jueves, 28 de agosto de 2008

Realidad y ficción o literatura inquietante

Hechos inquietantes - Juan Rodolfo Wilcock Alguien me preguntó hoy si yo escribía sobre "robots que viven en Venus" ante mi comentario de que en general prefería la ficción a la "realidad". Se tiene la idea de que ficción y realidad son instancias separadas e irreconciliables y que quienes se entregan a la ficción son pobres seres que no merecen demasiada atención. Viven en las nubes, no están enterados de los acontecimientos consuetudinarios de la rúa (o, más pedestremente, "lo que pasa en la calle"), no vale la pena perder el tiempo con ellos.

Son opiniones. En mi opinión, sí vale la pena perder el tiempo leyendo ficción. Toda clase de ficción, toda clase de literatura, incluso la de robots que viven en Venus, porque toda ficción y toda literatura tienen como base a la especie humana. Ya dijo Plauto que "nada de lo humano me es ajeno" (omito la cita en latín pues se presta a cierta confusión...), por lo que un libro como Hechos inquietantes (Buenos Aires, Sudamericana, 1992; título original: Fatti inquietanti, traducción de Guillermo Piro), del argentino (nacionalizado italiano en la decáda del 50) Juan Rodolfo Wilcock merece especial atención, en tanto recoge "hechos" de la "realidad" (más todavía, noticias publicadas en los diarios a lo largo de los años) y los ficcionaliza para realzar aún más su costado rídiculo, imposible, asombroso o, como reza su título, inquietante.

Cosas tan rídiculas, imposibles, asombrosas e inquietantes como: el niño que se creía una máquina; el uso de un aparato de goma para mantener las muelas calientes en la Antártida y evitar los insoportables dolores producidos por el intenso frío de la región; máquinas que "leen" artículos y entregan un resumen de los mismos en una "tarjeta perforada"; los particulares gustos de los clientes de las prostitutas inglesas; el celebrado burdel milanés donde las alternadoras más jóvenes sobrepasaban las cinco décadas de vida; los experimentos para lograr monos y otros animales "obreros"; la aparente inutilidad de los viajes espaciales (aunque publicado tras la muerte de Wilcock, el libro se escribió hacia comienzos de 1960); el deseo de ser pájaros de los muchachos africanos; las fotografías "olfativas"; el problema de los espejos ("¿por qué el espejo invierte la relación izquierda-derecha y no la relación arriba-abajo?"); la ley de Estoup-Zipf (la cual dice que "si en un texto bastante extenso se cuentan las veces que se repite cada vocablo y después se ordenan las palabras según su mayor o menor frecuencia en el texto, llamando R al número de orden y F a la frecuencia, se obtiene que el producto R x F es casi constante"); los "ángeles" que aparecieron en los radares aeronáuticos (y que resultaron ser sólo pájaros); las verdaderamente inquietantes previsiones acerca de las reservas metalíferas y energéticas del planeta (más inquietantes aún si se tiene en cuenta los momentos que estamos atravesando respecto a ello con el precio del petróleo y etc.); el lenguaje de los peces y otros animales; el blanco óptico (una tinta incolora presente hasta el día de hoy en los jabones en polvo que realza la blancura de las prendas al absorber la luz ultravioleta); las máquinas parlantes y su imposibilidad de discernir los matices que una misma palabra puede adquirir pronunciada por distintas personas; los adeptos a las pseudociencias; el misterio del violín ("cuanto más perfecto es el disco, más estridente resulta el instrumento"); los (im)probables mensajes secretos en las obras de Shakespeare; el delicioso "alfabeto de prostitutas romanas"; el oráculo moderno (la publicidad); las jergas contemporáneas; el adoctrinamiento en la guerra de Corea; la superpoblación mundial (otro hecho verdaderamente inquietante en momentos como los actuales); los fatídicos errores que pueden desatar una guerra y el famoso teléfono rojo de la Guerra Fría; la paradoja boliviana ("una nación con reservas prácticamente ilimitadas es una de las más pobres del mundo"); los teddy-boys (grupos de jóvenes vándalos que en el verano de 1959 cometieron toda clase de tropelías y atentados contra la propiedad, tal como sucedió en el mismo lugar, Francia, algunos años atrás); los hipsters (hoy los llamaríamos los snobs); la "nueva generación norteamericana" (de la cual un gran porcentaje sostenía en aquel entonces que "la peor desgracia para una persona es ser 'distinto' a la norma general"); los adolescentes europeos; el turismo de masas ("correr sin detenerse, mirar sin ver, acumular testimonios sin recuerdos, ocuparse solamente de llegadas y salidas, y mientras tanto olvidar, olvidar"); James Bond; y la diferencia entre la literatura de anticipación y la ciencia ficción (que "es la que existe entre la idea del siglo XIX de que el futuro se puede deducir del presente y la idea, más de acuerdo con nuestro siglo, de que el futuro pertenece al orden de lo arbitrario"), entre otras cosas, habitan las páginas de este libro.

Y todavía hay otros dos artículos aún más inquietantes, que me gustaría comentar brevemente aunque con más detalle.

