jueves, 27 de noviembre de 2008

El loco Asís

Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico - Jorge Asís De las setecientas y pico de reseñas que realicé para el Diccionario de Autores Argentinos patrocinado por Petrobrás (que al comienzo iban a ser "sólo" cincuenta), la de Jorge Asís fue la primera que hice. Días atrás, en una charla casual con un compañero de trabajo, nombramos a Asís y cuando me puse a pensar qué escribir este jueves, se hizo la luz y me dije que incluir a Asís aquí es también un acto de justicia. Y ahora explicaré por qué lo considero así.

La calle de los caballos muertos - Jorge Asís De Asís se pueden decir (y de hecho se dicen) muchas cosas. Su trayectoria política, por así llamar a su paso fugaz por el gobierno de Carlos Saúl (no soy muy supersticiosa, pero por las dudas no voy a poner su apellido aquí, ya todos saben quién es) y a su fallida candidatura a vicepresidente en el 99, han opacado, además de otras circunstancias -como la de haber sido un best-seller en plena dictadura-, todo lo que se pueda decir de él como escritor, que es lo único realmente importante (al menos para mí). Convertido desde hace unos años, en una suerte de opinólogo-agitador mediático-analista político intuitivo-intelectual presuntamente comprometido con su realidad al estilo sesentista, o meramente un tipo al que llaman tanto Majul como Grondona como Chiche Gelblung para que despotrique contra los K y su cohorte de vieja política disfrazada de nueva idem, nos seguimos olvidando que detrás de todo eso hay un escritor de puta madre. Un narrador de pura cepa. Un tipo que cuando agarra un lápiz y un papel sabe lo que hace. Un burlador, un ironista, un escuchador finísimo, un cogedor auténtico, todo eso hay en los libros que he leído hasta el momento de Asís.

Y todo comenzó después de ver, hace ya algunos años, la versión fílmica de su archifamosa novela Flores robadas en los jardines de Quilmes y, como la peli me había gustado tanto, querer leer inmediatamente el libro. Mi compañero co-editor de La Granda Milito me lo prestó y quedé rendida y deslumbrada ante una novela ríquisima, groseramente reducida a la nada para ser llevada al cine, y para colmo con un casting bastante errado para mi gusto, puesto que Carmen-Samantha nunca podría haber sido Soledad Silveyra y Rodolfo Zalim, turco hasta decir basta, nunca podría haber sido Víctor Laplace (a pesar de lo fuerte que estaba en esa época y de sus camaleónicas transformaciones en otros héroes históricos o literarios, como Quiroga o el propio Perón). Pero no es mi intención hablarles hoy de ese libro, sino de otras dos novelas, igualmente vinculadas a Zalim.

Porque Asís, en la mejor tradición balzaciana, no sólo despliega diferentes aspectos de la vida de un mismo personaje en diferentes novelas, sino que también lo transforma en protagonista en unas y en mero testigo en otras, como es el caso de las dos que deseo comentar: en Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico (1972), asistimos a la adolescencia de Rodolfo Zalim, notoria y claramente su alter ego. Zalimchico, como le dicen, pues Zalim grande es Don Abdel, es un muchacho de ascendencia siria, nacido en Villa Domínico, con un padre abogado metido en todas las rosquetas posibles, incluso en la política y en otras actividades non sanctas, que ve cómo su familia se cae a pedazos cuando las infidelidades de su padre provocan el cisma y la separación.

Pasados los años, Rodolfo hará de todo un poco para terminar en el periodismo (momento en el que narra Flores robadas en los jardines... y recuerda su primer gran amor con la flaca Carmen-Samantha, una maestra de Quilmes que quería ser actriz), pero antes de aterrizar allí irá, entre otras cosas, a vender retratos casa por casa y se meterá en los lugares más inverosímiles del Conurbano bonaerense (esta parte de su vida aparece retratada en la novela Carne picada). Allí, en una de esas ocasiones, en una tarde en la que lo agarrará la lluvia, se quedará a charlar con el Sandro, quien es el narrador de La calle de los caballos muertos (1982) y aquí Zalim será sólo el oyente, el espectador, el testigo de cómo un muchacho venido del Tucumán intenta abrirse paso en la jungla porteña y cómo termina siendo colectivero, previo -e infausto- paso por la barra brava de Boca, cuando las barras bravas eran barras y eran bravas de verdad.

