Alguien me preguntó hoy si yo escribía sobre "robots que viven en Venus" ante mi comentario de que en general prefería la ficción a la "realidad". Se tiene la idea de que ficción y realidad son instancias separadas e irreconciliables y que quienes se entregan a la ficción son pobres seres que no merecen demasiada atención. Viven en las nubes, no están enterados de los acontecimientos consuetudinarios de la rúa (o, más pedestremente, "lo que pasa en la calle"), no vale la pena perder el tiempo con ellos.
Son opiniones. En mi opinión, sí vale la pena perder el tiempo leyendo ficción. Toda clase de ficción, toda clase de literatura, incluso la de robots que viven en Venus, porque toda ficción y toda literatura tienen como base a la especie humana. Ya dijo Plauto que "nada de lo humano me es ajeno" (omito la cita en latín pues se presta a cierta confusión...), por lo que un libro como Hechos inquietantes (Buenos Aires, Sudamericana, 1992; título original: Fatti inquietanti, traducción de Guillermo Piro), del argentino (nacionalizado italiano en la decáda del 50) Juan Rodolfo Wilcock merece especial atención, en tanto recoge "hechos" de la "realidad" (más todavía, noticias publicadas en los diarios a lo largo de los años) y los ficcionaliza para realzar aún más su costado rídiculo, imposible, asombroso o, como reza su título, inquietante.
Cosas tan rídiculas, imposibles, asombrosas e inquietantes como: el niño que se creía una máquina; el uso de un aparato de goma para mantener las muelas calientes en la Antártida y evitar los insoportables dolores producidos por el intenso frío de la región; máquinas que "leen" artículos y entregan un resumen de los mismos en una "tarjeta perforada"; los particulares gustos de los clientes de las prostitutas inglesas; el celebrado burdel milanés donde las alternadoras más jóvenes sobrepasaban las cinco décadas de vida; los experimentos para lograr monos y otros animales "obreros"; la aparente inutilidad de los viajes espaciales (aunque publicado tras la muerte de Wilcock, el libro se escribió hacia comienzos de 1960); el deseo de ser pájaros de los muchachos africanos; las fotografías "olfativas"; el problema de los espejos ("¿por qué el espejo invierte la relación izquierda-derecha y no la relación arriba-abajo?"); la ley de Estoup-Zipf (la cual dice que "si en un texto bastante extenso se cuentan las veces que se repite cada vocablo y después se ordenan las palabras según su mayor o menor frecuencia en el texto, llamando R al número de orden y F a la frecuencia, se obtiene que el producto R x F es casi constante"); los "ángeles" que aparecieron en los radares aeronáuticos (y que resultaron ser sólo pájaros); las verdaderamente inquietantes previsiones acerca de las reservas metalíferas y energéticas del planeta (más inquietantes aún si se tiene en cuenta los momentos que estamos atravesando respecto a ello con el precio del petróleo y etc.); el lenguaje de los peces y otros animales; el blanco óptico (una tinta incolora presente hasta el día de hoy en los jabones en polvo que realza la blancura de las prendas al absorber la luz ultravioleta); las máquinas parlantes y su imposibilidad de discernir los matices que una misma palabra puede adquirir pronunciada por distintas personas; los adeptos a las pseudociencias; el misterio del violín ("cuanto más perfecto es el disco, más estridente resulta el instrumento"); los (im)probables mensajes secretos en las obras de Shakespeare; el delicioso "alfabeto de prostitutas romanas"; el oráculo moderno (la publicidad); las jergas contemporáneas; el adoctrinamiento en la guerra de Corea; la superpoblación mundial (otro hecho verdaderamente inquietante en momentos como los actuales); los fatídicos errores que pueden desatar una guerra y el famoso teléfono rojo de la Guerra Fría; la paradoja boliviana ("una nación con reservas prácticamente ilimitadas es una de las más pobres del mundo"); los teddy-boys (grupos de jóvenes vándalos que en el verano de 1959 cometieron toda clase de tropelías y atentados contra la propiedad, tal como sucedió en el mismo lugar, Francia, algunos años atrás); los hipsters (hoy los llamaríamos los snobs); la "nueva generación norteamericana" (de la cual un gran porcentaje sostenía en aquel entonces que "la peor desgracia para una persona es ser 'distinto' a la norma general"); los adolescentes europeos; el turismo de masas ("correr sin detenerse, mirar sin ver, acumular testimonios sin recuerdos, ocuparse solamente de llegadas y salidas, y mientras tanto olvidar, olvidar"); James Bond; y la diferencia entre la literatura de anticipación y la ciencia ficción (que "es la que existe entre la idea del siglo XIX de que el futuro se puede deducir del presente y la idea, más de acuerdo con nuestro siglo, de que el futuro pertenece al orden de lo arbitrario"), entre otras cosas, habitan las páginas de este libro.
Y todavía hay otros dos artículos aún más inquietantes, que me gustaría comentar brevemente aunque con más detalle.
