jueves, 31 de julio de 2008

Don de cántico

"Yo te digo: se vive más hondo en la poesía."

"Desnuda ya de los vestidos / convencionales, apagados, / uso una ardiente túnica."

Amelia Biagioni por Sylvio Fabrykant No habia contemplado la posibilidad de hablar sobre poetas aquí. Cuando pensamos aquella sección de La Granda Milito que se iba a titular como este mismo blog y cuando pensé en qué tenía ganas de hacer aquí al momento de fundarlo, siempre pensaba en términos de prosa. Autores, narradores. A lo sumo ensayistas. Pero nunca en poetas. Cosa singular si la hay, siendo yo misma (y proclamándolo a los cuatro vientos -me pregunto ahora por qué serán sólo 'cuatro' si evidentemente son unos cuantos más: ¿responderá acaso a los cuatro puntos cardinales?) poeta. Pero hoy, mientras decidía qué libro iba a comentar, tras haber descartado el que había previsto en la semana, se me prendió la lamparita (¡guerra al lugar común urgente!: ¿con qué puede reemplazarse este remanido latiguillo?; se escuchan sugerencias) y decidí dedicarle este post a una poeta.

Una poeta argentina.

No, no es ninguna de las que están pensando: no es Alfonsina Storni (a quien amo) ni tampoco Alejandra Pizarnik (a quien idolatro). Es una "reina desconocida", como atinadamente la llama Ivonne Bordelois en su bellísima necrológica (ver links aquí junto). Es una diosa a la que yo le rindo pleitesía desde que tuve el honor de leerla por primera vez, hace unos pocos años, y no estoy sola en este culto. Mi hermana Alejandra (Pizarnik, claro, que soy hija única yo -o eso creo) me precede, como lo demuestra la carta que le enviara tras leer su poemario El humo (1967). Amelia Biagioni, poeta santafesina, de ella se trata.

Allí, en esa carta de 1967, Pizarnik le dice, luego de procurar explicarle el inexplicable impacto que su lectura ha causado en ella, "gracias por El humo". Así, "gracias", como si hubiera recibido exactamente lo que necesitaba. ¿Qué hace, entonces, que la poesía de Biagioni sea tan singular? Muchas cosas o quizás unas pocas. Mejor aún, una sola: Biagioni tiene el don del cántico. El don del cántico es el que marca la diferencia, en opinión del poeta y editor argentino Víctor F. A. Redondo, entre el verdadero poeta y el prolijo redactor de prosa cortada y rimada cacofónicamente a la manera de versos (lo que en otro lugar yo llamo "poeñoño"). El verdadero poeta lleva en sí la música de su verso y sus versos siempre suenan y resuenan. No sólo contienen la armonía rítmica y musical que los distingue del lenguaje vulgar y ordinario, sino que además se cargan de una intensidad inusitada por aquello que dicen y por cómo lo dicen.

Es mi intención, entonces, correr ligeramente el velo y tratar de desentrañar qué dice y cómo lo dice Amelia Biagioni y por qué me causa un impacto sensitivo y emocional tan grande, tan intenso y desolador, angustioso y colérico a la vez, rabioso de amor y admiración, tan parecido, seguramente, al que le causó a Alejandra Pizarnik en su momento.

No hay mucho que decir de su biografía, apenas algunos datos anécdoticos (y vuelvo a remitirlos al Diccionario de Autores Argentinos que mencioné en posteos pasados, pues su reseña también la escribí yo) que no cambian demasiado la percepción de su poesía, a excepción de uno: nacida en Gálvez (Santa Fe), como ya dije, provincia que ha sido también cuna de otros enormes (y desconocidos o poco apreciados) poetas, tras la publicación de su primer libro, a instancias de José Pedroni, Sonata de soledad (1954), Biagioni se mudó a Buenos Aires. Lo que pudiera parecer un movimiento natural para un artista del interior resultó para ella un agudo desgarramiento, un quedarse con sus raíces al aire, un verdadero desarraigo, como puede observarse en muchos de los poemas de su libro siguiente, La llave (1957).

