"Hola, mi nombre es Analía Pinto y soy adicta a Stephen King."
Así podría comenzar mi presentación ante el grupo de autoayuda Adictos a la Literatura Anónimos (ALA), cuya presidenta honoraria pudiera haber sido, de no haber exagerado tanto, Annie Wilkes, la corpulenta y psicótica ex enfermera que somete a su autor favorito, Paul Sheldon, a las atrocidades más increíbles sólo para satisfacer sus ansias de... ¿de qué? No lo sé. ¿De qué tiene ansia un lector voraz? ¿De historias, de sueños, de momentos que nunca podrá vivir -menos escribir? Tal vez.
Mi adicción al señor Stephen King es reciente. Muy reciente, diría yo. Con seguridad existen en el mundo miles y miles (incluso quizá millones) de verdaderos fanáticos de King, algunos quizá tan extremos como la propia Annie. En mi caso, si bien no estoy muy lejos de su voracidad lectora y de su ansia por saber qué seguirá, cómo seguirá y qué hará esta vez el protagonista para arreglárselas y salir con vida de la trampa en la que ha caído, sí estoy lejos, espero, de su demencia y su crueldad. Pero no es eso de lo que querría hablar hoy, ya que como en el caso de Cortázar, considerar a King un autor abisal es poco menos que ridículo. Sus libros, desde Carrie para acá, se han vendido por millones, se han hecho películas que a su vez generaron más millones, y no ha dejado de producir ni siquiera cuando un tremendo accidente casi lo deja paralítico hace ya algunos años.
Decía entonces que mi adicción comenzó hace poco (y ya estoy sufriendo los primeros síntomas de la abstinencia, a pesar de que hace sólo unas pocas horas -¿ocho, quizá diez?- que terminé de leer uno de sus libros) y comenzó muy inocentemente, como todas las adicciones. Luego de frecuentar durante algún tiempo el taller de mi maestro Marcelo di Marco rápidamente me di cuenta de que él también era por lo menos fanático del señor King. "Bien", me dije a mí misma con la vocecita de 'desterrar-feos-prejuicios-literarios-de-mi-gran-cabezota-de-estudiante-de-Letras', "si a Marcelo le gusta King, debe ser por algo. No puede ser malo". Como se sabe, la ecuación es siempre más o menos la misma: popular (ponga aquí best-seller, es lo mismo) = mala literatura. O literatura de baja categoría. O plebeya. O poco seria. O insulsa. O basura veloz. O páginas que se leen hoy y se olvidan antes de que llegue mañana. O pasatiempos para señoras que no tienen nada mejor que hacer. O folletinescas payasadas. O autoayudismos varios. La lista de prejuicios acerca de lo popular y de los autores que venden mucho en la academia, como se ve, es extensa y lo peor es que podría continuar. "Siendo así", continué cavilando, "creo que al menos debería leer algo".
Con esa decisión en mente, un día me decidí a comprar ese algo del señor King para al fin leerlo. Pero, claro, la cosa no iba a ser tan fácil como parecía. No podía bajar tan fácilmente de mi encumbrado Olimpo literario visitado sólo por los númenes más afamados dentro del estrecho espacio que componen los eruditos, los entendidos y los futuros investigadores y críticos literarios. No podía ir y sencillamente pedir una novela cualquiera de Stephen King y, tras semejante herejía, quedar en paz con mi sentido del deber y del decus literario. No, señor. Tenía que hacer otra cosa. Tenía que haber una salida más elegante. Por suerte la había: Mientras escribo es el libro en el que King estaba trabajando cuando el accidente casi siega su vida y luego sus piernas. Mientras escribo es una suerte de manual/compendio o mejor caja de herramientas para todo aquel que quiera iniciarse en los arduos, turbulentos y maravillosos caminos de la literatura como escritor. Es un libro imprescindible para todo aquel que quiera pasar de este lado del mostrador y dejar de ser, al fin, sólo un lector voraz, sólo una Annie Wilkes en potencia. Tal vez, como se desliza en la misma Misery, si Annie hubiera podido escribir no habría llegado a tales extremos... pero en su caso sólo tal vez.