El primero es "Eufemismo y demagogia": allí, Wilcock ataca lo que hoy se denomina "political correctness" (o "corrección política"), una de las patrañas más diabólicas que existen, en mi opinión. La maldita corrección política es la que "impide", por un pretendido "decoro", llamar petisos a los petisos ("persona de baja estatura" es lo políticamente correcto), negros a los negros ("afroamericano") y así sucesivamente, hasta cimas de ridiculez como sólo la mentalidad yanqui puede producir. Siguiendo a Cassirer, dice Wilcock que mediante el eufemismo, "el hecho de no usar la palabra exacta que designa a una persona o a una cosa" se intenta "evitar que la persona o cosa nombrada se acerque a nosotros", con lo cual termina siendo aún más discriminativo e insultante que el término acostumbrado. Así, "la consecuencia del uso del eufemismo es, sin embargo, que la palabra sustituida al final termina identificándose con la original" y esto termina siendo aprovechado por los demagogos de turno para imponer sus ideas fraudulentas. Ni que decir tiene de los efectos que esto produce en el periodismo y en los medios de masas. Y en este sentido cita a Angus Maude, quien sostiene que "existe una vasta conspiración destinada a ignorar lo desagradable, a fingir que las cosas son mejores que lo que son en realidad, que al final todo se acomodará: a una negación a hacer frente a la exigencia de un mayor esfuerzo mental, a nuevas ideas y nuevas decisiones; el mejor método consiste en negar la existencia de lo que debería ser remediado, de lo que amenaza nuestro porvenir". No hay que esforzarse demasiado para observar las terribles consecuencias que esta conspiración ha traído para toda la humanidad.

El segundo artículo es "La escuela de los monstruos" y relata la odisea de un joven escritor en una verdadera escuela de monstruos literarios. David Ray conoce al escritor James Jones, autor de la famosa novela De aquí a la eternidad. Ray quería ser escritor y recordaba haber leído en la revista Life cómo Jones había podido escribir su novela gracias a la "protección" y las "enseñanzas" de la señora Lowney Handy, "cuya misión en el mundo consistía en hacer de cualquiera un escritor". Para ello, esta señora había fundado una escuela al sur de Chicago. Ray le enseñó uno de sus relatos a Jones y éste lo envió con su maestra. Luego de una entrevista, Handy le dijo a Ray que si su deseo era ser escritor ella podría concedérselo, pero la condición era que "obedeciera ciegamente sus órdenes (que ella llamaba "mandamientos"), que sacrificase todas sus relaciones personales, se sujetase rigurosamente al programa de la escuela y le diera a la directora un cierto porcentaje de sus eventuales ganancias". Ray aceptó y se trasladó a la escuelita. Allí, había que levantarse a las 6 y tomar un desayuno frugal "porque así se piensa mejor"; luego, los alumnos debían copiar íntegramente novelas famosas o escribir las suyas propias hasta el mediodía (ninguna máquina de escribir podía permanecer silenciosa); durante el almuerzo podían charlar entre sí pero de ningún modo referirse a la literatura o a los problemas que la escritura de los textos pudiera acarrearles. Después de comer, los alumnos realizaban una serie de "trabajos forzados": senderos o paredes, como si fueran presidiarios. Hacia las 4 de la tarde podían distraerse un poco pero de ningún modo leer, actividad "bastante mal vista y considerada casi una provocación, una negativa a aceptar las enseñanzas de Lowney Handy". Como el alumno insistiera en leer, sólo se lo dejaba frecuentar a determinados autores (entre ellos, Jones, Hemingway, Chandler, Faulkner), "en cambio Proust, Wallace Stevens y Kafka estaban prohibidos, como muchos otros 'falsos intelectuales'". A las 6 de la tarde se cenaba, frugalmente otra vez, y a las 9 de la noche se apagaban las luces y no se toleraban ruidos. La salida de esta "colonia penitenciaria" literaria estaba, obviamente, prohibida y, desde luego, Handy no admitía mujeres en ella. Ray, finalmente, harto, abandonó la colonia y por lo que dice Wilcock, supongo que habrá llegado a ser un verdadero escritor o por lo menos un escritor pasable y no un "clon" fabricado por el dictatorial método de la Handy, empecinada en abolir todo aquello que verdaderamente hace posible a un escritor: la lectura de toda la literatura, la discusión y el intercambio de pareceres y opiniones con sus pares, la distracción necesaria, el estímulo permanente del mundo exterior... y más aún: el aliento de los otros y el amor.

¿Realidad o ficción? ¿La escuela de los monstruos o los robots que viven en Venus? Una y otra vez, la misma realidad, la misma ficción, me llevan a preguntarme ¿qué es la realidad? Y más aún: ¿lo sabremos fehacientemente algún día? Todo parece indicar, al menos en los hechos inquietantes tan irónica y deliciosamente registrados por Wilcock, que no.

Analía Pinto

jueves, 21 de agosto de 2008

El escritor del exilio

La verdadera historia de la muerte de - Max Aub Éste es un auténtico autor abisal: Max Aub, nacido en Francia, criado en España, exiliado en México, un escritor a secas. Su obra es innúmera y desconocida. Hace muy poco que la academia se interesa por él. De hecho, una de las cosas que más me sorprendió cuando cursé Literatura Española B en el 2005 fue su inclusión en el programa de estudios de ese año. Desde luego, nadie conocía a Max Aub. Nadie, excepto una servidora.

Una de sus novelas, quizá de las menos representativas en el grueso de su literatura, pero una irrefutable muestra de su talento, La calle de Valverde, llegó a mí hace ya muchos años. La encontré, como tantas veces, en una mesa de saldos de Corrientes. No me amilanó su grosor (tiene aproxidamente 400 páginas) ni su título aparentemente ínsipido. La compré también porque pertenecía a una colección que nunca me defraudó: los Libros de Enlace de la Biblioteca Breve de Bolsillo de la editorial Seix-Barral. En efecto, la colección sigue sin defraudarme.

Pero deseo hablarles de otro libro de Aub: la recopilación de cuentos La verdadera historia de la muerte de Francisco Franco (Barcelona, Seix-Barral, 1980), apenas un muestrario breve, muy breve, de su generosa, mordaz, irónica, chispeante, desgarradora pluma. Como decía, Aub es un auténtico autor abisal en tanto su obra ha pasado, excepto entre unos pocos "entendidos", por así decirlo, sin pena ni gloria cuando debiera haber tenido, tal vez, una difusión mucho más acorde con su enorme calidad literaria y, sobre todo, humana.