Si algo distingue la pluma de Asís es su desfachatez, su frescura, su manera completamente locuaz, vertiginosa y desprejuiciada de narrar, su ritmo siempre ágil, su oído para capturar hasta los matices más delicados de las inflexiones del habla de todas las clases sociales, sus imágenes vívidas, su pericia para mostrar escenas de sexo o de alto contenido erótico sin caer ni en la pornografía hardcore ni en la melosidad pegajosa que algunos suponen es la literatura erótica, su bombardeo feliz a los sentidos del lector... En suma, todo lo que un gran narrador debe poseer si quiere ser leído con entusiasmo, si quiere que sus personajes estén vivos delante de los ojos del lector. En este sentido, Asís nunca me ha defraudado, y estas dos novelas son un ejemplo cabal de lo que digo. Y en Don Abdel, hasta se da el lujo de jugar con los títulos de los capítulos de modo tal que si uno los lee en el índice se encuentra con una suerte de sinopsis juguetona y picaresca de todo lo que sucede en la novela. Vaya el título de este capítulo como muestra del tono jocundo que se contrapone, en muchas ocasiones, al tono amargo e irónico que adopta "el autor" dentro del texto de la novela:

"PRESENCIARÁN UN CUESTIONAMIENTO DE ZALIMCHICO. A LO MEJOR PARA DEMOSTRAR QUE SABE CUESTIONARSE. PUES, EN UN SÍNCOPE DE PUREZA, DE IMPOTENCIA, DE AUTOCRÍTICA, O DE PURO Y GASTADO FRASERÍO. EL AUTOR ACONSEJA IMPRESIONARSE, DECIRLE A VUESTRAS RELACIONES -CHE, PERO FIJATE ZALIMCHICO, ES UN ESCRITOR QUE. NADA MÁS. ES SUFICIENTE. DESDE YA, GRACIAS POR VUESTRA MANIFIESTA DISPOSICIÓN A IMPRESIONARSE. EN CASO CONTRARIO, EL AUTOR, EN UN RAPTO CORTAZARIANO, SUGIERE HEROICAMENTE SALTEAR EL CAPÍTULO. SABRÁN PERDONAR"

y desde luego la frase que empieza en "sabrán perdonar..." sigue en el título del capítulo siguiente (y así el resto). No sé por qué tengo la impresión de que Asís ya no se toma estos riesgos ni se da estos lujos, pero no podría afirmarlo, puesto que no he leído sus últimas novelas, como Cuaderno del acostado (donde nos encontramos a Rodolfo Zalim desempleado) o Del Flore a Montparnasse. Ojalá haya seguido dándose estos gustos que los escritores se dan cuando no son conocidos, cuando el best-sellerismo y la celebridad aún no han tocado a sus puertas.

Una de las escenas más recordadas de esta novela es la desvirgación de Zalimchico por parte de Julia, la nueva secretaria de su padre, al parecer contratada ex profeso para dicha ocasión. Copiaría el fragmento entero pero es demasiado largo, por lo que me contentaré con transcribir esto, que creo es también una buena muestra de todo lo dicho anteriormente sobre la pluma de Asís:

"Me acuerdo que pensaba en tus pasos, y tenía miedo, miedo de que me aceptaras, de que me permitieras besarte, tocarte, miedo de que viniera eso que sabía de sobra que tenía que venir alguna vez y me torturaba. Me torturaba más al imaginar que podría no llegar nunca ese día, porque teóricamente sabía de sexo hasta la admiración de los pibes de mi barrio, cuentos, poses, salto del tigre, hasta a mi padre creí haberlo engañado con mi experiencia. Hasta a vos, Julia, también a vos te había relatado varias de mis anécdotas inventadas, en que este Rodolfo era el inevitable muchachito bueno, macho, comprensivo, sobre todo cruel, y también vos, mierda, vos tuviste la deferencia de creerme y considerarme, pero nunca, Julia, nunca y lo comprobaste después. Ahora quiero confesarte que rezaba, ateo y todo como me suponés, como me creo, recé a Dios sin oraciones, pidiéndole fuerzas para animarme a vos, no para debutar con una mina, entendeme, para animarme a vos, Julia, y ya había soñado como un intacto imbécil con tu separación, vos conmigo y con tu nena, lo recuerdo ahora y no me da risa, más bien un poco de bronca por haber perdido la inocencia, hoy, con veinticinco años y con veleidades de escritor, yo rezándole en silencio a Dios, y sabés por qué en silencio, porque me daba vergüenza que me sintiese mi viejo y me cargara, imaginate, y cuando no estaba me encerraba en el cuarto; arrodillándome junto al ventanal, pidiéndole suerte con vos."

