jueves, 12 de febrero de 2009

El Gran Cronopio

Julio Cortázar con Flanelle Hoy se cumplen 25 años de la muerte de Julio Cortázar (1914-1984). Francamente, no creo que pueda decir mucho sobre él. ¿Qué puede decir uno de sus amigos sin caer en la cursilería o el melodrama, esas instancias de las que él mismo no se cansó de burlarse una y otra vez? Porque Cortázar es, para sus lectores, un amigo. Un camarada fiel, un compañero inseparable. Quien compra un libro suyo por primera vez y lo lee, no sabe que automáticamente ha entrado a formar parte de la Gran Cofradía de los Cronopios Universales, cuyas características más fácilmente reconocibles son un notable desapego a lo que el vulgo llama "la realidad", un terrible fanatismo por la música (especialmente el jazz, pero también la música clásica y unos buenos tangos) y un inopinado y recurrente apretar por el medio el tubo del dentrífico, entre otras desgracias semejantes.

Gracias a Dios, hace muchos años ya que soy amiga suya y que él forma parte de mi mundo. Quizá ya todo esté magnificado por el recuerdo y algunas de sus obras estén sobrevaloradas, como leí no hace mucho en uno de los grupos que suelo frecuentar a mi fantasmal (o cronopia) manera, Factor Serpiente. Quizá Rayuela no sea esa novela excelsa que yo sigo creyendo que es, quizá haya otros autores que practiquen el absurdo y la patafísica mejor que él, quizá haya que remontarse a Macedonio Fernández y dejarse de joder, pero nada de eso importa cuando uno vuelve a leerlo y la magia permanece intacta. Es cierto que hace ya bastante que no he vuelto a releer Rayuela. Solía tener por costumbre releerla al menos una vez al año desde que tuve que leerla para la facultad, allá por 1997. Y, como siempre suele sucederme, en cada relectura aparecían cosas que antes no había visto, asistía azorada a las mismas emociones (el planto por Rocamadour, desde luego), me reía con las mismas escenas (la del tablón, la de Berthe Trepat, la de la Heftpistole y muera el perro), volvía a sacudir la cabeza casi en los mismos lugares, pero nunca dejaban de aparecer los nuevos destellos, esos intersticios en los que aún no había reparado aparecían cada vez que el libro se deslizaba en mis manos.

Y lo leí a mi manera y a su manera y siguiendo el tablero de dirección y sin seguirlo y las vistosas estrellitas (sus fraseos se pegan que da calambre, amigo lector) y después leí varios kilos de bibliografía ad hoc y mi primer trabajo para la facultad fue un análisis de un cuento suyo ("Las puertas del cielo") y él me siguió acompañando siempre. Cuando hacíamos el boletín, con mis amigos Estela Gomez Czornomaz y Cristian Vaccarini (quien, hoy, me recordó qué fecha era y me dio la idea para este posteo), Cortázar fue un abonado permanente en casi todas las secciones, especialmente en aquella que llamábamos "Kermesse" en la que, en consonancia con dicha denominación, publicábamos textos breves y festivos, como el que quiero compartir hoy con uds.