Max Aub estuvo involucrado en el surrealismo, conoció a todos los que había que conocer en aquella época, y fue, cosa que muy pocos saben, quien le encargó a Picasso el archifamoso cuadro "Guernica". Sus diarios íntimos, titulados, con gran justicia, La gallina ciega, dan testimonio de una vida inquieta, aventurera y de un autor preocupado por devolverle a la literatura su verdadero espesor humano y social. La justicia a la que aludo al referirme al título de sus diarios proviene del hecho de que, luego del forzoso y forzado exilio en México, tras la llegada de Franco al poder, cuando fue posible "volver" a la tierra donde se había criado y donde había escrito, luchado y amado, Aub se sintió tan desarraigado, tan fuera de lugar, tan desconectado con todo eso que antes era tan familiar, que se sintió como jugando a la gallina ciega (para nosotros, irreverentes y machistas rioplatenses, el gallito ciego): los demás veían y él ya no. O lo que veía ya no era lo que sus ojos recordaban o añoraban. Los pasajes del diario en el que se muestran estos contrastes tan marcados son sencillamente escalofriantes.

Pero entremos en materia. Me interesa detenerme especialmente en el cuento que da título a esta compilación, que desde el vamos arranca con una "mentira": la "verdadera" muerte de Francisco Franco no es tal, en tanto no se ha producido aún al momento de ser escrito el cuento (años 60). Sin embargo, la ficcionalización de algo que muchos deseaban y nadie, al parecer, se atrevía a ejecutar pone en marcha una serie de paralelismos en los que sería bueno ahondar (los españoles nuevamente como invasores, un extranjero que debe remediar la situación de una vez por todas). El cuento, como una tragedia griega, se divide en cinco partes y sigue fielmente la estructura trágica:

- en la primera parte se presenta al protagonista y sus circunstancias: Nacho, camarero del bar Español, en la ciudad de México; desde hace veinte años trabaja allí; está informado de todo, lo ha visto todo, conoce las costumbres de todos; es feliz con su trabajo y con lo poco que tiene, no ambiciona mucho más;

- en la segunda parte se describe, con acidez, ironía y una gran cuota de sorna a quienes desencadenarán, sin saberlo, la tragedia: los refugiados españoles, que llegaron en oleadas a México hacia 1939, ni bien se instauró la dictadura franquista (a propósito de ella, los invito a leer esta crítica teatral que realicé para la agencia de noticias ANSUD). Con ellos llega también, para Nacho, el malestar y el ruido. Los refugiados invaden el bar día y noche, vociferan, gritan, las c, la ll y las z retumban sin cesar en los oídos del camarero y, sobre todo, retumba una y otra vez lo mismo: "Cuando caiga Franco...", "cuando caiga Franco...":

- en la tercera aparece un nuevo personaje, Fernando Marín, nuevo empleado del bar, a quien Nacho se aficiona y hace partícipe de la indignación y ofuscación (y uso este término a propósito) que los refugiados españoles y su obsesión le causan. Pero ya no sólo le causan indignación o repugnancia: comienza a tener síntomas físicos, úlcera, gastritis, insomnio, él que nunca había padecido de nada de eso. Se harta y decide tomar cartas en el asunto. Así lo relata Aub:

"Todos los días, uno tras otro, durante doce horas, desde 1939; desde hace cerca de veinte años:

-Cuando caiga Franco...

-El día que Franco se muera...

-Cuando tomamos la Muela...

-No entramos en Zaragoza por culpa de los catalanes.

-¡Vete a hacer puñetas!

Ignacio Jurado Martínez -casi calvo, casi en los huesos (la úlcera), casi rico (los préstamos y sus réditos)- no aguanta más. (...) Tras tanto oírlo, no duda que la muerte de Francisco Franco resolverá todos sus problemas -los suyos y los ajenos hispanos-, empezando por la úlcera.";

-en la cuarta parte, el sencillo plan es llevado a cabo: Franco debe morir. Nacho jamás se ha tomado vacaciones y de buenas a primeras las exige y su patrón se las da. Viaja a Europa, llega a España, nada lo sorprende ("El cielo azul, los árboles verdes, los uniformes y las armas relucientes, los espectadores bobos: todo como debía ser."). Logra inmiscuirse en un desfile militar y sencillamente desenfunda su pistola y le dispara a Franco a una distancia de diez metros. Aprovecha el tumulto y se escabulle, orondamente. Luego realiza, como si nada hubiera pasado, un tour por Europa y se presenta a su trabajo en la fecha convenida;

-en la última parte, cuando Nacho ya cree que todos sus problemas han sido solucionados con la desaparición física del dictador, cuando sólo esperaba que fuera una cuestión de tiempo para que los refugiados volvieran a su tierra de una vez por todas, el pobre camarero ulceroso asiste a la dolorosa anagnórisis, al fin del ofuscamiento que lo llevó a matar y se encuentra no sólo con los refugiados de siempre, diciendo una vez más lo mismo y lo mismo, "serruchando el aire" con sus c, sus ll y sus z, sino con otros cien refugiados nuevos, recién llegados, que se suman a los anteriores y siguen con lo mismo, lo mismo y lo mismo una y otra vez. El pobre camarero desapareció un día y el narrador del relato lo encuentra, ya muy viejo, en Guadalajara, quejándose todavía de los españoles.

