Abelardo Castillo no es, ni por casualidad, lo que yo considero un autor abisal. Si bien es cierto que su obra permanece incontaminada por la academia (lo cual tal vez deba ser mirado como un gran elogio a su obra y no como mero desdén), su influencia, su predicamento y justamente su obra impedirían incluirlo en esta particular categoría. Pero los libros suyos que hoy quiero comentar, como lectora privilegiada (que esto y no otra cosa debiera ser un crítico literario de cualquier especie, académica o no, según sostiene, y yo apoyo su moción, el propio Castillo) y como escritora siempre en ciernes (porque quien se crea un escritor ya hecho está frito desde el vamos) que soy, sí podrían decirse que pertenecen a la fauna abisal. O, por lo menos, como dirían los todavía inexistentes -al menos, que yo sepa- papers sobre su producción "el sector menos frecuentado de su obra".
Se trata de dos obras de algún modo complementarias y que hasta repiten temas, personajes, anécdotas, pero las repiten, sobre todo estas últimas, del mismo modo que las repetimos en la "vida real" (me permitirán las comillas aquí; sucede que siempre estoy preguntándome qué es la realidad, qué es la vida real, etc.): para darle color o pimienta o interés a un caso, a un sucedido, a algo que sabemos bastante soso si no lo condimentamos un poco. Un poco, justamente, como la literatura, como la vida misma. Qué sería de nosotros si no pudiéramos fabular, si no tuviéramos la enorme y gratísima facultad de contar.
Estas dos obras son Las palabras y los días (título que parafrasea la famosa obra de Hesíodo, Los trabajos y los días; Buenos Aires, Seix Barral, 1988, reeditado en 1999) y Ser escritor (Buenos Aires, Perfil, 1997). En ambas, Castillo despliega su prosa melodiosa y pareja, sin estridencias innecesarias, con delicados toques borgeanos, con notas lo suficientemente coloquiales como para que, por momentos, parezca casi una conversación entre amigos, pero también con apasionamientos, con defensas, con profundos sentires. Sin dejar de incluir una acendrada ironía (como en la casi desopilante "Carta lacaniana en torno a un residuo") y un exacto sentido de dónde colocar el punto final. Ya dijo Isaak Babel al respecto que "ningún hierro puede despedazar tan fuertemente el corazón como un punto puesto en el lugar que le corresponde". Y algo así pasa con la prosa ensayística de Castillo: al terminar cada nota es casi imposible no estar de acuerdo y no tener esa hermosa -y temible como un ejército dispuesto al combate- sensación de "esto es lo que yo pensaba y nunca había podido decirlo así", que es la máxima, sino la mejor, aspiración que un escritor puede tener en mi opinión (y en la de Castillo también, como verán luego).
Los temas, los personajes, las anécdotas que se repiten son Borges, Arlt, Cortázar (para muchos -para mí al menos-, para Castillo si lo apuramos un poco también y le metemos a Marechal medio de contrabando, la Santísima Trinidad de la literatura nacional), Sartre, Unamuno, Poe, el alcohol, el ajedrez... Si Ser escritor está meramente enfocada hacia la literatura y todo lo que la rodea, como su título nos anticipa, los artículos y notas de Las palabras y los días, versan también sobre otros temas, como el entrañable artículo sobre Chaplín (así, con acento, como lo hemos pronunciado desde chicos) o el impresionante "El viaje que nunca termina", una profunda reflexión literaria pero también personal y existencial sobre el alcohol. Como se sabe, Castillo ha logrado sobreponerse a su alcoholismo, el mismo al que no pudieron sustraerse Poe, Dylan Thomas o Lowry, por citar tres célebres casos literarios.
En las páginas de Las palabras y los días sobresale, a mi entender, además de los artículos referidos a los autores citados, y los que se refieren a Gardel y a Rosas, el que se titula "La agonía sonora": es la mejor biografía, recordatorio, panegírico, defensa y apología que yo haya leído de un escritor tan extraño, genial e incomprendido como Miguel de Unamuno. Leer esos párrafos de Castillo es suficiente para tener una pintura completa, abigarrada, intensa, contradictoria como el mismo vizcaíno era, de Unamuno, quien exaltó antes que nadie (que Lugones incluso, como bien anota Castillo), a nuestro Martín Fierro, quien sentía verdadero espanto hacia la posible nada que nos espera tras la muerte, quien agitó y revulsionó España desde su cátedra de Salamanca, quien le respondió al tuerto general Millán Astray, después de que éste profiriera su deplorable frase ("¡Muera la inteligencia!") en el paraninfo de la misma universidad, "venceréis pero no convenceréis". Ese Unamuno aparece en esas pocas páginas, en una apretada pero fervorosa síntesis y sólo por ese texto valdría la pena comprarse y leerse todo el libro, pero afortunadamente luego descubrimos más y más tesoros, como las páginas dedicadas a Sartre, esa colosal influencia para Castillo y su generación, o las sentidas palabras tras la muerte de Cortázar, con quien Castillo mantuvo siempre una "cercana lejanía" espiritual.