La razón principal por la que quiero hablarles brevemente de la otra novela, de La calle de los caballos muertos, es, más allá de lo bien escrita que está (ya que no es Zalim el narrador sino meramente el destinatario de lo que el Sandro le va contando en esa tarde lluviosa, y el Sandro no es, precisamente, un escritor), de lo bien llevada que está, de lo bien que se retrata, sin caer en la nota sociológica cruda ni en el realismo socialista soviético, la vida en una villa, la vida como integrante de una barra brava, con sus odios, sus amores, sus códigos y sus traiciones, es, decía, porque ha inmortalizado literariamente a mi barrio. En efecto, la calle de los caballos muertos no es cualquier calle, sino que está a apenas dos cuadras de mi casa y así la vieron los ojos de Asís, así la pueden ver también los lectores, aunque nunca la hayan visto en su vida (el fragmento es largo -y es también el más poético y atípico de la novela- pero creo que vale la pena y oficiará, además, de perfecto broche de oro para este posteo: yo, que detesto mi barrio, me emociono al verlo así retratado aunque no salga muy bien parado):

"A Montevideo, la Calle de los Caballos Muertos, se la llama así por motivos estrictamente obvios. Ocurre que a menudo, debajo del puente que divide el barrio Santa María, del Villa Iapi aparecen cadáveres de caballos.

Montevideo viene de más allá del Camino General Belgrano, hay quienes dicen que desde Monte Chingolo. Y en su peregrinar sociológico, atraviesa villas fiscales, barrios levemente superiores, en una estratificada combinación de ranchos, chalets, casas viejas. Hasta llegar a la estación ferroviaria de Bernal, donde, por supuesto, no parece la misma. Las calles, como la gente, cambian; de compasión al principio, Montevideo pasa a despertar admiración, después de todo es simple.

Desde la estación de Bernal, por ejemplo, cualquier Juan del Sur puede tomarse un tren y bajar en la paterna Constitución. Desde aquí, en subte, Juan del Sur puede irse hasta Retiro, desde donde puede caminar hasta una dársena y, si quiere, arrojarse al río roñoso; o subirse a cualquier barco y alcanzar el mar, del mar al océano y tal vez arrojarse de noche, hasta el fondo, si existe. O puede seguir y desembarcar solamente en rincones desconocidos, asombrosos; o en cualquier lugar más o menos semejante, en definitiva, a Bernal.

Tal vez, los caballos que concurren puntualmente a morir debajo del puentecito, pretenden llegar, a través del arroyo, al mar, al océano. Y reencarnarse a lo mejor en mitológicos caballos marinos, multiplicarse o diseminarse. Vaya uno a saber.

Es cosa sabida por todos los pobladores que el arroyo que pasa por debajo del puente conduce locamente hacia el océano; siempre lo dijo Zacarías, que navegó hasta Lisboa y sabe. Viene desde nadie sabe dónde; su peregrinar no es sociológico pero sí rengo: el arroyo atraviesa La Cañada intacta, cruza Zapiola dividiendo a su vez un infame rancherío de Bernal, encuentra Montevideo dividiendo entonces el Villa Iapi de la Santa María, prosigue por turbios parajes de Villa Gonnet hasta llegar a Wilde, y muy pronto a Villa Domínico, sitio declarado histórico, donde el arroyo se reparte en dos bracetes flacos que, independientes, se dirigen hacia el río. Un bracete prefiere tomar por Sarandí, el otro se empecina por Villa Domínico, para juntarse y amigarse en el río, después de haber sorteado estrechos y fascinantes corredores bordeados de ranchos despreciables.

Del Río de la Plata al mar dicen que hay un pasito. Después hacia el océano y hacia las fosforescentes ciudades parecidas, en el fondo, a Bernal.

De manera que los vecinos de Villa Iapi, Santa María, la Cañada, miran la porción que les corresponde del arroyo y se alegran. Se sienten optimistas porque consideran que, a pesar de todo, el mundo los tiene en cuenta. Esta presunción es motivo de grandes orgullos, de memorables festejos referidos al mar que jamás cruzarán, pero que tienen ahí, a un pasito, apenas dejándose arrastrar por la corriente que no existe, de ese arroyo frecuentemente embarrado, transitado por roedores y bichos terribles, desconocidos.