Pero antes de pasar a los poemas que he elegido es necesario aclarar que pueden demarcarse claramente tres períodos en la poesía de Biagioni: un primer momento, vinculado aún a la poesía del 40, de corte intimista y adscripto a una estética más bien clásica (donde se destaca, como se verá enseguida, su manifiesta habilidad como sonetista); un segundo momento, de transición, cuyo libro emblemático es El humo, en el que los ropajes "convencionales" caen y la poeta comienza a ponerse, tímida pero resueltamente, su nueva "ardiente túnica", y un último momento, en el que la ruptura estética es completa y se profundiza con cada libro. Mientras que en Las cacerías (1976) la ruptura es aún más temática que formal, en Estaciones de van Gogh (1984), auténtica biografía poética del pintor, y Región de fugas (1995), la autora rompe también los moldes formales y apuesta por quiebres de todo tipo (sintácticos, gramaticales, espaciales) pero sin perder jamás su natural don de cántico.

En consecuencia, elegí un poema de cada momento para presentarles aquí. Pretendo analizar con algún detalle sólo el primero y dejar los otros dos para que sean uds. los que, libres de mis todos mis palabros, vaguen a gusto en ellos, los sientan y se empapen de su luciferina belleza.

El primer poema es, como suele suceder con los poemas-pórtico (es decir, aquellos que abren un poemario), una ars poetica en sí mismo y contiene ya, como suele suceder también, todos los tópicos y preocupaciones que rondarían incesamente a la poeta (otro dato interesante acerca de su biografía es que nunca frecuentó mundillo literario alguno, publicó muy poco en revistas y corrigió obsesivamente sus poemas, incluso los ya publicados; vaya esto para todos los que aún creen que la poesía no se corrige). Es por eso también, por su carácter iniciático y fundante, que quiero analizarlo con detalle, y desde ya me excuso si me excedo con el palabrerío técnico.

Es, también, un hermosísimo soneto:

 

VÍSPERA DEL CANTO

Mínimo grillo, mira: Éste es mi tema.

Defendido y mordido por la herrumbre

lo descubrí en mi sangre, en esa lumbre

donde el silencio empieza a ser poema.

 

Toco en su enjuta brevedad de esquema

el hueso de mi antigua pesadumbre.

Parece su azulísima quejumbre

la de un mar encerrado en una gema.

 

¡Ay, si al abrirlo, en vez de la sirena

asoma un pez vulgar de sangre muda,

y el tema vuelve a ser silencio entero!

 

¡Ay, si lo desfiguro con arena!

Quiero ese verso de ola, el que desnuda.

Cántalo, hermano mío, tú primero.

 

Este soneto es un prodigio se lo mire por dónde se lo mire. Desde el título hasta el último verso cada pieza encaja en su lugar a la perfección, como si ese y no otro fuera su lugar. Nada perturba el delicado y a la vez potente equilibrio logrado por la poeta. El título anuncia algo que aún no ha sucedido (y por ello es el poema-pórtico): estamos en las vísperas, en el momento antes del gran momento esperado. El yo lírico se dirige entonces a otro "cantor" como él mismo, el grillo. El vocativo "mínimo" no debiera interpretarse por la negativa sino por la positiva: mínimo en su tamaño, enorme en su incansable capacidad de canto. Un primer quiebre se produce en la mitad misma del primer verso: en lugar de decirle 'escucha' u 'oye', el yo lírico le dice al grillo: "mira" (correspondiéndose con la misión, si alguna tuviera, del arte, la de decirnos "mirá -y mirá bien lo que te muestro-") y a continuación, señala qué debe mirar.