Esta sencilla -o compleja, según como se la mire- parábola le permite abordar a Aub el tema fundamental de su literatura: el exilio. El exilio ha sido la fuente de la que ha manado, en principio, su propia escritura, y él, como nadie me atrevería a decir, fue uno de los que más fielmente retrató la diáspora española, tras haberla padecido en carne propia. El exilio es, quizás, como ya bien lo sabían los griegos, uno de los peores castigos, sino el peor, que se le puede inflingir a un hombre. Ni siquiera los exiliados "voluntarios" logran recuperarse de tal impacto. Aunque la imagen sea remanida, no deja de ser efectiva: el exiliado es como un árbol sin raíz.

Y es un árbol el que "relata" los bombardeos y otras atrocidades de la guerra civil en el cuento "Enero sin nombre", del que extraigo el siguiente fragmento, no sólo por lo espeluznante y terrible que allí cuenta, sino porque es una muestra aquilatada del particular, rítmico y más español que el de muchos españoles nacidos en la propia península, estilo de Aub, un abisal, insisto, un heterodoxo, un escritor fuera de casi todos los cánones al uso, tanto en vida como en muerte:

"Un débil silbido que se agrava en abanico. Un tono que crece como pirámide que se construyese empezando por su punta. Un rayo hecho trueno. Una bárbara conmoción carmesí. Un soplo inaudito de las entrañas del mundo, falso cráter verdadero, que enroña y desmantela paredes; descalabra, entalla y descuaja vigas; descoyunta hierros; descrita y enrasa cementos; desfaja, amarillece, desbarriga, desperna y despeña vivos que vienen en un fragmento de segundo a bulto y charco. Quema, rompe, retuerce, descuaja coches y desmigaja sus cristales; derrenga carromatos, desconcha paredes; desploma ruedas convirtiéndolas en brújulas; desfigura la piedra en polvo; descuadrilla un mulo, despanzurra un galgo, descepa viñedos; descalandraja heridos y muertos; destroza una joven y desemeja un carabinero de buen tomo agazajados frente a mí; deszoca por lo bajo a dos o tres viejos y alguna mujer; diez metros a mi izquierda descabeza a un guardia de asalto y cuelga en mis ramas un trozo de su hígado; descristiana tres niños en la acequia del lado bajo; desgrama y deshoja a cincuenta metros a la redonda, y, más lejos todavía, derrumbando tabiques en una casilla descubre alizares de Alcora; despelleja el aire convirtiéndole en polvo hasta cien metros de altura, desoreja hombres dejándolos, como ese que tengo ahí, colgado enfrente, desnudo, con sólo sus calcetines de seda bien puestos, los testículos metidos en el vientre, sin rastro de pelo en ninguna parte, las vísceras y los mondongos al aire, viviendo; los pulmones descostillados, la cara desaparecida -¿dónde?-, los sesos en su sitio, bien visibles y todo él negro, color pólvora."

Después de leer algo así es todavía más incomprensible que alguien pueda defender cualquier clase de fanatismo o cualquier causa, por justa que sea, que se quiera imponer a cualquier precio, a costa de lo que sea. Después de leer algo así, el escalofrío es aún más grande cuando se repara, aunque más no sea mínimamente, en los acontecimientos del mundo actual y sus inminentes consecuencias.

Analía Pinto

jueves, 14 de agosto de 2008

Fanfán o el verdadero amor cortés

Fanfán - Alexandre Jardin Cuando pienso cómo me gustaría ser cortejada por un hombre, siempre recuerdo esta novela. Si bien no pretendo que ese hipotético enamorado llegue a los extremos que llega su protagonista, me gustaría que al menos tuviera ese sentido de lo que realmente significa cortejar a una dama: no sólo desearla con locura sino estar dispuesto a todo, a cualquier cosa, a lo más sublime, a lo más ridículo, a lo que sea, por ella.

Se me dirá que exagero, que fabulo, que una vez más me dejo llevar por mi romanticismo tan propio del siglo XIX y tan impropio de esta era desamorada que nos envuelve con sus brumas y sus tinieblas. Es posible. En cualquier caso, la novela de la que quiero hablarles fue escrita hacia 1990 y transcurre en el siglo XX: no es un folletín decimonónico aunque merecería serlo. Y creo que nunca insistiré lo suficiente con esto, así que lo haré una vez más: cualquiera que pretenda ser un buen escritor, más aún, un buen narrador, hará muy bien en evitar las basuras veloces que hoy pasan por "literatura" y hará todavía mejor en zambullirse, sin reparo alguno, en la narrativa del siglo XIX, especialmente la francesa. Nunca se arrepentirá de una aventura como esa.

Y hablando de literatura francesa, Fanfán (Buenos Aires, Planeta, 1991; traducción de Mireia Bofill), la novela que nos ocupa, fue escrita por un autor francés del que nada sé, excepto la escueta información de la solapa: Alexandre Jardin publicó su primera novela, Bille en tête en 1986, con la que obtuvo el Premio a la Primera Novela; la segunda, Le Zébre, en 1988, ganó el Premio Fémina; la tercera es la que nos ocupa, de 1990, año en el que fue un best-seller en el mercado francés. Una rápida visita a la Wikipedia me informa que además de escritor es cineasta, que tanto Le Zébre como Fanfán fueron llevadas al cine y que ha publicado otras novelas posteriormente, entre ellas Le Roman des Jardin (2005), evidentemente una novela autobiográfica (y de algún modo, Fanfán también lo es), y una serie de libros de para niños, titulada Les Coloriés. También fue cronista de Le Figaro. Por lo que veo también, ha sido escasamente traducido a nuestro idioma. Una verdadera lástima.