En las páginas de Ser escritor relucen, además de nuevamente consideraciones sobre Borges, Arlt, Cortázar, Sartre, Unamuno, Poe, los consejos (velados o explícitos), las anécdotas y las reflexiones acerca del quehacer literario. Me gustaría citar, ya que no tienen desperdicio, algunos párrafos:
- "corregir encarnizadamente un texto no es una tarea retórica o estilística, es un trabajo espiritual. Paul Valéry ya habló de la ética de la forma: corregir es una empresa espiritual de rectificación de uno mismo".
- "La poesía no es una manera de escribir, es más bien un modo de vivir, de percibir el mundo".
- "Uno confunde la felicidad con las felicidades, con ciertos momentos transitorios de dicha o alegría. La felicidad absoluta no existe, y uno escribe, justamente, porque la felicidad no existe. Existen pequeños instantes de felicidad, o alegrías fugaces, que, si se consigue perfeccionarlos en la memoria, pueden ayudar a vivir durante muchísimos años. La literatura también es un intento de eternizar esos momentos".
- "La significación y el nivel simbólico de cualquier texto literario siempre son a pesar del escritor, aparecen solos, y están allí por razones que el autor a veces ni comprende. Están allí porque los encuentra el lector."
- "crítico es un hombre que ha leído un libro y opina sobre él. Cualquier lector es por lo tanto un crítico, sólo que el crítico es un lector privilegiado: un hombre que lee para escribir a su vez sobre lo que leyó, un escritor de tipo especial".
- "Uno teoriza como quiere, pero escribe como puede".
- "La originalidad no consiste en escribir sin puntos ni comas o en contar sucesos que nadie haya podido imaginar, sino en ver la realidad entera desde uno mismo, y que otro sienta: eso es exactamente lo que yo sentía".
Pero sin duda alguna la parte más "jugosa" del libro es "Irreverencias", rápidas pinceladas sobre escritores argentinos, donde Castillo dice, entre muchas otras cosas, que "Lugones era un deportista de la rima" (lo cual es indiscutiblemente cierto; sólo Lugones podía rimar 'tul' con 'abedul' o 'biombo' con 'combo'); que Sarmiento es "una fuerza de la naturaleza" (lo cual es indiscutiblemente cierto; sólo hay que leer el Facundo para entender por qué lo dice); de un autor hoy olvidado (justa y justicieramente olvidado, cabría agregar) como Enrique Larreta apunta: "Tenía una casa muy linda, que hoy es un museo. Me han dicho que también escribía"; de Manuel Gálvez, otro de nuestros ilustres mamotretos, anota: "Nacha Regules es inenarrable; El mal metafísico, una tonelada de tedio" (nuevamente, tiene razón); de Esteban Echeverría, lúcidamente declara: "Se le llama precursor. Debería llamárselo fundador"; de José Hernández, dice: "Leyendo el Martín Fierro, como leyendo a Sarmiento, uno tiene la fuerte sospecha de que hay un dios arbitrario y secreto que, de tanto en tanto, hace algo por la literatura argentina, en contra de todo lo razonable"; del inigualable Lucio V. Mansilla, afirma: "La literatura argentina debe de haber dado unas cien biografías sobre Rosas; uno de los pocos libros donde se lo ve a Rosas, donde se lo siente a Rosas, es en Los siete platos de arroz con leche" (vale la pena aclarar que Mansilla era sobrino de Rosas y que su tío lo obligó a comerse siete platos de arroz con leche, tal como allí cuenta); de Arturo Capdevila, otro del panteón donde hoy descansan sin que nadie los perturbe ya Gálvez, Larreta, Mallea y otros, opina que si "se hubiese llamado a silencio alrededor de los veinte años, nos habría ahorrado varias docenas de imperdonables mamotretos y nos habría dejado, intactos, los versos de Melpómene y El libro de la noche". Por último, de Marechal, apunta: "Cortázar lo llamaba maestro. Lezama Lima lo llamaba maestro. Alejo Carpentier lo llamaba maestro. ¿Qué más? Una tarde, hacia 1960, el poeta Víctor García Robles llegó desesperado a mi casa y me dijo: "Tenés que leer la más extraordinaria novela argentina". Era Adán Buenosayres. La leí en tres noches. Desde entonces pienso que Leopoldo Marechal fue, con Arlt y con Borges, la tercera persona de algo que podría llamarse la Santísima Trinidad de la prosa nacional en este siglo".
El libro se cierra con unas "Mínimas", que a modo de decálogo, completan estas y otras ideas sobre la literatura y por las cuales también vale la pena comprar y tener siempre a mano este libro.
Sólo me resta decir que mi afinidad espiritual con Castillo ha resultado más que obvia luego de esta relectura gozosa de sus libros y que me regaló numerosos instantes de felicidad en días donde pocas cosas, muy pocas, lo hacen ya.
Analía Pinto
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