El segundo hemistiquio del primer endecasílabo revela entonces, sin revelar, el tema de toda la gran poesía, su mayor eneamigo: el silencio (es decir, la muerte). En forma elíptica, interponiendo un pronombre anáforico ("Éste"), sobredestacándolo con una gran mayúscula acentuada, el yo lírico hace su declaración de principios ante un representante de la Naturaleza y no ante otro hombre (vale la pena remarcar aquí que la presencia de la Naturaleza y específicamente del reino animal conforma una de las grandes isotopías estilísticas de la autora, que hace eclosión en, por supuesto, Las cacerías).

El resto del primer cuarteto echa un poco más de luz acerca del tema (no) revelado, apenas sugerido (como se corresponde también con la misión, si alguna tuviera, de la poesía, la de apenas dejarnos entrever, atisbar algo, como si espiáramos a Dios o a los resortes que mantienen andando al universo): se dice que ha sido "defendido y mordido por la herrumbre", donde podría leerse el impacto del mundo de los hombres -no confundir con el 'mundo masculino', por favor- sobre el yo lírico (representado en este caso por la 'herrumbre'), pero también que ha sido descubierto en su propia sangre y a continuación se sucede la verdadera revelación del tema (y del poema): "en esa lumbre / donde el silencio empieza a ser poema": es decir, donde la vida empieza a imponerse a la muerte.

El segundo cuarteto, como cuadra a todo soneto, desarrolla más ampliamente la idea central del primero. La atinada elección de la rima en 'ea' y 'ue' refuerza, con su paralelismo sonoro, lo que allí se quiere destacar: el silencio es el "hueso de mi antigua pesadumbre" pero también es "un mar encerrado en una gema". Y aquí principia el verdadero poema, si se quiere, o bien se profundiza aún más el movimiento de desvelamiento que organiza, en su estructura profunda, todo el poema: si el silencio es como un mar encerrado en una gema, cuál no será el espanto del poeta al abrirlo y encontrarse apenas con un "pez vulgar de sangre muda".

Ésta es, sin lugar a dudas, la trampa que encierra todo oficio poético: promete gemas, tesoros fabulosos y mundos encendidos sólo a aquel que se aventure a las profundidades, a las verdaderas profundidades, a buscarlos, munido sólo de su pluma y de su alma, en espera y humildad henchido, silencioso, atento a la música que pugna por abrirse paso entre la maraña de ruidos ensordecedores que opone el Mundo. Todo lo promete pero casi nunca lo da. Y lo que más suele dar, la impía, la dura poesía, es peces apenas vivos, sin ningún brillo, gemas desgastadas, baratijas, bisuterías que uno se empeña en hacer pasar por poemas... sin demasiado éxito. Por eso el yo lírico, en su primer pico de angustia (señalado por el 'ay', una aguda onomatopeya que se carga, justamente, de sentido y de melopeya en este contexto), teme que el tema, su tema, su poesía, su poema, "vuelva a ser silencio entero", es decir, vuelva al grado cero, donde todavía no hay poema, donde ni siquiera está esa lumbre de esperanza antes mencionada.

Luego, en el último terceto, aparece el segundo gran temor de todo poeta (un nuevo pico de angustia, nuevamente señalado por un 'ay', donde puede verse la tensión y eficacia producidas por una anáfora bien usada). Una vez hallado el tesoro, la gema, el verdadero pez de relumbrante oro y no el vulgar cornalito, todavía tembloroso en nuestras manos, arruinarlo para siempre por exceso de celo o pulcritud (de ahí "ay, si lo desfiguro con arena"). Allí, el yo lírico emprende el camino de retorno y hace su segunda declaración de principios: quiere el "verso de ola, el que desnuda", es decir, el que descubre y, descubriéndolo, encuentra (es decir, genera) a la vez el tesoro, sin temor de arruinarlo ni de perderlo para siempre. Hallado éste pues, transformado ya el silencio en poema (en el poema que estamos a punto de terminar de leer) se vuelve exactamente al punto inicial y el yo lírico vuelve a dirigirse a su interlocutor privilegiado, el "mínimo grillo", su hermano cantor, a quien le pide, con toda humildad, que lo cante, que cante ese verso (que diga el poema) cediéndole el lugar, haciéndose a un lado, con la infinita humildad que todo artista debe tener si quiere ser visitado realmente (y no en figuritas) por las Musas.

