio sistema sobre el que se sostiene y pervive Hollywood espera), la autora se preocupa en dejar algunas luces de alarma prendidas:
"¿Jesse era un buen hombre? se preguntaba Suzanne. Probablemente lo era, porque a veces la aburría a muerte. "Piensas que si no es dramático, no está pasando nada", le había dicho Norma [su terapeuta]. "La idea es envejecer con ellos, no por ellos".
"Suzanne estaba convencida de que ahora que le estaba pasando algo agradable y tranquilo, moriría. Mientras que antes apuraba la llegada de la muerte mediante el abuso de drogas, ahora temía por su vida porque tenía motivos para vivir".
Como se ve, no todas son perdices. Ni siquiera en Hollywood.
Analía Pinto
P. S.: Olvidé comentar que esta novela fue llevada al cine por Mike Nichols, con Shirley Mc Layne, Dennis Quaid y Meryl Streep como Suzanne Vale, una desacertada elección de casting en mi opinión, puesto que sin desmerecer ni un ápice el trabajo actoral de Streep, no pude verla nunca como la irónica, chispeante, desgarrada, asustada y ex adicta Suzanne Vale.
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