A la altura de Villa Iapi, precisamente por la Calle de los Caballos Muertos, ese arroyo sin nombre tiene un trayecto de escaso cauce. Y para colmo de agua oscura, agua en oportunidades muerta. Sin embargo a veces contiene agua de sobra, abundancia debida, en primer lugar, a la lluvia, a la colaboración de los vientos, y de ninguna manera a maldiciones de Dios, como afirma Insfrán, el paraguayo, y varias señoras santurronas de por ahí. Por lo general se culpa ostensiblemente a Dios cuando el arroyo desborda sin contemplaciones, y los pobladores entonces deben escaparse hacia algún socorrido colegio, enclavado en una zona superior, con pavimento y alta, con las eventuales pérdidas y posteriores enfermedades, debidas sobre todo a las ratas, y no a los pecados irreparables que Dios castiga. Fiesta impune la que realizan las ratas, en los interiores de todos los ranchos, ya sean vivas o bobas, corriendo por los techos o flotando, con la boca abierta, abominablemente, por el agua opaca."

Analía Pinto

viernes, 14 de noviembre de 2008

Arlt, el poeta alucinado

Roberto Arlt4 Debo la idea original de este posteo a mi maestro de taller literario, el escritor Marcelo di Marco. Sin embargo, como siempre me suele suceder, al momento de venir y sentarme aquí a redactar mi porción de felicidad escrita de cada jueves, las cosas toman un giro inesperado.

En la pasada clase de taller del sábado, no recuerdo a cuento de qué hablamos de Roberto Arlt. Yo mencioné sus alucinantes aguafuertes porteñas, esos textos, mejor dicho, esa columna diaria que publicó primero en el diario Crítica y luego en El Mundo (duplicando y hasta cuadriplicando la tirada de ambos diarios gracias a los miles de seguidores que tenía su pluma), en un formato muy parecido, o por lo menos con el mismo "principio activo" que los actuales blogs, a punto tal que hasta recibía sugerencias de los lectores acerca de sobre qué debía escribir... Entonces Marcelo apuntó: "podrías escribir algo de eso en tu blog".

Ni lerda ni perezosa, pensaba hablarles de una de mis aguafuertes favoritas (tengo muchas, pero "El idioma de los argentinos" resume el espíritu literario arltiano de un modo supremo) y también de uno de sus cuentos más recordados ("Escritor fracasado"), pero el caso es que he decidido hacer otra cosa completamente distinta, si bien siempre alrededor de Arlt. Tengo para mí que Arlt no sólo fue un periodista de raza, un escritor de puta madre y un personaje digno de la admiración más profunda, sino que también fue un gran poeta.

Y, sí, es cierto: no escribió un solo verso. O si los escribió no han llegado hasta nosotros. No importa. No es la métrica o la disposición tipográfica lo que definen que un texto sea poético. Es la actitud frente al lenguaje la que determina eso. Y la actitud de Arlt fue siempre la de un poeta, la de alguien dispuesto a sacarle a las palabras (¡de un idioma que ni siquiera era el suyo propio!) el máximo brillo posible, el más aquilatado sabor, el destilado, para usar una palabra cara a su estética, más exquisito posible de su fugaz sustancia. Y hoy voy a demostrarlo.

Pero antes quisiera hacer un pequeño rodeo. Me he cansado de escuchar y de leer que Roberto Arlt "escribía mal", "tenía faltas de ortografía" y muchas otras sandeces por el estilo que los escritores ñoños esgrimen como espadas flamígeras para ocultar sus propios fallos y sus tamañas faltas no sólo de ortografía sino del más esencial decoro literario. "Total, como Arlt, que es venerado por la crítica y fue un éxito de público en su época, escribía mal, yo puedo hacerlo peor y decir, como el escritor fracasado de su cuento, que soy un genio incomprendido". Pero Arlt no escribía mal: escribía a su manera, que es algo muy distinto. Y escribía del modo en que lo hacía como resultado de su peculiar educación (sólo fue hasta tercer grado de la primaria), de su más peculiar aún conformación familiar (su madre le hablaba en italiano mientras que su padre, con quien no se llevaba precisamente bien, lo hacía en alemán) y más todavía de sus gloriosamente desordenadas, glotonas, voraces y maratónicas lecturas (como deben ser las lecturas de cualquier escritor, si vamos al caso). Arlt fue un verdadero autodidacta. Y ni siquiera tenía faltas de ortografía, ya que trabajaba y escribía para uno de los diarios más leídos y vendidos por aquel entonces (años 30) en Buenos Aires. Lo que leemos ahora, aquí en Internet y también fuera de ella, sí que está plagado de faltas de ortografía, de dislates gramaticales y de ominosos disparates semánticos (ver aquí).