En esa misma espera, aguardando con mucha humildad y respeto a unas musas que andan un poco remisas (tal vez porque andan en remís y no en bellos centauros de largos cabellos) por estos pagos, los dejo con los otros dos poemas elegidos, síntesis aquilatadas, metamorfoseadas por la mano alquímica de Biagioni, de las mismas preocupaciones que aparecen en esta primera víspera del canto (lo cual viene a demostrar que, como dice Erica Jong, al igual que siempre escribimos el mismo libro, siempre escribimos también el mismo poema). Los invito, además, a seguir leyéndola aquí y también aquí, donde próximamente subiré dos poemas suyos con curvas.

Analía Pinto

OH TENEBROSA FULGURANTE

Oh tenebrosa fulgurante, impía

que reinas entre cábala y quimera,

oh dura poesía

que hiciste mi imprevista calavera.

 

Por qué me diste huesos,

si yo era, entre lenguas, “la que nombra

muriendo transparente”, y entre besos,

“llovizna”, desde el beso hasta la sombra;

 

si yo era en la pálida costumbre

de cruzar el otoño trashumante,

mientras tú, suavemente ave de lumbre,

alta volabas y constante.

 

Por qué bajaste oscura. Mis despojos

creas, desencadenas mi esqueleto.

Devoraste mis párpados, mis ojos,

mi corazón secreto.

 

Oh sacrílega maga que ceñiste

la gracia en hambre, alazo, pico y garra,

por qué en tu salamandra convertiste

a mi tristísima cigarra.

 

Por qué. Pero me ofrezco, y apaciento

mis huesos, y mi cara se acostumbra

a ser tan sólo profecía y viento.

Come, cuerva. Y relumbra.

El humo, 1967.

 

FULGURANTE ANESTESIA

El gran rubí dolor —oh místico—

me atregua levitando verde y lejos

sobre el tiempo de las caléndulas

 

respiro el Häendel aleluya

entre cómplices fluye azul mi cuerpo

sin orillas por un cauce sin fondo.

 

Revestido de enigma blanco

señor de élan sabiduría y artroscopio

llega Hipócrates

 

hunde la vara de videncia

en el nudo del alma sangre y carpo

donde empieza mi mano escriba

 

y en la pantalla dicho con mi letra

de ignoto lumen centelleante,

desapareciendo surge el tácito Poema.

Región de fugas, 1995.

 

AMELIA BIAGIONI

(1916-2000)

 

Foto: Silvio Fabrykant.

jueves, 24 de julio de 2008

Apuntes y pensamientos de un narrador fabuloso

Cuaderno de apuntes - Michael Ende El Cuaderno de apuntes (Barcelona, Alfaguara, 1996; título original: Michael Ende's Zettelkasten; traducción de Carmen Gauger) de Michael Ende es un libro delicioso se lo mire por donde se lo mire. Contiene diversas clases de textos, entre ellos poemas, canciones, reflexiones breves, cuentos, fábulas, reportajes, "versos soñados" (como éstos: "En la ostra opalescente de la mañana / yace el sol, pálido y refulgente / como una perla", o éstos: "La barba cristalina de la vetusta lluvia / se posa sobre los tejados de la ciudad."), pequeños sketches teatrales, cartas, un cuestionario de 44 preguntas que reproduje aquí y un misterioso ouroboros verbal que reproduje también aquí.

Entre todo ese bosque de textos me interesa detenerme, en esta ocasión, en aquellos momentos en los que Ende, el reconocido autor de La historia sin fin y Momo, entre otros libros de presunta "literatura infantojuvenil", de gran acogida en los años 80, cuando Harry Potter no había nacido aún (dejo para otro lugar mi opinión acerca de la existencia o no de tal género literario), los momentos, decía, en los que reflexiona sobre el arte, los artistas y el mundo, que me han parecido, a lo largo del libro, los más fructíferos (y vivificantes) de todos.