Yendo concretamente a Fanfán, su argumento podría resumirse como sigue: chico escritor con novia normal conoce a chica desprejuiciada y salvaje y se enamora loca y perdidamente. Ahondando un poco más, vemos que ese chico escritor tiene unos padres que le dan un poco de vergüencita: ambos son declarados adúlteros y conviven con sus historias paralelas, amantes, amigos y vaya uno a saber qué más sin demasiados problemas. Todos los fines de semana estos padres disipados se reúnen con toda su cohorte de amores en Verdelot, una abadía de las afueras de París. Alexandre Crusoe, su hijo, el protagonista de la novela, decidido a ir en contra del disoluto estilo de vida de sus padres, cansado de esos fines de semana que durante años fueron la envidia de sus compañeros de colegio, procura mantenerse casto y se pone de novio con una chica muy formal. Su vida es asimismo tranquila, normal y ordenada... hasta que conoce a Fanfán. Entonces, todo cambia.

La novela está relatada en primera persona y su tono confesional, irónico y tierno a la vez, le da un mayor énfasis a la empresa que se propone Alexandre una vez que Fanfán ha irrumpido en su vida: la amará y cortejará siempre, pero sin tocarla jamás. Hará lo que sea, menos ceder a los impulsos de la carne. Se casará con su novia Laure, vivirá como cualquier burgués, pero nunca permitirá que la rutina y la costumbre arruinen tan perfecto amor.

La maestría de Jardin como narrador consiste en dar a entender todo el tiempo que, pese a los buenos deseos de Alexandre, el demonio meridiano de la carne lo hará trastabillar en cualquier momento. Dicha maestría se revela también en el pasaje más celebrado de la novela, cuando en el colmo de su pasión y de su deseo de no mancillar un amor que de otro modo se arruinará como una delicada flor expuesta a los elementos, Alexandre pasa toda una noche debajo de la cama de Fanfán, para tener de ese modo la gracia de haber dormido con ella sin osar siquiera rozarla con su respiración. Tal acto de ridiculez, insensatez y locura amorosa está narrado de modo tal que uno, como lector, no sólo lo cree posible sino que se siente debajo de la cama de la bella, rodeado por el polvillo, aguantándose las ganas de ir al baño, la respiración y el más urgente de los deseos.

La novela es también un maravilloso ejercicio de coherencia narrativa y de cohesión argumental. Ningún cabo queda suelto, ningún hilo de la historia se deja sin cerrar y todos los personajes tienen el final que se merecen (no osaré contar cómo termina, ni si Alexandre resistió o no sin tocar a Fanfán), el que sus propias historias fueron desarrollando de la mano de Jardin. Es de esas novelas que producen no sólo gran placer al ser leídas sino también gran admiración, en tanto se advierte de inmediato la mano de un narrador diestro, un narrador con oficio, alguien que sabe lo que quiere contar y que lo hace con la autoridad narrativa suficiente como para convencernos desde la primera palabra de ello.

Y a propósito, me gustaría compartir con uds. no sólo el comienzo sino varios párrafos, jugosos e interesantes, de la novela, con la esperanza de revelarles a un verdadero autor abisal, al menos en estas costas rioplatenses:

"Desde que tengo edad de amar, sueño con hacerle la corte a una mujer sin jamás ceder a las llamadas de mis sentidos. Cuánto habré deseado encontrar una joven virtuosa que me adorase y me obligase a contener mi pasión a la vez. Mas, ¡ay!, las mujeres de este siglo han olvidado el arte de hacer esperar los deseos."

¿Quién no seguiría leyendo envalentonado ante semejante comienzo? Más adelante, Alexandre declara:

"Ansiaba desesperadamente creer en la eternidad de los movimientos del corazón, en el triunfo del amor sobre los embates del tiempo."

¿Y no es eso lo que desea cualquier amante? me pregunto yo ahora. Cuando conoce a Fanfan, Alexandre dice:

"Por fin me había cruzado con uno de esos seres luminosos que se entreven en las novelas."

Cuando los demás jóvenes de su edad le reprochan a Alexandre su comportamiento díscolo, anticuado y hasta antisocial, él asevera:

"Esos jóvenes parecían ignorar que los hombres sólo han sido creados para amar a las mujeres, y que únicamente acceden al mundo de lo sublime cuando penetran en los ámbitos de la pasión. Al margen del amor, son meros fantoches animados por aspiraciones irrisorias. Al margen del amor, llevan una vida hecha de falsos efectos."

Fanfán, como ya podrá sospecharse, no es cualquier chica. Después de la noche pasada bajo su cama y de otras peripecias (y nunca mejor utilizado este término), Alexandre se ve obligado por las mismas circunstancias de la trama a dar un paso decisivo:

"-De acuerdo. Seré tu amante -le dije-. Pero sólo una vez en toda nuestra vida. No quiero que la costumbre mate nuestra pasión. ¿Comprendes? Deseo que nuestro amor sea perfecto. Ahora escoge la fecha. Pero será sólo una noche.

-Esta noche -dijo ella con naturalidad."

Fanfán sabe cómo jugar y más adelante agrega:

"-Si me entregase del todo esta noche, serías capaz de negarte otras. Quiero dejarte frustrado para que te mueras de ganas de acostarte de nuevo conmigo. Esta noche sólo te daré la mano y tal vez el brazo, hasta la altura del codo."

