jueves, 27 de noviembre de 2008

El loco Asís

Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico - Jorge Asís De las setecientas y pico de reseñas que realicé para el Diccionario de Autores Argentinos patrocinado por Petrobrás (que al comienzo iban a ser "sólo" cincuenta), la de Jorge Asís fue la primera que hice. Días atrás, en una charla casual con un compañero de trabajo, nombramos a Asís y cuando me puse a pensar qué escribir este jueves, se hizo la luz y me dije que incluir a Asís aquí es también un acto de justicia. Y ahora explicaré por qué lo considero así.

La calle de los caballos muertos - Jorge Asís De Asís se pueden decir (y de hecho se dicen) muchas cosas. Su trayectoria política, por así llamar a su paso fugaz por el gobierno de Carlos Saúl (no soy muy supersticiosa, pero por las dudas no voy a poner su apellido aquí, ya todos saben quién es) y a su fallida candidatura a vicepresidente en el 99, han opacado, además de otras circunstancias -como la de haber sido un best-seller en plena dictadura-, todo lo que se pueda decir de él como escritor, que es lo único realmente importante (al menos para mí). Convertido desde hace unos años, en una suerte de opinólogo-agitador mediático-analista político intuitivo-intelectual presuntamente comprometido con su realidad al estilo sesentista, o meramente un tipo al que llaman tanto Majul como Grondona como Chiche Gelblung para que despotrique contra los K y su cohorte de vieja política disfrazada de nueva idem, nos seguimos olvidando que detrás de todo eso hay un escritor de puta madre. Un narrador de pura cepa. Un tipo que cuando agarra un lápiz y un papel sabe lo que hace. Un burlador, un ironista, un escuchador finísimo, un cogedor auténtico, todo eso hay en los libros que he leído hasta el momento de Asís.

Y todo comenzó después de ver, hace ya algunos años, la versión fílmica de su archifamosa novela Flores robadas en los jardines de Quilmes y, como la peli me había gustado tanto, querer leer inmediatamente el libro. Mi compañero co-editor de La Granda Milito me lo prestó y quedé rendida y deslumbrada ante una novela ríquisima, groseramente reducida a la nada para ser llevada al cine, y para colmo con un casting bastante errado para mi gusto, puesto que Carmen-Samantha nunca podría haber sido Soledad Silveyra y Rodolfo Zalim, turco hasta decir basta, nunca podría haber sido Víctor Laplace (a pesar de lo fuerte que estaba en esa época y de sus camaleónicas transformaciones en otros héroes históricos o literarios, como Quiroga o el propio Perón). Pero no es mi intención hablarles hoy de ese libro, sino de otras dos novelas, igualmente vinculadas a Zalim.

Porque Asís, en la mejor tradición balzaciana, no sólo despliega diferentes aspectos de la vida de un mismo personaje en diferentes novelas, sino que también lo transforma en protagonista en unas y en mero testigo en otras, como es el caso de las dos que deseo comentar: en Don Abdel Zalim, el burlador de Domínico (1972), asistimos a la adolescencia de Rodolfo Zalim, notoria y claramente su alter ego. Zalimchico, como le dicen, pues Zalim grande es Don Abdel, es un muchacho de ascendencia siria, nacido en Villa Domínico, con un padre abogado metido en todas las rosquetas posibles, incluso en la política y en otras actividades non sanctas, que ve cómo su familia se cae a pedazos cuando las infidelidades de su padre provocan el cisma y la separación.

Pasados los años, Rodolfo hará de todo un poco para terminar en el periodismo (momento en el que narra Flores robadas en los jardines... y recuerda su primer gran amor con la flaca Carmen-Samantha, una maestra de Quilmes que quería ser actriz), pero antes de aterrizar allí irá, entre otras cosas, a vender retratos casa por casa y se meterá en los lugares más inverosímiles del Conurbano bonaerense (esta parte de su vida aparece retratada en la novela Carne picada). Allí, en una de esas ocasiones, en una tarde en la que lo agarrará la lluvia, se quedará a charlar con el Sandro, quien es el narrador de La calle de los caballos muertos (1982) y aquí Zalim será sólo el oyente, el espectador, el testigo de cómo un muchacho venido del Tucumán intenta abrirse paso en la jungla porteña y cómo termina siendo colectivero, previo -e infausto- paso por la barra brava de Boca, cuando las barras bravas eran barras y eran bravas de verdad.