Las primeras reflexiones al respecto aparecen, en verdad, en forma de preguntas, en el cuestionario ya citado (las "Cuarenta y cuatro preguntas al amable lector"). Estas preguntas que Ende lanza al aire sin más se van respondiendo, no todas pero sí quizá las más urticantes, a lo largo del libro. Teniendo en cuenta que este Cuaderno es sólo una ínfima selección del archivo personal de Ende, realizada por Roman Hocke, imagino que las preguntas que aquí quedan sin responder podrían ser respondidas con el resto de sus papeles.

En primer lugar hay que decir que Ende está en contra de la ya fastidiosa y omnipresente entronización de la "realidad demostrable" (la de los científicos, si se quiere) como única realidad posible. Sobre este tema volverá en numerosas oportunidades. Aquí, en "También es una razón", una primera aproximación:

"estoy convencido de que el arte y la poesía de todos los tiempos y de todos los pueblos se acercan mucho más a la verdad que la triste imagen de la realidad de lo sólo-demostrable, una realidad que en el mundo de hoy pretende ser lo único cierto."

Pero es en "Pensamientos de un indígena centroeuropeo" donde Ende la emprende más fervientemente contra los Señores del Mundo y su racionalidad a cualquier precio. Bajo la premisa de hacerse pasar por un "ser primitivo, originario de una reserva centroeuropea" (el viejo truco de presentarse como un otro para poder ver con más detalle la realidad propia) y de defender los estatutos, por así decirlo, de su reserva (la "literatura infantil"), Ende se despacha contra quienes han logrado que ya no haya fantasía en el mundo, contra los desfazedores de hechizos, los amantes irredentos de la máquina, la estadística, la ciencia más pura y más dura, la que excluye cualquier posibilidad no explicada por las leyes de la causa y el efecto. Dice entonces:

"al pequeño salvaje se le explica con la máxima claridad que todo lo que hasta entonces le hacía ver el mundo como algo afín, como algo suyo, no era sino un burdo y amable embuste. No hay Niño Jesús, no hay cigüeña, ni conejito de Pascua, ni ángel de la guarda ni enanitos. El pequeño salvaje se entera de que hasta entonces, durante todo el tiempo, se le ha tomado por un perfecto idiota, ni más ni menos."

Y luego:

"El llamado adulto de hoy, a quien le han obturado el cerebro con un concepto de realidad mezquino hasta la ridiculez, considera todo lo maravilloso y misterioso como 'irracional', como 'fantástico' o 'de evasión' o comoquiera que recen todas esas expresiones degradantes."

¿Hay acaso mayor desilusión que la de saber que los Reyes Magos son los padres? ¿Que no es cierto que hay camellos, que tanta agua y tanto pasto dejado cada 5 de enero por la noche han sido totalmente en vano? ¿Que la mágica aparición de los regalos no se debió a Melchor, Gaspar y Baltasar sino a nuestros padres? Sólo pensarlo me produce escalofríos, porque en algún rincón de mi alma, sigo pensando que los Reyes Magos existen, que hay un ángel de la guarda, que la cigüeña trae colgando de su pico a los bebés y que un ratoncito se lleva los dientes que le dejamos debajo de la almohada con tanta devoción. Si no pensara todo esto, no podría formar parte de la misma religión de la que Ende se declara devoto:

"Nuestra religión se llama poesía. Creemos que la poesía es para los hombres una necesidad vital elemental, a veces más vital que el beber y el comer. (...) La poesía es la capacidad creativa que tiene el hombre de vivirse y de reconocerse a sí mismo una y otra vez en el mundo y al mundo en sí mismo. Por eso toda poesía es, en su esencia, 'antropomórfica', o dejará de ser poesía. Y justamente por ese motivo, toda poesía tiene afinidad con lo infantil."