Hacia el final, uno de los personajes más deliciosos, el señor Ti, abuelo de Fanfán lo alecciona así a Alexandre:

"-No eres más que un mocoso, un rábano tierno que no ha entendido nada. (...) Son millones los que quieren 'seguir siendo jóvenes' y huir de los compromisos, reviviendo la infancia, siguiendo las modas que encumbran a los donceles, prefiriendo la pasión al amor. Son incapaces de amar. Con amor verdadero, el que sabe dar, no el de los donceles. (...) 'La pasión perpetua' es una idea adolescente. ¡Estás cagado porque te da miedo comprometerte! Deja de rehuir la condición humana con tus insensatas estratagemas. ¡Ten el valor de ser hombre, qué cuernos! (...) Las historias se han hecho para que evolucionen. Créeme, la pasión crónica es un engaño, atractivo, pero engaño al fin. (...) es cierto que perpetuando la época de los preludios no corrías ningún riesgo. Te protegías del dolor. Pero el dolor forma parte de la vida y quien no lo afronta lleva una existencia invertebrada. El amor exige correr el riesgo del fracaso, es el precio que hay que pagar. (...) Nadie tiene derecho a jugar con el corazón de una mujer. ¡Es algo demasiado hermoso una mujer! Creéme, los que no se comprometen son sólo comparsas, no actores. Son la vergüenza de nuestra especie. Ser hombre es un privilegio y hay que ser digno de él. Cásate con Fanfán y aprende un oficio, en vez de recurrir a la pasión para llenar el vacío de tu existencia. (...) lo único importante en este bajo mundo es hacer feliz a una mujer."

Inútil agregar más después de semejante declaración, de semejante verdad incontrastable. Sólo dejar picando vuestra curiosidad preguntándoles qué creen que sucedió, si Alexandre dejó a Laure y se casó con Fanfán o si no se atrevió nunca a consumar un amor tan perfecto como irreal. La respuesta la hallarán leyendo esta fabulosa novela.

Analía Pinto

viernes, 8 de agosto de 2008

La experiencia poética

Notas sobre la experiencia poética - Alberto Girri Siguiendo el envión de la semana pasada y el enorme placer que me produjo analizar, como en las épocas del profesor Cowes, un poema, he decidido hoy continuar en una senda parecida. Pero en lugar de analizar un poema, comentaré algunos aspectos y fragmentos de un libro de un poeta. No un poemario, sino un libro que reflexiona sobre la poesía en diversas formas y que, en mi opinión, echa luz sobre algo tan inasible y casi inaprehensible como es, justamente, la "experiencia poética".

Notas sobre la experiencia poética (Buenos Aires, Losada, 1983) es un libro del poeta argentino Alberto Girri en el que selecciona materiales de otros libros suyos: Diario de un libro (1972), El motivo es el poema (1976) y Lo propio, lo de todos (1980), a los que se suman un diálogo con el crítico Enrique Pezzoni y otro con Vilma Colinas. El texto es, en definitiva, una aforística y charlada ars poetica.

Y ya que digo "ars poetica", quisiera añadir que personalmente desconfío mucho de aquellos poetas que no tienen una, sea en forma de poema breve o de voluminoso ensayo, no importa, pero la carencia de reflexión sobre su propia praxis me parece un motivo más que suficiente para desconfiar y hasta rehuir de él. Y esto porque no concibo, quizá a causa de este mismo libro, que un poeta no se cuestione, casi tan obsesivamente como se pone a escribir o a corregir, que no es más que reescribir, los fundamentos filosóficos, estéticos y existenciales, sólo por citar tres aspectos, de su quehacer. Un poeta que simplemente "escriba" y nunca se detenga a pensar cómo, por qué y para qué lo hace no me parece digno de ser tenido en cuenta, en tanto su actitud denuncia un temor camuflado de desdén hacia cualquier cosa que no sea la "musa".

Es la actitud típica de los poeñoños, por otra parte, de todos aquellos escribidores que se dejarían cortar una mano antes que ponerse a pensar, con algún tino, en qué demonios es lo que hacen cuando escriben. En su pensamiento monolítico y vertical no hay lugar para la duda ni para el cuestionamiento: escriben porque necesitan expresar sus excelsos sentimientos y con eso se eximen de cualquier reflexión teórica o metapoética, no vaya a ser cosa que el manantial prístino de sus versos se vea contaminado con los efluvios del monstruo de las profundidades, ese horrible boogey man que todo el tiempo los acecha, es decir, el pensamiento.

Poesía y pensamiento van de la mano. Como fondo y forma y como otras tantas duplas similares, no puede existir uno sin el otro. Poesía y pensamiento se reflejan mutuamente, se hacen señas en la oscuridad, se auxilian, se evaden y se rehúyen en ocasiones pero nunca se pierden de vista. Eso es lo que queda claro tras la siempre refrescante lectura de este libro de Girri. Y aquí, una aclaración necesaria. Girri es un poeta difícil, diría incluso hermético. Sus versos suelen venir cargados de, justamente, pensamiento, de un contenido filosófico y metafísico hondo como muy pocos poetas se atrevieron a usar en nuestro país. Si eso no fuera ya obstáculo suficiente para lectores poco versados en la lectura asidua de la poesía, en su época de mayor fecundidad poética (tras sus inicios en la generación del 40, generación de la que prontamente se desvinculó), Girri utilizó un lenguaje parco, seco, exento de florituras y adornitos, reconcentrado, filoso y aquilatado como un diamante; por otra parte, su contacto continuo con los poetas de lengua inglesa, a quienes tradujo exitosamente, contribuyó a esa "gelidez", si se quiere, lexical, así como a su acervo metafísico.

En el libro que nos ocupa, sin embargo, apela a otra vertiente de la poesía (y también del pensamiento), como es el aforismo. Los tres fragmentos de los libros citados contienen numerosos aforismos (de ahí que el título del libro sea Notas..., porque exactamente eso es lo que son: notas, apuntes, hilitos de los que tirar y desovillar pacientemente) con enormes dosis de pensamiento concentrado; con muchos destellos de poesía también. Antes de pasar a comentar algunos de ellos sucintamente, me gustaría decir que este libro fue uno de los primeros que compré cuando me di cuenta, muy inconscientemente y todavía envuelta en un halo libresco (por no decir ñoño) muy grande, que escribir poesía no era un simple "desahogo" para mí y que el papel que la poesía venía a ocupar en mi vida no era ni secundario ni mucho menos efímero o sólo la resultante de un amor adolescente desdichado ni nada por el estilo. La poesía había venido para quedarse y eso lo supe cuando tenía apenas diecisiete años.