Si algo distingue la pluma de Asís es su desfachatez, su frescura, su manera completamente locuaz, vertiginosa y desprejuiciada de narrar, su ritmo siempre ágil, su oído para capturar hasta los matices más delicados de las inflexiones del habla de todas las clases sociales, sus imágenes vívidas, su pericia para mostrar escenas de sexo o de alto contenido erótico sin caer ni en la pornografía hardcore ni en la melosidad pegajosa que algunos suponen es la literatura erótica, su bombardeo feliz a los sentidos del lector... En suma, todo lo que un gran narrador debe poseer si quiere ser leído con entusiasmo, si quiere que sus personajes estén vivos delante de los ojos del lector. En este sentido, Asís nunca me ha defraudado, y estas dos novelas son un ejemplo cabal de lo que digo. Y en Don Abdel, hasta se da el lujo de jugar con los títulos de los capítulos de modo tal que si uno los lee en el índice se encuentra con una suerte de sinopsis juguetona y picaresca de todo lo que sucede en la novela. Vaya el título de este capítulo como muestra del tono jocundo que se contrapone, en muchas ocasiones, al tono amargo e irónico que adopta "el autor" dentro del texto de la novela:

"PRESENCIARÁN UN CUESTIONAMIENTO DE ZALIMCHICO. A LO MEJOR PARA DEMOSTRAR QUE SABE CUESTIONARSE. PUES, EN UN SÍNCOPE DE PUREZA, DE IMPOTENCIA, DE AUTOCRÍTICA, O DE PURO Y GASTADO FRASERÍO. EL AUTOR ACONSEJA IMPRESIONARSE, DECIRLE A VUESTRAS RELACIONES -CHE, PERO FIJATE ZALIMCHICO, ES UN ESCRITOR QUE. NADA MÁS. ES SUFICIENTE. DESDE YA, GRACIAS POR VUESTRA MANIFIESTA DISPOSICIÓN A IMPRESIONARSE. EN CASO CONTRARIO, EL AUTOR, EN UN RAPTO CORTAZARIANO, SUGIERE HEROICAMENTE SALTEAR EL CAPÍTULO. SABRÁN PERDONAR"

y desde luego la frase que empieza en "sabrán perdonar..." sigue en el título del capítulo siguiente (y así el resto). No sé por qué tengo la impresión de que Asís ya no se toma estos riesgos ni se da estos lujos, pero no podría afirmarlo, puesto que no he leído sus últimas novelas, como Cuaderno del acostado (donde nos encontramos a Rodolfo Zalim desempleado) o Del Flore a Montparnasse. Ojalá haya seguido dándose estos gustos que los escritores se dan cuando no son conocidos, cuando el best-sellerismo y la celebridad aún no han tocado a sus puertas.

Una de las escenas más recordadas de esta novela es la desvirgación de Zalimchico por parte de Julia, la nueva secretaria de su padre, al parecer contratada ex profeso para dicha ocasión. Copiaría el fragmento entero pero es demasiado largo, por lo que me contentaré con transcribir esto, que creo es también una buena muestra de todo lo dicho anteriormente sobre la pluma de Asís:

"Me acuerdo que pensaba en tus pasos, y tenía miedo, miedo de que me aceptaras, de que me permitieras besarte, tocarte, miedo de que viniera eso que sabía de sobra que tenía que venir alguna vez y me torturaba. Me torturaba más al imaginar que podría no llegar nunca ese día, porque teóricamente sabía de sexo hasta la admiración de los pibes de mi barrio, cuentos, poses, salto del tigre, hasta a mi padre creí haberlo engañado con mi experiencia. Hasta a vos, Julia, también a vos te había relatado varias de mis anécdotas inventadas, en que este Rodolfo era el inevitable muchachito bueno, macho, comprensivo, sobre todo cruel, y también vos, mierda, vos tuviste la deferencia de creerme y considerarme, pero nunca, Julia, nunca y lo comprobaste después. Ahora quiero confesarte que rezaba, ateo y todo como me suponés, como me creo, recé a Dios sin oraciones, pidiéndole fuerzas para animarme a vos, no para debutar con una mina, entendeme, para animarme a vos, Julia, y ya había soñado como un intacto imbécil con tu separación, vos conmigo y con tu nena, lo recuerdo ahora y no me da risa, más bien un poco de bronca por haber perdido la inocencia, hoy, con veinticinco años y con veleidades de escritor, yo rezándole en silencio a Dios, y sabés por qué en silencio, porque me daba vergüenza que me sintiese mi viejo y me cargara, imaginate, y cuando no estaba me encerraba en el cuarto; arrodillándome junto al ventanal, pidiéndole suerte con vos."