Salvé entonces mi honor comprando Mientras escribo y leyéndolo con cierta displicencia, un poco como quien mira el mundo a su alrededor por sobre el hombro o como si éste le debiera algo. Gracias a Dios esa displicencia me habrá durado apenas dos páginas, porque de inmediato comprendí que estaba frente a un verdadero escritor que, a diferencia de otros, había tenido la suerte de que sus libros se vendieran mucho, pero no por elaboradas campañas de marketing y complicadas estrategias comerciales sino por algo mucho más complejo, menos abundante y mucho más difícil de conseguir: había logrado todo eso a fuerza de tesón y talento. A fuerza de "horas-culo", como diría mi maestro. A fuerza de haber escrito una buena cantidad de novelas bajo seudónimo antes de "pegarla" con Carrie. A fuerza de no cejar ante cada cuento rechazado, ante cada cuenta impaga, ante cada obstáculo que esa ladina, la vida, le ponía delante. Para decirlo más claro: Stephen King no es Paulo Coehlo. No es Dan Brown. No es Isabel Allende. No es un mercenario de estos que agarra a algún oscuro personaje medieval, lo disfraza de detective y saca cinco libros al hilo sobre eso. No, señor. Stephen King es un señor escritor. Un escritor de verdad, un tipo que ya en la primera línea uno se da cuenta de que ama escribir, que ama lo que hace y que, definitivamente, no podría hacer otra cosa o caso contrario sería alguien muy infeliz y frustrado, tal vez tan infeliz y frustrado como la pobre Annie Wilkes.
Leí y releí Mientras escribo con gran deleite. Todas mis ideas acerca de lo que es el oficio literario, todas aquellas cosas que yo siempre consideré debían ser las fundamentales, estaban allí, junto con otras muchas más. Por si fuera poco, el libro, en su justa brevedad, hace un repaso por la infancia de King (siempre es bueno saber cómo ha sido la infancia de un escritor... y siempre -o casi siempre- os encontraréis, queridos amigos, con unos precoces lectores cuya voracidad asusta a algunos padres, como a los de Cortázar, y deja indiferentes a otros; pero allí están, sin duda alguna, los adictos en potencia junto con los autores en potencia), cuenta cómo se sucedió el boom Carrie, qué pasó con su vida y su carrera después y hasta se da el lujo de relatar con todo detalle el espantoso accidente que sufrió mientras se hallaba preparando ese libro... Todo eso aderezado con los mejores consejos que encontrarse pueda acerca de lo que es escribir, de lo que significa e implica en la vida de un individuo el decidir dedicarse ciento por ciento a esta bendita bendición del arte. Todo eso, insisto, en apenas 250 páginas, poco más, poco menos.
Mi vocecita irónica susurró: "Bueno, este libro es bueno, sí, pero eso no significa que sus novelas lo sean. Además, ahora ya lo leíste, así que podés quedarte tranquila de que al menos leíste algo de King". Ya ven ustedes que los prejuicios no son nada fáciles de desterrar. El tiempo siguió su curso y después de mis vacaciones de enero (en las que me tomé vacaciones de todo, el taller incluido), volví a la casa de mi maestro, a su taller, a su siempre visible y disponible biblioteca... El primer sábado que me tocaba regresar llegué algo temprano y rápidamente me escurrí al "yerta", donde están no sólo sus libros sino también la biblioteca ambulante del TCYC... Me puse a mirar uno de los estantes y ahí estaba: Carrie, de Stephen King. Las voces prejuiciosas, acaso quizá por los benéficos efectos del mar y de las recientes vacaciones, permanecieron en silencio y me permitieron leer los primeros párrafos de la novela con auténtico solaz... Apenas dos o tres párrafos y ya estaba completamente enganchada, quería más y más... ¿Cómo decía la canción...? ¿El primero te lo regalan, el segundo te lo venden? Bueno, digamos que King hace algo así... primero te engatusa maravillosamente y después ya no se puede salir, o mejor dicho, la única salida posible es seguir leyendo.
Ese sábado, Marcelo tardaba y yo seguía leyendo, ya totalmente inmersa en el sueño de papel. Cuando por fin apareció mi maestro tuve que pedirle prestado el libro porque ya se me había quedado pegado a la mano y sabía que no me iba a soltar hasta que lo terminara. Tres o cuatro viajes en tren bastaron para dar cuenta de él y quedar absolutamente satisfecha y deseosa de más. Así pues el sábado siguiente (es decir, el que pasó), le devolví Carrie y tomé Misery. Y aquí, señoras y señores, ha comenzado mi verdadero calvario o, tal vez sería mejor decir, mi camino hacia la Ascensión.
Misery me produjo por lo menos tres alucinantes efectos colaterales de los que sería bueno que tomaran nota, especialmente aquellos que desean iniciarse en estas lides y aún no se atreven o tienen dudas...