Dicho esto, quiero traer a colación unas palabras de su primer biográfo, el escritor y crítico Raúl Larra, quien no sólo escribió la primera biografía "oficial" de Arlt (Roberto Arlt, el torturado) sino que se abocó a la tarea de editar su obra completa cuando, muy pocos años después de su muerte, ya nadie se acordaba prácticamente de él. Dice Larra en el prólogo a la primera edición de su biografía: "Pienso, además, que queda mucho por decir. En el aspecto estricto de la crítica literaria, en el análisis del lenguaje, de sus aportes al idioma argentino. ¡Qué hermosa tarea para un estudiante de Filosofía y Letras la de fichar el léxico de Arlt!. ¡La riqueza que descubriría!".

Nada más cierto. Es más, me atrevería a decir que el léxico de Arlt es aún más profuso y descomunal que el de Borges. Y creo que lo que haré a continuación dará una viva muestra de ello, ya que si Larra proponía como una hermosa tarea la de fichar sólo su léxico, yo me he propuesto hoy, como una tarea más hermosa aún, la de anotar y compartir con uds. algunas de las imágenes poéticas que, casi al desgaire, como quien no quiere la cosa, Arlt va dejando caer en medio de su narrativa, como pinceladas auténticamente expresionistas, como fugaces y demenciales apariciones, como trozos desgarrados de un lienzo que se van encontrando aquí y allá y que denotan, sin lugar a dudas, la profunda preocupación por comunicar, sacar a la luz, exponer, con crueldad pero también con infinita belleza, algo de ese riquísimo mundo interior que estuvo entre nosotros sólo (¡tan sólo!) cuarenta y dos años.

Los dejo entonces, con un cross de derecha de poesía pura tras otro, con la humilde prepotencia del que ha entrevisto la divinidad y vuelve para contarlo, con la alucinada ciencia del que ha tocado la belleza del mundo y no puede, desde ningún punto de vista, guárdarselo para sí. Lean, disfruten y después me cuentan.

De la novela El juguete rabioso (1926):

"A momentos la súbita claridad de un rayo descubría un lejano cielo violeta desnivelado de campanarios y techados. El alto muro alquitranado recortaba siniestramente, con su catadura carcelaria, lienzos de horizonte."

"Tras los vidrios de la ventana que daba a la calle, frente a la balconada, veíase el achocolatado cartel de hierro de una tienda. La llovizna resbalaba lentamente por la convexidad barnizada. Allá lejos, una chimenea entre dos tanques arrojaba grandes lienzos de humo al espacio pespunteado por agujas de agua."

"En una llanura de asfalto, manchas de aceite violeta brillaban tristemente bajo un cielo de buriel. En el zenit otro pedazo de altura era de un azul purísimo. Dispersos sin orden, se elevaban por todas partes cubos de portland."

"Grandes manchas de oro tapizaban el horizonte, del que surgían en penachos de estaño, nubes tormentosas, circundadas de atorbellinados velos color naranja."

Del cuento "La luna roja":

"El edificio de cemento se llenó de zumbidos. No de voces humanas, que nadie se atrevía a hablar, sino de roces, tableteos, suspiros. De vez en cuando alguien encendía un fósforo, y por el caracol de las escaleras, en distintas alturas del muro, se movían las siluetas de espaldas encorvadas y enormes cabezas caídas, mientras que en los ángulos de pared las sombras se descomponían en saltantes triángulos irregulares."

"Los planos perpendiculares de las fachadas reticulaban de callejones escarlatas el cielo de brea. En las murallas escalonadas, la atmósfera enrojecida se asentaba como una neblina de sangre. Parecía que debía verse aparecer sobre la terraza más alta un terrible dios de hierro con el vientre troquelado de llamas y las mejillas abultadas de gula carnicera."

"De la luna, fijada en un cielo más negro que la brea, se desprendía una sangrienta y pastosa emanación de matadero."

"La multitud en realidad no caminaba, sino que avanzaba por reflujos, arrastrando los pies, soportándose los unos en los otros, muchos adormecidos e hipnotizados por la luz roja que, cabrilleando de hombro en hombro, hacía más profundos y sorprendentes los tenebrosos cuévanos de los ojos y roídos perfiles."

Del cuento "El traje del fantasma":

"(...) allí los diques rebalsaban de fango y agua podrida. Carcomidas por el óxido, las grúas enrojecían bajo un cielo de azul lejía. Una chata de hierro encallada en el légamo se había convertido en un vivero de ratas atroces."