La razón principal por la que quiero hablarles brevemente de la otra novela, de La calle de los caballos muertos, es, más allá de lo bien escrita que está (ya que no es Zalim el narrador sino meramente el destinatario de lo que el Sandro le va contando en esa tarde lluviosa, y el Sandro no es, precisamente, un escritor), de lo bien llevada que está, de lo bien que se retrata, sin caer en la nota sociológica cruda ni en el realismo socialista soviético, la vida en una villa, la vida como integrante de una barra brava, con sus odios, sus amores, sus códigos y sus traiciones, es, decía, porque ha inmortalizado literariamente a mi barrio. En efecto, la calle de los caballos muertos no es cualquier calle, sino que está a apenas dos cuadras de mi casa y así la vieron los ojos de Asís, así la pueden ver también los lectores, aunque nunca la hayan visto en su vida (el fragmento es largo -y es también el más poético y atípico de la novela- pero creo que vale la pena y oficiará, además, de perfecto broche de oro para este posteo: yo, que detesto mi barrio, me emociono al verlo así retratado aunque no salga muy bien parado):

"A Montevideo, la Calle de los Caballos Muertos, se la llama así por motivos estrictamente obvios. Ocurre que a menudo, debajo del puente que divide el barrio Santa María, del Villa Iapi aparecen cadáveres de caballos.

Montevideo viene de más allá del Camino General Belgrano, hay quienes dicen que desde Monte Chingolo. Y en su peregrinar sociológico, atraviesa villas fiscales, barrios levemente superiores, en una estratificada combinación de ranchos, chalets, casas viejas. Hasta llegar a la estación ferroviaria de Bernal, donde, por supuesto, no parece la misma. Las calles, como la gente, cambian; de compasión al principio, Montevideo pasa a despertar admiración, después de todo es simple.

Desde la estación de Bernal, por ejemplo, cualquier Juan del Sur puede tomarse un tren y bajar en la paterna Constitución. Desde aquí, en subte, Juan del Sur puede irse hasta Retiro, desde donde puede caminar hasta una dársena y, si quiere, arrojarse al río roñoso; o subirse a cualquier barco y alcanzar el mar, del mar al océano y tal vez arrojarse de noche, hasta el fondo, si existe. O puede seguir y desembarcar solamente en rincones desconocidos, asombrosos; o en cualquier lugar más o menos semejante, en definitiva, a Bernal.

Tal vez, los caballos que concurren puntualmente a morir debajo del puentecito, pretenden llegar, a través del arroyo, al mar, al océano. Y reencarnarse a lo mejor en mitológicos caballos marinos, multiplicarse o diseminarse. Vaya uno a saber.

Es cosa sabida por todos los pobladores que el arroyo que pasa por debajo del puente conduce locamente hacia el océano; siempre lo dijo Zacarías, que navegó hasta Lisboa y sabe. Viene desde nadie sabe dónde; su peregrinar no es sociológico pero sí rengo: el arroyo atraviesa La Cañada intacta, cruza Zapiola dividiendo a su vez un infame rancherío de Bernal, encuentra Montevideo dividiendo entonces el Villa Iapi de la Santa María, prosigue por turbios parajes de Villa Gonnet hasta llegar a Wilde, y muy pronto a Villa Domínico, sitio declarado histórico, donde el arroyo se reparte en dos bracetes flacos que, independientes, se dirigen hacia el río. Un bracete prefiere tomar por Sarandí, el otro se empecina por Villa Domínico, para juntarse y amigarse en el río, después de haber sorteado estrechos y fascinantes corredores bordeados de ranchos despreciables.

Del Río de la Plata al mar dicen que hay un pasito. Después hacia el océano y hacia las fosforescentes ciudades parecidas, en el fondo, a Bernal.

De manera que los vecinos de Villa Iapi, Santa María, la Cañada, miran la porción que les corresponde del arroyo y se alegran. Se sienten optimistas porque consideran que, a pesar de todo, el mundo los tiene en cuenta. Esta presunción es motivo de grandes orgullos, de memorables festejos referidos al mar que jamás cruzarán, pero que tienen ahí, a un pasito, apenas dejándose arrastrar por la corriente que no existe, de ese arroyo frecuentemente embarrado, transitado por roedores y bichos terribles, desconocidos.

A la altura de Villa Iapi, precisamente por la Calle de los Caballos Muertos, ese arroyo sin nombre tiene un trayecto de escaso cauce. Y para colmo de agua oscura, agua en oportunidades muerta. Sin embargo a veces contiene agua de sobra, abundancia debida, en primer lugar, a la lluvia, a la colaboración de los vientos, y de ninguna manera a maldiciones de Dios, como afirma Insfrán, el paraguayo, y varias señoras santurronas de por ahí. Por lo general se culpa ostensiblemente a Dios cuando el arroyo desborda sin contemplaciones, y los pobladores entonces deben escaparse hacia algún socorrido colegio, enclavado en una zona superior, con pavimento y alta, con las eventuales pérdidas y posteriores enfermedades, debidas sobre todo a las ratas, y no a los pecados irreparables que Dios castiga. Fiesta impune la que realizan las ratas, en los interiores de todos los ranchos, ya sean vivas o bobas, corriendo por los techos o flotando, con la boca abierta, abominablemente, por el agua opaca."

Analía Pinto

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