Con esa íntima convicción, rubricada ya por la inevitable y gloriosa lectura de las Cartas a un joven poeta de Rainer María Rilke unos pocos meses antes, fue que me topé con este libro en una pequeña librería quilmeña, muy cerca del colegio al que yo concurría. La librería, con nombre de santa (Santa Rita, la patrona de los imposibles), ya no existe; dejó de existir, incluso, poco tiempo después. Pero tenía un modesto e interesante surtido de poesía y recuerdo haber comprado allí también algunas antologías determinantes para mí, una de ellas de poesía argentina del siglo XX, con la que accedí a dos de mis poetas favoritos: Alejandra Pizarnik y Roberto Juarroz, leídos ambos con fervor, en noches en vela, en tardes escapadas del colegio, en mañanas de vagabundeos por los alrededores, en minutos robados a todos los dioses prometeicos. Lo mismo sucedió con este librito de Girri y luego fue vuelto a leer con idéntico o parecido fulgor en los años subsiguientes y cada vez que no logro conectarme bien con mi propio manantial poético vuelvo a él para reubicarme y dejarme hablar que eso, y muy poca otra cosa, debe hacer un poeta.

He aquí una de mis notas favoritas:

"El espíritu de la letra; la letra a la manera de dato que servirá para que el lector se golpee la frente: '¿Cómo no me había dado cuenta antes de que eso era así, tal cual lo estoy leyendo, literalmente?'"

Ese golpearse la frente, ese nouveau frisson, ese auténtico estremecimiento/escalofrío espiritual, ese rayo que cae sobre nuestra cabeza o nuestro corazón como sobre una ciudad dormida es el ideal, en mi opinión, que cualquier poema perdurable debe alcanzar. En ese "darse cuenta" subsiste lo que hace que los poemas no necesiten de referencia externa alguna para poder ser captados, no precisen muletas ni saberes extraños ni notas al pie que los expliquen; en definitiva, que sean entidades autonómas, un objeto puesto a existir en el mundo por la voluntad creadora de un hombre en cualquier tiempo y lugar con vocación de eternidad. Eso es lo que hace que podamos leer aún hoy el carmen 85 de Catulo, escrito en el siglo I a. C. y darnos todavía ese mismo golpe en la frente ante ese irrepetiblemente cierto "Odi et amo" (odio y amo) y es también lo que hace que al llegar al final del poema 12 de Espantapájaros de Oliverio Girondo digamos "sí, es así y yo nunca lo había visto de esta manera". Y es, también, lo mismo que hace que, en definitiva, un poema sea capaz de soportar la temida pregunta que muchos lectores solemos hacernos cuando un texto no logra impactarnos, ni iluminarnos, ni tan siquiera interesarnos un poco: ¿y qué? ¿y con eso, qué? Un poema que sólo suscite esa pregunta/respuesta no ha llegado aún a ser un poema, no se ha instalado en el mundo, simplemente no es.

Otra de mis notas favoritas es la que sigue:

"El ejercicio de la poesía como caza. Prestos a derribar algún pájaro; atentos a que mientras arrojamos la piedra o la flecha no se nos escapen de entre las piernas (de las trampas que hemos armado), liebres, zorros. O bien, modestamente, de tanto en tanto un pájaro, y comúnmente aves de corral.

Y la nostalgia de lo imposible (del unicornio no cazado) que los años curan."

Concebir la poesía como cacería me parece una de las alegorías más felices. Algo (o mucho) de esto ya se ha dicho en el posteo anterior, a próposito del poema analizado y del poemario homónimo (Las cacerías) de Amelia Biagioni. Entender que en ese dejarse hablar cabe la posibilidad de cazar, alguna vez, ese improbable y maravilloso unicornio, ese pez fulgurante que la poeta temía arruinar o dejar escapar para siempre. Sin embargo, entender también, más aún, hacer carne la idea de que la mayor parte de las piezas obtenidas serán vulgares aves de corral, modestas gallináceas, pajarracos de vuelo poco grácil y plumas desvaídas; algunas veces, quizá, un zorro de plateado pelaje, como para no perder las esperanzas, pero el bendito unicornio hará relumbrar su figura en lo más hondo del bosque sin que nos sea dado alcanzarlo. O bien: sólo lo podremos alcanzar a costa de entregarnos, sin condiciones, al ejercicio de la poesía; sólo si estamos dispuestos, como dice César Fernández Moreno, "a consumir un año en una e" es posible que el unicornio o el pez de oro se dejen acariciar al menos una vez.

El compromiso es total, el resultado es siempre magro. Magro pero perfectible, cierto, pero magro al fin. La poesía promete lo que no puede dar, como dice Girri más adelante. Quien esté dispuesto a confiar ciegamente en ella será, alguna vez, recompensado. Eso es lo que los poeñoños, los poetas del sentimiento y la chusma escribidora de Internet, con su cancerígena proliferación de blogs y sitios donde vomitan sus imberbes chorradas, jamás podrán llegar a comprender porque a ellos los mueve "el sentimiento", el sacrosanto e intocable sentimiento, el falso de toda falsedad sentimiento. No están dispuestos a consumir ni diez segundos en una e. No saben lo que es el compromiso con una concepción poética de toda la vida y no sólo del momento en que mi novia me dejó y por eso puedo escribir los versos más tristes esta noche y encima publicarlos en la red como si nada fuera.