En "Lo eterno infantil" Ende vuelve sobre el tema. Esta vez, intenta dilucidar las razones por las que escribe. Como el texto fue escrito para ser leído en un congreso sobre literatura infantil, sus reflexiones giran en torno a ella y dice:

"yo no escribo en absoluto para los niños. Quiero decir que mientras escribo, no pienso nunca en los niños, no reflexiono sobre cómo he de expresarme para que me entiendan los niños, no elijo o desecho un tema porque éste sea o no sea apropiado para niños. En el mejor de los casos podría decir que escribo los libros que me habría gustado leer de niño."

Y más adelante, sigue:

"Creo que las obras de los grandes escritores, artistas y músicos tienen su origen en el juego del eterno y divino niño que hay en ellos: ese niño que, prescindiendo totalmente de la edad exterior, vive en nosotros, ya tengamos nueve o noventa años; ese niño que nunca pierde la capacidad de asombrarse, de preguntar, de entusiasmarse; ese niño en nosotros, tan vulnerable y desamparado que sufre y busca consuelo y esperanza; ese niño en nosotros que constituye, hasta nuestro último día, nuestro futuro."

Esta idea del juego, y del arte como el juego más supremo, sublime y fabuloso, recorre todo el pensamiento vivo de Ende:

"Hasta el Creador de este nuestro mundo jugó cuando creó la Naturaleza, pues nadie podrá convencerme jamás de que la infinita variedad de formas y colores del mundo de los animales, plantas y piedras ha surgido únicamente por la imperiosa necesidad de sobrevivir y adaptarse."

La finalidad, entonces, del arte, no es "trasmitir un mensaje" o "dejar una enseñanza", como las mentes bienpensantes suelen creer a pie juntillas, sino únicamente restablecer el equilibrio perdido, prestarle al mundo "encanto y misterio", encanto y misterio que han perdido tras un largo siglo de racionalidad pura, y todavía más todo arte tiene una "finalidad terapéutica":

"Pues el arte verdadero, la poesía verdadera, nacen siempre de la totalidad de cabeza, corazón y sentidos, y restablecen esa totalidad en los hombres que tienen acceso a ellas, o sea, devuelven la salud, sanan a los hombres."

Y que alguien me demuestre lo contrario, agregaría yo aquí (de seguro no faltará un desquiciado que lo intente). Y agregaría también muchas cosas más, pero espero haber sembrado la curiosidad y las ganas de ir al encuentro de este libro, del mismo modo que uno va al encuentro de un amado, de un sabroso chocolate o de un sorbo del vino favorito. Con esa fruición anticipada. Con la misma pasión. Con ganas de encontrar y encontrar lo inesperado.

Analía Pinto

jueves, 17 de julio de 2008

Los "trucs" del perfecto cuentista

Cuentos de la oficina - Roberto Mariani No se dejen engañar por ese título. No voy a hablar de Horacio Quiroga, cosa que me encantaría porque es uno de mis escritores favoritos, pero ya lo he hecho muy gustosamente en otro lado (v. Diccionario de Autores Argentinos, Programa Cultural Petrobrás, 2007). Además, el gran, genial y selvático Quiroga no es, precisamente, un autor abisal. Supo sobresalir aunque naufragase al final de sus días, vencido por una enfermedad.

En cambio, el autor del que hoy quiero hablar es lo que podríamos llamar un autor de "segunda línea", entendiendo por segunda línea no una baja calidad literaria o una pobre ejecución escrituraria, más bien todo lo contrario. Es un autor de segunda línea en tanto no sobresalió en la literatura argentina más que muy brevemente y en un momento puntual de ella. Es un autor mediano. No es genial, como podría serlo Quiroga para mí, pero tampoco es uno del montón. Y espero demostrar aquí por qué Roberto Mariani, ya que de él se trata, no es un autor más. Ni tampoco un "boedista" cualunque, ni mucho menos alguien cuya obra no merezca ser revisitada.