"(...) a veces abría los ojos y el sol estaba bajo y resplandecía como un carro de oro atascado en una llanura vinosa y otras, en cambio, rojizo como un disco de cobre, entre nubarrones violetas, aparecía furtivo ante mis ojos que volvían a cerrarse."

"(...) sumamente lerdo de ideas, se limitó a mostrar la media luna de sus dientes entre las negras bananas de sus labios."

"Claras estrellas fustigaban de luz remota las cóncavas distancias, de manera que aunque yo sabía que era de noche, el paraje aparecía envuelto en claridad celeste."

"La primavera surgía de mi instrumento. Cada nota de vidrio, de hierro, de cobre o de plata, batía un orgasmo en flor, una abertura de ramajes morenos en lo azul de nácar del espacio, una curvatura de vergeles verdes."

"(...) las flores blancas extendían sus pétalos en tal extensión que me parecía caminar en una llanura de mariposas dormidas."

"Una lívida claridad de crepúsculo verdoso penetraba el espacio como la luz irreal de una decoración de teatro."

Del cuento "Noche terrible":

"Distancia encajonada por las altas fachadas entre las que parece flotar una neblina de carbón. A lo largo de las cornisas, verticalmente con las molduras, contramarcos fosforescentes, perpendiculares azules, horizontales amarillas, oblicuas moradas. Incandescencias de gases de aire líquido y corrientes de alta frecuencia. Tranvías amarillos que rechinan en las curvas sin lubricar. Ómnibus verdes trepidan sordamente lienzos de afirmados y cimientos. Por encima de las terrazas plafón de cielo sucio, borroso, a lo lejos rectángulos anaranjados en fondos de tinieblas. La luna muestra su borde de plato amarillo, cortado por cables de corriente eléctrica."

"Un foco ilumina con ramalazo de aluminio las tres cuartas partes de su rostro, y el vértice de su córnea brilla más que el de un actor de cine."

"Ricardo Stepens no olvidará jamás esta noche, decorada en la altura por contramarcos de gases fosforescentes y locomotoras de lámparas eléctricas que ponen agujeros negros o soles violetas entre las constelaciones rosas de otros letreros luminosos que antorchan permanentemente las crestas de la ciudad capitalista con sus estructuras de castillos de hadas."

De más está decir que su novela Los siete locos (1929) y su continuación, Los lanzallamas (1931), está repleta de imágenes tan o más poéticas que las que cité aquí, así como el resto de sus cuentos y su obra en general. Pero como considero que lo expuesto supra es más que suficiente como para abrir el apetito de los comensales, cierro esta nota con estas palabras de Larra: "[Arlt] era un creador extraordinario que amaba los contrastes violentos, las sorpresas inesperadas y las situaciones más contradictorias."

Analía Pinto

jueves, 6 de noviembre de 2008

Una Señora narradora

No te duermas, no me dejes - Marta Lynch Hoy ya nadie la recuerda. Pero en las decádas del 70 y del 80 Marta Lynch era una de las escritoras argentinas más taquilleras. Y digo bien, "taquilleras", porque se manejaba con los mismos aires que una estrella del cine o de la tele. Sin embargo, era una señora narradora.

A diferencia de la también vendedora Silvina Bullrich, Lynch, por más que muchos de sus personajes fueran frívolos y decadentes, sabía muy bien cómo contar historias. Bullrich, por mucho que le pese a algún trasnochado admirador, no.

Si por algo hay que recordarla, además de por su innata e indiscutible habilidad para narrar historias, es por dos personajes de sus novelas más famosas: Beatriz Maggi de Ordóñez o La señora Ordóñez, novela de 1967, y la Colorada Villanueva, protagonista de la novela La penúltima versión de la Colorada Villanueva (1979). Cada uno de estos personajes, cada una de estas mujeres encarnó vivamente un prototipo, un estereotipo y hasta un ideal de mujer como muy pocos personajes pudieron lograrlo en nuestra literatura.

La señora Ordóñez (la novela, pero más el personaje) tuvo tal impacto en mí que alguna vez escribí, para el boletín literario que supe hacer con dos amigos allá lejos y hace tiempo, una especie de relato o resumen de su vida basado en los datos mismos de la novela. No fui la única cautivada por ella: en los años 80, precisamente, el libro fue llevado a la televisión, de la mano de María Herminia Avellaneda y con Luisina Brando en el rol de la señora Ordóñez (desafortunada elección, al menos en lo que a physic du rol se refiere en mi opinión; siempre la imaginé más morocha, más criolla, menos lánguida, más firme).