La nota que sigue explica mejor que mis anteriores palabras a qué me estoy refiriendo con todo esto:

"Profesional y aficionado, más oposiciones. Uno aspira a que el poema se integre al mundo, otro, a que compita con el mundo; uno, vaciando, otro, acumulando; uno, procura ocultarse de sí mismo, otro, destacarse; uno, cuenta con que los arbitrios de los malos poemas y de los buenos son, en rigor, intercambiables, otro, presume discernir entre nobles e innobles materiales."

En consonancia con la idea de la praxis poética como cacería, esta otra nota:

"Adivinar el poema, insistir hasta aferrarlo. Después, el desánimo, sospecha de que el enigma sigue intacto, acaso aguardando desde otro poema, aún no entrevisto."

Para finalizar, transcribiré algunos fragmentos de uno de los diálogos incluidos en el libro, que sintetizan, con felicidad y eficacia, no sólo lo que Girri ha querido expresar en este libro y en su poesía en particular sino también lo que yo he querido volcar en estas reflexiones a partir de su texto:

"(...) la función del poeta, del poema, es la de intentar darle una existencia permanente a la realidad aparencial en la que nos movemos: la tesis de que todo lo dado existe, pero a la vez no existe sino por medio del artista que lo va creando. Pero, fundamentalmente, creo que en última instancia el fin del poema es dar cuenta del compromiso que su autor tiene con la lengua, o sea lo más vital de la comunidad donde ese poema fue escrito. Un compromiso que consiste, observó Eliot, en conservar la lengua, en primer término, en perfeccionarla, ampliarla, en segundo lugar. Al expresar lo que otras gentes sienten, el poeta modificará también el sentimiento, haciéndolo más consciente. 'Hará -agrega Eliot- que las gentes sepan mejor lo que ellas ya sienten, enseñándoles por lo tanto algo nuevo sobre sí mismas. O enseñándoles también, a compartir conscientemente nuevos sentimientos que hasta entonces no habían experimentado."

Aquí me permito dos breves reflexiones:

una: si el compromiso del poeta es con la lengua de su tiempo y su lugar se comprende la aversión que me causan esos mamotretos escritos de "tú" cuando acá, de este lado del Río de la Plata, nadie habla de tú. Lo puedo llegar a comprender en algún poeta del interior (y de ciertas provincias, tampoco de todas), pero lo repudio enérgicamente en poetas nacidos dentro y fuera de la General Paz, pues ese hecho en apariencia mínimo no es mínimo en absoluto: denota, en su aparente inocencia, qué clase de aproximación tiene ese poeta a la poesía, qué política, qué moral, por así decirlo, la subyace. Un poeta que, nacido, criado y educado en el dialecto rioplatense se ponga a escribir de "tú" exhibe todo el artificio y la falsedad de una concepción de la poesía que la supone sólo un lenguaje excelso, un escribir bonito, apenas un juego o un pasatiempo de enamorados o de locos bohemios, no un compromiso radical con una actitud ante la vida, no la posibilidad cierta de fundar mundos, de instaurar realidad en la "realidad";

dos: hacer más consciente el sentimiento como dice Eliot no quiere decir insistir hasta el hartazgo con los triviales hechos que pasan en mi alma ni con los banales pensamientos con que me despierto día a día. Significa, creo yo, usar de trampolín la trivialidad absoluta, la común y silvestre disposición de cualquier vida para elevarla a un plano superior a través de la poesía, es decir, de una reflexión poética acerca de lo que nos pasa. No me sirve de nada, ni me enseña, ni me hace darme cuenta de nada leer que Fulanito llora porque perdió a Menganita. En cambio, después de leer un poema espeluznante en su maravilla y en su horror como "Cadáveres" de Néstor Perlongher me doy cuenta de lo poco que sé y de cuánto me falta aprender todavía, entre otras muchas cosas más. La lengua, siguiendo a Eliot, allí, en ese poema, no sólo se conserva sino que se perfecciona y amplía notoriamente. Basta leerlo con atención para comprobarlo.

Sigue Girri:

"(...) creo que cada poema, por abstruso que parezca en la superficie, si es real ya a priori va dirigido a alguien que en su momento lo leerá, lo recreará y asimilará. Un poema digno de ese nombre, es un objeto cuyo destino es existir, 'no necesariamente agradar'. Mi poesía (y dejemos de lado el que, entre tantas acusaciones, ha sufrido la de ser cerebral, como si se me dijera: 'Límitese a escribir los poemas, no piense'), no ofrece ni más ni menos dificultades que cualquier otra, sólo exige un cierto margen de frecuentación, de apertura interna ante lo que mis poemas tratan de expresar. Por lo demás, hay que contar con la vieja verdad de que al mismo tiempo que escribe, uno va creando o preparando los lectores que leerán eso mismo que se escribe."

Y para finalizar:

"O la expresión poema inconcluso es una contradicción en sus términos, o bien todo poema es, por definición algo inconcluso. Opto por lo último, convicción que al menos tiene la ventaja de apartarnos de las tentaciones del aficionado, ese que cree posible el poema acabado, inmodificable, intemporal, etcétera. Ese que escribe poemas sin entender que lo verdadero no está en los resultados, sino en la necesidad de escribirlos identificándose con la obligación de escribirlos."

Y al fin:

"(...) el novel poeta debe meterse en la cabeza, repetírselo a diario, que todos los logros que podamos alcanzar serán siempre de una relatividad desconsoladora, y que lo único que de cierto importa es recomenzar cada vez, porfiar, intentar una nueva clase de fracaso. Que lo máximo que puede ambicionarse es que el poema que escribamos sea el que necesitó ser escrito."

Analía Pinto