Perteneció al grupo de Boedo, es cierto, pero no fue de sus autores más representativos, ni siquiera de los más combativos a pesar de su celebérrimo editorial "Nosotros y ellos", publicado en la revista Los Pensadores en 1926. Como la mayoría de los que estaban enrolados en uno u otro grupo (Boedo o Florida) lo estaba más por circunstancias fortuitas que por una militancia política o estética determinada. Mariani es, podría decirse, un Roberto (ya que son tocayos, aprovechemos) Arlt pudoroso. Contenido. Temeroso, por momentos, como algunos de sus personajes. Mariani es la versión "prolija" del porteñamente desprolijo y anárquico Arlt (otro de mis escritores favoritos, para qué negarlo).

El libro más relevante e importante de Mariani se titula Cuentos de la oficina (Buenos Aires, Ameghino, 1998) y de él quiero hablar. Es un pequeño clásico de nuestras letras, o debiera serlo. No tanto, aunque sí, por instalar el mundo del trabajo remunerado y oficinesco en el horizonte de nuestra literatura sino por el marcado oficio de que da repetidas muestras. Mariani es, si no el perfecto cuentista quiroguiano, un avezado maestro en el delicado arte de contar una historia y de contarla bien.

Y aquí debo hacer un obligado paréntesis. Estoy segura de que no hubiera llegado a apreciar estas cualidades suyas si no me hallara yo misma en la ardua tarea de aprender a contar bien una historia. "Contar bien una historia": ¿a qué me refiero con eso? Al innegable hecho de que el "qué" y el "cómo" de aquello que se quiere contar están indisolublemente ligados y que priorizar uno sobre otro sólo conduce al fracaso o, al menos, a malograr un posible gran texto. Y todo esto se lo debo a quien es mi actual maestro en estas preciosas lides, el escritor y coordinador de talleres Marcelo di Marco.

Sábado tras sábado asisto a verdaderas clases magistrales acerca de cómo transformar aquello que queremos contar en algo no sólo digno de serlo sino también en algo bella y precisamente contado. Sábado tras sábado mis compañeros y yo hacemos nuevos descubrimientos con nuestros propios textos y nos maravillamos ante las perlas que nos aguardan en los textos de los maestros, sean éstos Chejov, Akutagawa o Jean Ray, por citar sólo tres. Sábado tras sábado nos vamos con la sensación de haber avanzado aunque no se haya trabajado con nuestro texto y, más todavía, con ganas de volver corriendo a casa para sentarnos a escribir (y corregir) al fin.

Este paréntesis, lindante en el panegírico (merecido, de cualquier manera), es preciso porque sin ese especial y constante entrenamiento no hubiera podido, estoy segura, como digo supra, apreciar el auténtico arte, el fino oficio desplegado por Mariani en este libro. Sólo cuando se empieza a leer prestando atención a los resortes que mueven el texto hacia adelante (es decir, hacia el lector) es posible deslumbrarse aún más con lo leído, y esto no mengua en nada el deleite o el disfrute estético de los textos. Por el contrario, lo acrecienta. Y más todavía si se piensa en que luego podremos poner en práctica esos "trucs" descubiertos en nuestros textos.

Ahora sí, entremos en materia. Me gustaría, pues, señalar algunos de estos pequeños truquitos que descubrí en esta deleitosa lectura de Mariani, con el mismo espíritu con el que di Marco nos lee en ocasiones textos de autores pertenecientes al acervo universal de la narrativa: no sólo por el disfrute incomparable que prodigan, sino para, además, aprender e incorporar herramientas a nuestra caja (a la caja de herramientas que recomienda tener y acrecentar el maestro de mi maestro, Stephen King):