Sin embargo, hoy quiero comentar algunos aspectos del último libro de Marta Lía Frigerio de Lynch, tal su nombre completo: No te duermas, no me dejes (1985) es un tomo de cuentos que se publicó poco antes de que Lynch, agobiada por el ignominioso paso de los años y por lo que éste hacía con su belleza, se suicidara. Sí, era tan frívola y superficial como para estar obsesionada por la juventud (pobre, no hubiera podido resistir vivir en esta época, imagino) y hasta para matarse al ver cómo la senectud avanzaba, sin que ni siquiera las cirugías plásticas pudieran ponerle coto (quizá tendría que haber ido a operarse con quien opera -¿cuántas veces por año?- a la otra Señora, a Mirtha Legrand). Fue, en ese sentido, una pionera.

La decrepitud, la enfermedad, el temor a la muerte, la obsesión con el paso del tiempo son los ejes por los que se mueve, mayormente, su estro narrativo. Pero hay otros tópicos también: el amor y de su mano cruel, caliente y firme el sexo; la soledad intrínseca del ser humano y también la política argentina (vale la pena mencionar aquí que la propia Lynch tuvo un derrotero o zigzagueo político por lo menos interesante: como escribí en la versión original -no en la que finalmente salió publicada- de su reseña biográfica para el Diccionario de Autores Argentinos, "fue frondicista, viajó a Cuba, simpatizó con los montoneros, ocupó un asiento en el charter que trajo al general Perón en 1972, frecuentó al ex-almirante y represor Emilio Massera, y luego fue alfonsinista").

Todos estos tópicos aparecen también en No te duermas, no me dejes. "Desde el mirador" es quizá uno de los más logrados. Un hombre vive en el famoso edificio porteño Cavanagh y desde el mirador de su departamento en el piso 17 se pasa los días observando a las personas que van y vienen por la plaza San Martín. Teje y desteje imaginarias historias entre aquellos a quienes ve asiduamente, a punto tal que decide intervenir, de modo trágico e irreversible, en el final. Existencias como la de ese personaje solitario y retraído suelen abundar en la narrativa de Lynch, cuya antena para las desgracias ajenas parecía estar perfectamente sintonizada para capturar siempre los matices más insospechados y despiadados. "Mano cruel", por ejemplo, narra la corta existencia de un niño mendigo en una barrera del norte de la ciudad. Con el mismo desangelamiento con el que transcurre esa existencia obstinada, Lynch relata sucintamente su horrible muerte.

"Juegos en el parque", por su parte, no sólo narra los últimos momentos de Rosie, una mujer mayor, sino que es una perfecta demostración empírica de la teoría de las "dos historias" que siempre narra un cuento preconizada por el escritor y crítico Ricardo Piglia. Mientras asistimos a ese último chispazo de vida de Rosie en medio de los juegos del parque de diversiones (presumiblemente el Ital Park, y escribo esto con un dejo patente de nostalgia por aquel parque, por aquellos años de infancia aturdida), otra historia se va deslizando detrás, de coté, como quien no quiere la cosa, con un destello aquí, un indicio allá, y el remate final que lo ilumina y corona todo.

"Historia" repasa la vida de un "cafishio viejo". Es la misma obsesión por la juventud, la belleza y la lozanía pero desde el punto de vista de un hombre, un hombre que aprendió de muy joven, y gracias a su apostura física, a vivir de las mujeres y nunca supo hacer otra cosa. Viejo, gastado, tiñéndose las canas con cada vez más frecuencia, haciendo caso omiso a las señales de alarma que le enviara metódicamente su corazón, asiste por última vez al Chantecler, su lugar en el mundo, pero no se da por vencido ni siquiera en el último minuto.

Párrafo aparte merecen los "Tres relatos castrenses": en "Carta de un soldado", el formato epistolar le sirve a Lynch para dar cuenta, en forma sesgada y crítica pero no panfletaria, de la escandalosa guerra de Malvinas; "La chaperona" muestra las hipocresías, simulacros e intereses que se mueven detrás de un grupo de cadetes militares en pleno estallido hormonal; "El dormitorio", retomando algunos de los personajes del relato anterior, abre una puerta y nos deja espíar la intimidad del dormitorio de los mismos cadetes militares y las escenas que acontecen al apagarse la luz.