Insisto: podría hablar de Rayuela, de "Casa tomada", de "La noche boca arriba", de "Continuidad de los parques", de "La autopista al sur", del autoexilio en Francia desde 1951, de las protestas de niño bien porque los altoparlantes peronistas no le dejaban escuchar los conciertos de Alban Berg, del Club de la Serpiente, de Marcelo Hardoy, de La Maga, de París (y de los conejitos), de la lluvia, del Pont des Arts, de Berthe Trépat, de Talita, de Traveler, de Oliveira, de los cronopios, de querido/estimado Frumento, de "Las ménades", de "Nada a Pehuajó", del fracaso del Libro de Manuel, de La vuelta al día en ochenta mundos, de Salvo el crepúsculo, de "Reunión", de los viajes a Cuba, del compromiso, de las traducciones de Poe, de Bruselas, de Banfield, de Cortázar con y sin barba, de Aurora Bernárdez, Caroline Dunlop y tantas más (entre las que sin duda me hubiera gustado figurar), de Flanelle, de Adorno, y todavía de muchísimas cosas más, podría hablar de todos los lugares comunes que suelen convocarse a la hora de hablar de Cortázar, pero hoy prefiero que no hable nadie (y esto ya se extendió demasiado, ya se fue al carajo, digamos, pero bueno, sigo, en el cortazariano espíritu que me invade, sigo) y que un solo texto diga todo lo que yo quisiera decir y transmitir sobre el gran cronopio. No es una de las zonas más visitadas de su vasta producción, por eso creo que se justifica publicarla aquí. Y también porque me sigue produciendo carcajadas tan maravillosas, lúbricas y desordenadas que es imposible guardármelas para mí misma. Si alguien no se ríe con el texto que sigue, que, en mi opinión, resume espectacularmente bien el mundo cortazariano (sobre todo en lo que se refiere a los bordes, los límites de lo real), debe ser un extraterrestre o alguien que, como suele suceder, no entendió nada.

 

LUCAS, SU ARTE NUEVO DE PRONUNCIAR CONFERENCIAS

—Señoras, señoritas, etc. Es para mí un honor, etc. En este recinto ilustrado por, etc. No puedo entrar en materia sin que, etc.

