Todo buen escritor es, primero, un buen lector. Más aún, quien está destinado a ser hablado por las cosas y el mundo, es, primero, un lector poco común, un lector que, simplemente, lo devora todo. El que luego será escritor no es un lector cualquiera, que se conforma con leer dos o tres libros al año, ni siquiera dos o tres libros al mes, sino seguramente dos o tres libros a la semana. Pero este apetito desordenado, famélico, sediento, propio de un adicto, si se quiere, muy pronto dará sus frutos y obrará el milagro cuando ese lector bibliófago, bibliómano y literaturodependiente se transforme en un escritor. Y en un escritor de fuste.
Qué gran lector debe haber sido entonces Robert Louis Balfour Stevenson. Lejos de mí considerar a un gigante de tal envergadura como un autor abisal, es decir un autor desconocido o poco difundido. Precisamente sus obras han sido difundidas y admiradas por todos los canales posibles. Aunque no las hayan leído, todos habrán escuchado hablar alguna vez del doctor Jekyll y de míster Hyde (aunque más no sea en ese maravilloso capítulo de la Pantera Rosa que lo recrea) y habrán siquiera sentido nombrar a la maravillosa isla del tesoro, aunque no tengan ni una remota idea de qué se trata, ni de que su título original era algo como "El cocinero del barco", oportunamente cambiado por un editor.
Pero si hoy me propongo hablar de Stevenson es porque la relectura de sus relatos me ha llevado a puntos de extásis pocas veces alcanzados y no quiero dejar de compartirlos, con la esperanza de acercar a más náufragos a la narrativa del siglo XIX, especialmente a aquellos que no sólo leen sino que, como una servidora, también escriben. Soy (o pertenezco a la raza) de esos "herejes" que no han leído a autores contemporáneos (incluso vivitos y coleando) como José Saramago o Paul Auster, para citar dos íconos bien marketineros y reconocibles. No los he leído hasta ahora, no sé si los leeré alguna vez, pero no me preocupa. En cambio, sí me preocupa visitar periódicamente a los autores que hicieron la narrativa posible y esos autores, queridos amigos, no pertenecen a esta era: pertenecen al siglo XIX. Más específicamente a las literaturas en lengua inglesa, francesa y rusa. Un paseo por ese maravilloso siglo no debería dejar de hacer escalas (algunas de ellas, muy y felizmente prolongadas) en Flaubert, Stendhal, Dumas, Zola, Maupassant, Stevenson, Dickens, Brontë, Austen, Poe, Hawthorne, Melville, Chejov, Tolstoi, Dostoievski... La lista podría prolongarse y ramificarse pero quien no haya visitado esas maravillosas ciudades y se ufane de leer sólo autores contemporáneos se está quedando apenas con los adornos de la torta, cuando podría sumergirse golosamente en los más deliciosos y perturbadores abismos que el hombre haya conocido jamás.
Tal el caso de Stevenson. Tal el caso de su narración más conocida, El extraño caso del doctor Jekyll y míster Hyde (Hyspamérica, Buenos Aires, 1983; título original: The strange case of doctor Jekyll and mister Hyde; traducción de Carlos Silvi; esta edición incluye además los relatos "El club del suicidio", el magistral "El diablo de la botella" y el soberbio -y desesperado- "Olalla").
El argumento es archiconocido: un respetable doctor y científico quiere separar "las líneas que Dios quiso unir", como dice el epígrafe del relato, y logra fabricar una sustancia que lo transforma en su doble maligno, en esa parte de su yo tanto tiempo reprimida... Todo va bien hasta que el experimento, como suele suceder cuando el hombre se pone a jugar a que es Dios, se desmadra y ya no hay vuelta atrás: míster Hyde, lo oscuro, lo deforme, aquello que necesariamente debe ser reprimido se apodera del doctor Jekyll y lo precipita al abismo.
No me interesa profundizar en las implicancias psicológicas, sociológicas, culturales, literarias y estéticas del tema, puesto que eso se ha hecho ya hasta el hartazgo y se podrá encontrar abundante bibliografía al respecto. Tengo un propósito más modesto: mostrar los resortes que hacen que la narración avance sin decaer un instante, que el lector no pueda dejar de leer bajo ninguna circunstancia, expectante, intrigado, aguardando la próxima vuelta del camino para ver qué sucede, para saber en qué termina -aunque ya lo sospecha- la aventura, la locura, el despropósito tan (in)comprensible del pobre doctor. Me propongo, simplemente, mostrar cuáles son algunos de los hitos en los que Stevenson, ese gran lector, ese enorme escritor (llamado por los nativos de la isla polinesia en la que vivió sus últimos días "tusitala", es decir, "el contador de historias"), se apoya para que la narración sea la maravilla sobrecogedora que es.