El primero es "Eufemismo y demagogia": allí, Wilcock ataca lo que hoy se denomina "political correctness" (o "corrección política"), una de las patrañas más diabólicas que existen, en mi opinión. La maldita corrección política es la que "impide", por un pretendido "decoro", llamar petisos a los petisos ("persona de baja estatura" es lo políticamente correcto), negros a los negros ("afroamericano") y así sucesivamente, hasta cimas de ridiculez como sólo la mentalidad yanqui puede producir. Siguiendo a Cassirer, dice Wilcock que mediante el eufemismo, "el hecho de no usar la palabra exacta que designa a una persona o a una cosa" se intenta "evitar que la persona o cosa nombrada se acerque a nosotros", con lo cual termina siendo aún más discriminativo e insultante que el término acostumbrado. Así, "la consecuencia del uso del eufemismo es, sin embargo, que la palabra sustituida al final termina identificándose con la original" y esto termina siendo aprovechado por los demagogos de turno para imponer sus ideas fraudulentas. Ni que decir tiene de los efectos que esto produce en el periodismo y en los medios de masas. Y en este sentido cita a Angus Maude, quien sostiene que "existe una vasta conspiración destinada a ignorar lo desagradable, a fingir que las cosas son mejores que lo que son en realidad, que al final todo se acomodará: a una negación a hacer frente a la exigencia de un mayor esfuerzo mental, a nuevas ideas y nuevas decisiones; el mejor método consiste en negar la existencia de lo que debería ser remediado, de lo que amenaza nuestro porvenir". No hay que esforzarse demasiado para observar las terribles consecuencias que esta conspiración ha traído para toda la humanidad.
El segundo artículo es "La escuela de los monstruos" y relata la odisea de un joven escritor en una verdadera escuela de monstruos literarios. David Ray conoce al escritor James Jones, autor de la famosa novela De aquí a la eternidad. Ray quería ser escritor y recordaba haber leído en la revista Life cómo Jones había podido escribir su novela gracias a la "protección" y las "enseñanzas" de la señora Lowney Handy, "cuya misión en el mundo consistía en hacer de cualquiera un escritor". Para ello, esta señora había fundado una escuela al sur de Chicago. Ray le enseñó uno de sus relatos a Jones y éste lo envió con su maestra. Luego de una entrevista, Handy le dijo a Ray que si su deseo era ser escritor ella podría concedérselo, pero la condición era que "obedeciera ciegamente sus órdenes (que ella llamaba "mandamientos"), que sacrificase todas sus relaciones personales, se sujetase rigurosamente al programa de la escuela y le diera a la directora un cierto porcentaje de sus eventuales ganancias". Ray aceptó y se trasladó a la escuelita. Allí, había que levantarse a las 6 y tomar un desayuno frugal "porque así se piensa mejor"; luego, los alumnos debían copiar íntegramente novelas famosas o escribir las suyas propias hasta el mediodía (ninguna máquina de escribir podía permanecer silenciosa); durante el almuerzo podían charlar entre sí pero de ningún modo referirse a la literatura o a los problemas que la escritura de los textos pudiera acarrearles. Después de comer, los alumnos realizaban una serie de "trabajos forzados": senderos o paredes, como si fueran presidiarios. Hacia las 4 de la tarde podían distraerse un poco pero de ningún modo leer, actividad "bastante mal vista y considerada casi una provocación, una negativa a aceptar las enseñanzas de Lowney Handy". Como el alumno insistiera en leer, sólo se lo dejaba frecuentar a determinados autores (entre ellos, Jones, Hemingway, Chandler, Faulkner), "en cambio Proust, Wallace Stevens y Kafka estaban prohibidos, como muchos otros 'falsos intelectuales'". A las 6 de la tarde se cenaba, frugalmente otra vez, y a las 9 de la noche se apagaban las luces y no se toleraban ruidos. La salida de esta "colonia penitenciaria" literaria estaba, obviamente, prohibida y, desde luego, Handy no admitía mujeres en ella. Ray, finalmente, harto, abandonó la colonia y por lo que dice Wilcock, supongo que habrá llegado a ser un verdadero escritor o por lo menos un escritor pasable y no un "clon" fabricado por el dictatorial método de la Handy, empecinada en abolir todo aquello que verdaderamente hace posible a un escritor: la lectura de toda la literatura, la discusión y el intercambio de pareceres y opiniones con sus pares, la distracción necesaria, el estímulo permanente del mundo exterior... y más aún: el aliento de los otros y el amor.
¿Realidad o ficción? ¿La escuela de los monstruos o los robots que viven en Venus? Una y otra vez, la misma realidad, la misma ficción, me llevan a preguntarme ¿qué es la realidad? Y más aún: ¿lo sabremos fehacientemente algún día? Todo parece indicar, al menos en los hechos inquietantes tan irónica y deliciosamente registrados por Wilcock, que no.
Analía Pinto
1 comentario:
Felicidades por tu blog. Es muy interesante. Volveré para leer con más calma.
Un saludo!
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