Por último, "Entierro de un jefe" es una suerte de collage macabro en el que se repasan, con lujo de detalles, los momentos inmediatamente posteriores al fallecimiento de Perón. Como en una alucinación fantasmal, se trasunta la metáfora del país que se devora a sí mismo, del mismo modo que al personaje de "La vida", de un día para otro, se lo comienza a devorar un cáncer.

A modo de epílogo, reproduciré aquí aquel texto que escribí para la sección "En qué andan ahora" de La Granda Milito. Para quienes leyeron la novela, será como volver a visitar a aquellos personajes; para quienes aún no conocen el mundo de Marta Lynch el texto oficiará, espero, de agradable puerta de entrada:

La señora Ordóñez acarrea dos cirugías estéticas sobre el rostro, y aun así, cada mañana se descubre una arruga nueva, una línea que la noche anterior no estaba, un cansancio denso y compacto que se le instala debajo de los ojos sin que maquillaje alguno pueda ya disimularlo. Sus hijas benditas, esas dos desagradecidas supremas, están muy bien casadas y hasta tuvieron la deleznable ocurrencia de darle nietos, como si ella los hubiera querido o, acaso, merecido. Raúl, su marido, el que le dio el apellido del que con tanta altivez usa y abusa para olvidar su pasado de oscura muchachita de clase media venida a menos, para obliterar con esas pocas sílabas el hecho de que una noche, hace ya más décadas de las necesarias, la Castellana y Papá Maggi la engendraron con la misma grotesca pantomima con que ella engendró a sus hijas, sigue atendiendo hemorroides y otras afecciones digestivas, menos horas por día pero todavía las suficientes para poder seguir llevando el tren de vida que ella siempre anheló: las boutiques de la avenida Santa Fe, las confiterías de la Recoleta y las vacaciones de un mes largo en Punta. Hace rato que renunció a la ficción burguesa del amor y de la felicidad, pero el bulto reapareció, qué macana. Cinco años atrás le extirparon el cáncer, junto con el pecho, claro. Tras demasiadas sesiones de rayos y cobalto, se lo repararon con siliconas importadas de Francia y hasta le quedó mejor que su propio seno, el mismo que ahora se ve asolado por la enfermedad, taimada. No piensa ir al médico. Ni decirle a Raúl. Se pondrá a fabricar sus objetos de nuevo, que en la galería de su amiga Selva son siempre bienvenidos, aunque ella no se explique bien por qué: esos trozos de madera desgajados de muebles viejos y esos pedazos de tela rejuntados de cualquier lado son “objetos de arte” para una punta de snobs que proliferan, como su cáncer, por Buenos Aires. Se reunirá con su amigo Garrigós y lo escuchará parlotear sobre el tiempo ido, junto a sus gatos y sus sillas estilo Imperio con el terciopelo ajado y deslucido. Se encontrará en cualquier vernissage con Gigí y no podrá ya soportar su cara mofletuda y sus maneras de homosexual, de mariquita vieja. Saldrá a tomar el té con Alicia y comentarán displicentemente, entre las masitas y los hombres que ya casi no las miran, las aventuras y desventuras del matrimonio Pasco Anchorena. Pasará a visitar a las ingratas de sus hijas e intentará dejarles la mejor impresión a sus nietos, aunque eso ya no parece muy factible a esta altura. Le deberá una visita, otra más, a su hermana Teresa, felizmente viuda desde hace varios años. Por última vez irá al consultorio de su marido, sin previo aviso, esperando no encontrarlo encima de la secretaria ni de alguna de sus jóvenes pacientes. Enterrará en lo más hondo del pozo ciego de la memoria su afiliación al partido peronista, su breve encuentro con la Señora, la Alianza, su trabajo en la parroquia, Antonio, y todo el bamboleante fervor juvenil de aquellos días. Se olvidará por fin de Andrés y de Luchino y de otros tantos hombres intrascendentes con los que alguna vez planeó fugarse o simplemente evadirse de su casa y sus hijas y su marido y la mucama varias tardes a la semana. Derramará entonces la última lágrima por Rocky, su único amante verdadero, con quien fue inhumanamente feliz en la casa de la estación de tren tardes y noches enteras. Y, por fin, arribará a la tumba de Pablo Achino, su primer marido, y recordará aquel gomero de la plaza San Martín donde sus bocas se unieron por primera vez y le revelaron a la inexperta Blanca Maggi delicias que no eran de este mundo. Cerrando los ojos cansados, con resignación y tranquilidad al mismo tiempo, y con el puño firme, la señora Ordóñez abandonará, de una vez y para siempre, tanta fútil miseria.

(Nº 39, 20 de agosto de 2004)

Analía Pinto