Los recursos a los que apela Stevenson son, en apariencia, muy simples. Dan la sensación, la engañosa sensación, de que uno también podría hacerlo y allí radica, creo yo, el verdadero oficio de cualquier escritor: hacer que lo díficil parezca sencillo. Es el escollo con el que suelen darse de narices no sólo los escritores novatos sino más aún, aquellos que yo en otro lado llamo los "poeñoños". Los poeñoños no han sido jamás buenos lectores; más aún, la enorme mayoría de ellos ni siquiera es un lector irregular o esporádico. No leen libros, no leen poesía, pero pretenden escribir y brillar en ambos. Sepánlo de una buena vez: no es posible. A no ser que se les caigan los ojos sobre la página impresa, díficilmente podrán lograr que esa página impresa sea suya alguna vez. Y aunque lo logren (vía Dunken y/o cualquier otra "editorial" por el estilo) díficilmente perduren en la memoria de alguien, menos que menos en la corriente justiciera y eterna del Tiempo.
Decía entonces que los recursos de los que se vale Stevenson son en apariencia muy sencillos, pero no es su sencillez o dificultad lo que hace la diferencia sino el cómo administrarlos. La mayor parte de las veces, el autor se vale de comparaciones. Comparaciones vibrantes, "cósicas", que traen a la pantalla mental de quien lee las imágenes con una nitidez y fuerza tales que es imposible no sustraerse a ellas. Además de las comparaciones, se vale de la repetición y de la perfectamente dosificada gradación de estas repeticiones. Ello es notable en las descripciones del horrípilo Hyde: la primera referencia a él, en boca de Enfield, dice: "No parecía un ser humano, era algo así como un monstruo". Luego, precisa: "algo desagradable, algo completamente detestable. (...) produce una fuerte sensación de deformidad, aunque no podría especificar el punto". Desde luego, Hyde no pertenece al orden natural de este mundo y Stevenson predispone al lector induciéndonos a pensar que algo muy extraño sucede con él si 'no parece humano' y si 'produce una fuerte sensación de deformidad'.
Más hechos extraños y anómalos se suceden en el relato y todos son descriptos con técnicas similares. Va quedando claro que para impactar al lector no es necesario hacer piruetas surrealistas ni apelar a trucos rebuscados. Es cuestión de llevarlo de las narices adonde queremos llevarlo, pero sin que se de cuenta. Es el pacto de lectura que se firma antes de abrir un libro: yo, Lector, hago de cuenta que no me doy cuenta adónde me querés llevar vos, Escritor, a menos que seas tan torpe y tan burdo como para romper a cada paso la verosimilitud, es decir, la base sobre la que ambos pactamos de común acuerdo descansar nuestra imaginación. Todo, todo, todo es posible si es verosímil. ¿Y cómo verosimilizar el hecho de que un ser deforme entre a la madrugada en una casa abandonada y salga con un cheque firmado, por ejemplo? Denunciando su inverosimilitud a cara descubierta. En efecto, sigue Enfield: "Me tomé la libertad de indicarle a mi hombre que el documento me parecía apócrifo y que, en la vida real, nadie entraba así como así, en una bodega a las cuatro de la mañana y salía con un cheque por cerca de cien libras, firmado por otra persona". Exacto: "en la vida real". Y sin embargo, el cheque era auténtico. Todo era auténtico...
Cuando las aguas se aquietan y Hyde desaparece sin dejar ningún rastro, Stevenson cambia de estrategia y nos hace volver la mirada sobre Jekyll. El nuevo fervor religioso del doctor llama la atención de todos y de su mejor amigo, el abogado Utterson, quien intenta indagarlo acerca de lo sucedido. Utterson es también quien detenta el punto de vista de toda la narración, puesto que todo lo que sucede en ella es siempre visto a través de sus ojos. Jekyll, acongojado, sumamente acuciado, declara: "Pende sobre mí un castigo y un peligro de los que no puedo hablar. (...) Nunca pensé que esta tierra tuviese lugar para sufrimientos y horrores tan grandes (...)". ¿Qué es ese castigo del que no puede hablar? ¿Cuáles son esos sufrimientos tan grandes y extraños? Para saber la respuesta, no queda más remedio que seguir leyendo...
Al final, cuando leemos la declaración del difunto Jekyll, él mismo se horroriza al comprobar lo que sucedía con su otro yo: "Lo más impresionante era que el fango del pozo profiriese gritos y voces; que el polvo amorfo gesticulara y pecase; que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la vida". He ahí la genialidad de Stevenson: hacer posible, mediante la literatura, algo a todas luces (im)posible o (im)probable.
Esto es, en definitiva, lo que nos hace seguir leyendo y leyendo siempre: el poder taumatúrgico de la palabra, de la narración, del arte: el único, quizás, concedido al hombre, para que no se sienta tan desamparado y desasido.
Analía Pinto
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