1) insoportables y compulsivas ganas de leer más Stephen King. Hoy, cuando hacía apenas unas pocas horas que había terminado de leer, entre conmocionada, azorada y aliviada a la vez, Misery, le escribí a Marcelo preguntándole qué novela de King me recomendaba leer ahora;
2) inquietantes, ávidas, hermosas y temerarias ganas de ponerme a escribir, lo que sea, cualquier cosa (pero si es una novela mejor), pero no quedarme, de ningún modo, sólo del otro lado del mostrador (aunque no lo haya estado nunca, ya que lectura y escritura en mi caso siempre fueron de la mano). Anoten, queridos lectores: cuando un libro o un texto les produce esto es porque realmente es bueno. Muy bueno. Excelente. Una auténtica obra maestra. Si un texto generó ganas de escribir es porque realmente cumplió con su cometido: nos sacó del mundo y sus horrendas maquinaciones y nos impulsó a seguir fuera de él, habitando en la maravilla del acto creativo;
3) verdadero terror pánico. Y con 'pánico' quiero remitir aquí a la etimología griega del término, emparentado no sólo con el dios Pan sino también con el pathos, con el sufrimiento, el padecer. Porque Paul Sheldon padece. Sufre. Y sufre todavía más cuando se da cuenta de lo siguiente: Annie Wilkes está loca, desde luego. Pero él la necesita para seguir viviendo. No soy capaz de describir lo que sentí cuando yo también me di cuenta de eso. 'Eso' es, justamente, la maestría de un gran escritor, que no consiste solamente en escribir bien o sin faltas de ortografía, como muchos suelen pensar, sino en construir tramas, argumentos, historias donde nada quede librado al azar, donde la tensión que se genere sea la máxima posible (y Misery es una espeluznante muestra de esto!), donde, como quería el bueno de Aristóteles, los hombres puedan purgar el terror y la miseria a través de las obras de arte. Purgar, sacar fuera, expulsar, deshacerse de los propios demonios proyectándolos en los que el arte tiene la facilidad de fabricar para que nosotros no enloquezcamos como sí lo hizo la Wilkes.
Última acotación: la película, que seguramente vieron, es muy buena. No otra que Kathy Bates podría haber sido, desde luego, Annie Wilkes. Pero, a decir verdad, si la película les parece cruenta y exagerada en algunos puntos (como la escena en que Annie le parte los tobillos a Paul apenas estaban empezando a sanar) déjenme decirles que el libro es muchas (pero muchas muchas) veces más cruel y demencial de lo que pálidamente aparece en la pantalla... y eso sí que es verdaderamente terrorífico.
Analía Pinto
Addenda del jueves a las 23:30 hs. (este posteo fue escrito el miércoles por la noche): Quería acotar que lo remarcable de Misery no es sólo el terror terrorífico que experimenta el lector y el increíble manejo del terror psicológico (el más aterrador, en mi opinión) que tiene King, sino la apertura brusca y total de la cocina del escritor. Asistimos, forzados al límite por la situación idem, a todos los trucos del oficio, a sus trampas, a sus jugarretas, a las sequías, a las febriles horas de escritura ininterrumpida, a la visión constantemente literaria de todo cuanto acontece a su alrededor que tiene un escritor, a esos maravillosos rayos de luz que aparecen de pronto y solucionan lo que parecía un problema insoluble... Y además de eso, Paul Sheldon debe escribir no para satisfacer su ego, engrosar su cuenta bancaria o hacerse más famoso: debe escribir para salvar su vida, para salvar, mejor dicho, su pellejo... o lo poco que le va quedando de él. Y si en esas circunstancias terribles, desusadas, increíbles, casi (remarco el casi) inverosímiles él pudo escribir (y no quiero escuchar acá el comentario "ay, pero es un personaje ficticio, inventado, etc.": no existe tal cosa para un adicto a la literatura auténtico) ¿cómo no vamos a poder escribir nosotros, disponiendo de todos los medios habidos y por haber a nuestro alcance? ¿cómo no vamos a corregir, a pulir y a perfeccionar nuestros escritos, cómo vamos a dejar las cosas como están simplemente porque 'ya lo escribí, ya está'? Si hay una lección que sacar de Misery no es la del "riesgo de la fama" como reza la tapa sino la que realmente subyace a todo esto: un escritor no puede parar de escribir nunca. Un escritor no debe parar de escribir nunca. Un escritor escribirá aunque no tenga lápiz ni papel ni ninguna otra cosa a mano. Un escritor es desde que nace y hasta que se muere un escritor.
1 comentario:
Ufff. Marcelo a mí me hizo lo mismo. "Leer a los grandes", "Leer a King".
Y así fue que leí Ojos de fuego, luego leí "Mientras escribo", y me encontré exactamente con lo que describís. En estas vacaiones leí "Misery" ¡Vaya sorpresa al descubrir que la película, es apenas un juego si lo comparamos con el libro!
Es cierto que King es un gran escritor, y como siempre; MArcelo tiene razón.
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