Quisiera, ante todo, precisar con la mayor exactitud posible el sentido y el alcance del tema. Algo de temerario hay en toda referencia al porvenir cuando la mera noción del presente se presenta como incierta y fluctuante, cuando el continuo espacio-tiempo en el que somos los fenómenos de un instante que se vuelve a la nada en el acto mismo de concebirlo es más una hipótesis de trabajo que una certidumbre corroborable. Pero sin caer en un regresionalismo que vuelve dudosas las más elementales operaciones del espíritu, esforcémonos por admitir la realidad de un presente e incluso de una historia que nos sitúa colectivamente en las suficientes garantías como para proyectar sus elementos estables y sobre todo sus factores dinámicos con miras a una visión del porvenir de Honduras en el concierto de las democracias latinoamericanas. En el inmenso escenario continental (gesto de la mano abarcando toda la sala) un pequeño país como Honduras (gesto de la mano abarcando la superficie de la mesa) representa tan sólo una de las téselas multicolores que componen el gran mosaico. Ese fragmento (palpando con más atención la mesa y mirándola con la expresión del que ve una cosa por primera vez) es extrañamente concreto y evasivo al mismo tiempo, como todas las expresiones de la materia. ¿Qué es esto que toco? Madera, desde luego, y en su conjunto un objeto voluminoso que se sitúa entre ustedes y yo, algo que de alguna manera nos separa con su seco y maldito tajo de caoba. ¡Una mesa! ¿Pero qué es esto? Se siente claramente que aquí abajo, entre estas cuatro patas, hay una zona hostil y aun más insidiosa que las partes sólidas; un paralelepípedo de aire, como un acuario de transparentes medusas que conspiran contra nosotros, mientras que aquí encima (pasa la mano como para convencerse) todo sigue plano y resbaloso y absolutamente espía japonés. ¿Cómo nos entenderemos, separados por tantos obstáculos? Si esa señora semidormida que se parece extraordinariamente a un topo indigestado quisiera meterse debajo de la mesa y explicarnos el resultado de sus exploraciones, quizás podríamos anular la barrera que me obliga a dirigirme a ustedes como si me estuviera alejando del muelle de Southampton a bordo del Queen Mary, navío en el que siempre tuve la esperanza de viajar, y con un pañuelo empapado en lágrimas y lavanda Yardley agitara el único mensaje todavía posible hacia las plateas lúgubremente amontonadas en el muelle. Hiato aborrecible entre todos, ¿por qué la comisión directiva ha interpuesto aquí esta mesa semejante a un obsceno cachalote? Es inútil, señor, que se ofrezca a retirarla, porque un problema no resuelto vuelve por la vía del inconsciente como tan bien lo ha demostrado Marie Bonaparte en su análisis del caso de madame Lefèvre, asesina de su nuera a bordo de un automóvil. Agradezco su buena voluntad y sus músculos proclives a la acción, pero me parece imprescindible que nos adentremos en la naturaleza de este dromedario indescriptible, y no veo otra solución que la de abocarnos cuerpo a cuerpo, ustedes de su lado y yo del mío, a esta censura lígnea que retuerce lentamente su abominable cenotafio. ¡Fuera, objeto oscurantista! No se va, es evidente. ¡Un hacha, un hacha! No se asusta en lo más mínimo, tiene el agitado aire de inmovilidad de las peores maquinaciones del negativismo que se inserta solapado en las fábricas de la imaginación para no dejarla remontar sin un lastre de mortalidad hacia las nubes, que serían su verdadera patria si la gravedad, esa mesa omnímoda y ubicua, no pesara tanto en los chalecos de todos ustedes, en la hebilla de mi cinturón y hasta en las pestañas de esa preciosura que desde la quinta fila no ha hecho otra cosa que suplicarme silenciosamente que la introduzca sin tardar en Honduras. Advierto signos de impaciencia, los ujieres están furiosos, habrá renuncias en la comisión directiva, preveo desde ahora una disminución del presupuesto para actos culturales; entramos en la entropía, la palabra es como una golondrina cayendo en una sopera de tapioca, ya nadie sabe lo que pasa y eso es precisamente lo que pretende esta mesa hija de puta, quedarse sola en una sala vacía mientras todos lloramos o nos deshacemos a puñetazos en las escaleras de salida. ¿Irás a triunfar, basilisco repugnante? Que nadie finja ignorar esta presencia que tiñe de irrealidad toda comunicación, toda semántica. Mírenla clavada entre nosotros, entre nosotros a cada lado de esta horrenda muralla con el aire que reina en un asilo de idiotas cuando un director progresista pretende dar a conocer la música de Stockhausen. Ah, nos creíamos libres, en alguna parte la presidenta del ateneo tenía preparado un ramo de rosas que me hubiera entregado la hija menor del secretario mientras ustedes restablecían con aplausos fragorosos la congelada circulación de sus traseros. Pero nada de eso pasará por culpa de esta concreción abominable que ignorábamos, que veíamos al entrar como algo tan obvio hasta que un roce ocasional de mi mano la reveló bruscamente en su agresiva hostilidad agazapada. ¿Cómo pudimos imaginar una libertad inexistente, sentarnos aquí cuando nada era concebible, nada era posible si antes no nos librábamos de esta mesa? ¡Molécula viscosa de un gigantesco enigma, aglutinante testigo de las peores servidumbres! La sola idea de Honduras suena como un globo reventado en el apogeo de una fiesta infantil. ¿Quién puede ya concebir a Honduras, es que esa palabra tiene algún sentido mientras estemos a cada lado de este río de fuego negro? ¡Y yo iba a pronunciar una conferencia! ¡Y ustedes se disponían a escucharla! No, es demasiado, tengamos al menos el valor de despertar o por lo menos de admitir que queremos despertar y que lo único que puede salvarnos es el casi insoportable valor de pasar la mano sobre esta indiferente obscenidad geométrica, mientras decimos todos juntos: Mide un metro veinte de ancho y dos cuarenta de largo más o menos, es de roble macizo, o de caoba, o de pino barnizado. ¿Pero acabaremos alguna vez, sabremos lo que es esto? No lo creo, será inútil. Aquí, por ejemplo, algo que parece un nudo de la madera… ¿Usted cree, señora, que es un nudo de la madera? Y aquí, lo que llamábamos pata, ¿qué significa esta precipitación en ángulo recto, este vómito fosilizado hacia el piso? Y el piso, esa seguridad de nuestros pasos, ¿qué esconde debajo del parqué lustrado?

(En general la conferencia termina —la terminan— mucho antes, y la mesa se queda sola en la sala vacía. Nadie, claro, la verá levantar una pata como hacen siempre las mesas cuando se quedan solas.)

Un tal Lucas.

Analía Pinto

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