La importancia de una buena comparación

Se sabe que una buena comparación puede solucionar rápida y eficazmente muchas zonas de un texto. En general, su misión consiste en ofrecerle al lector una imagen lo más aproximada posible de aquello que se está poniendo en comparación. En general también, es uno de los recursos más resbalosos, puesto que el lugar común y la frase hecha merodean detrás de todos los "esto es como aquello". No sorprende que esto sea así, bien pensado, pues como ya señalara Octavio Paz en esa maravillosa obra que es El arco y la lira, el pensamiento humano funciona a través de estas comparaciones. Sin embargo, Mariani logra eludir esta trampa (no nos olvidemos tampoco de que el lenguaje está lleno de estas trampas) mediante una comparación mesurada y efectiva como la que sigue:

"Entra. No repares en el sol. Tienes el domingo para bebértelo todo y golosamente, como un vaso de rubia cerveza en una tarde de calor."

Se me dirá que comparar el sol con la cerveza no es nada del otro mundo. Puede ser. Pero la imagen no por eso deja de ser efectiva, y más cuando se repara en que quien así habla es la personificación del alma de la oficina y a quien se dirige es a un empleado que está a punto de entrar en ella un lunes a la mañana ("Balada de la oficina"). Basta pensar en cómo se ve un vaso de fría y espumosa cerveza al trasluz para comprender que la comparación de Mariani no sólo es efectiva sino también acertada. Entonces, lección número 1: no hagas comparaciones exageradas sino efectivas.

La belleza de la hipálage

No solamente es bello el recurso sino también su nombre: hipálage. La hipálage es un olvidado recurso retórico que consiste en adscribirle a un objeto o idea (algo inanimado) atributos propios de una persona (algo animado). No debe confundirse con la prosopopeya o personificación, en la cual un objeto, animal o cosa toma actitudes propias de una persona. En el caso de la hipálage se trata de un corrimiento; podría decirse que es, en cierto sentido, una subespecie de metonimia. Un claro ejemplo es el que sigue, proveniente de la pluma de Borges: "A la luz de la lámpara estudiosa". Obviamente no se trata de una lámpara que se ha transformado en una lámpara estudiosa, sino de que a la luz de esa lámpara particular hay una persona estudiosa. Esta cualidad de la persona, por contigüidad, ha pasado al objeto pudiendo así elidir a la persona que la detentaba sin que se pierda de vista que se trata de un ser animado. De eso se trata la hipálage. Aquí, otra bella hipálage de Mariani:

"¡De ningún modo! Fue una desgracia. Explicaba el caso con palabras húmedas y modos humildes, como rogando perdón y lástima."

El cuento, "Santana", relata las terribles tribulaciones mentales de un ejemplar empleado bancario que en catorce años de labor comete por primera vez un error, un error que va a costarle cinco mil pesos de su bolsillo. Es por eso que sus palabras son 'húmedas' (el sudor, la humedad que le provocan sus nervios) y sus modos 'humildes' (no sabe cómo disculparse, no entiende cómo le ha podido pasar esto a él). Un autor sin oficio habría escrito que Santana, el empleado de marras, sudaba a chorros o algo por el estilo. Mariani utiliza una bella hipálage para decir (esto es, para sugerir) lo mismo. Lección número 2: el "qué" puede ser anodino, trivial o banal, pero es siempre el "cómo" el que lo eleva desde la ramplonería a su máxima potencialidad.

¿Repetir? ¿Repetir, dice? Sólo cuando hace falta

La repetición es otro recurso que suele ser mal empleado, en busca del enfásis perdido. Los escritores noveles suelen no comprender que hay muchas otras maneras de procurar enfásis en un texto y suponen que repetir veinte veces lo mismo es suficiente. No obstante, en contadas ocasiones, y he aquí una de ellas, la repetición -o anáfora- sí puede cumplir sobradamente con este cometido. Veamos, en el mismo cuento de Mariani, esta repetición de un único verbo:

"Santana había trabajado siempre; desde los doce años. Nunca una picardía, una falta, una calaverada. Trabajó. Se hizo mozo. Trabajó. Tuvo novia. Trabajó. Se casó. Trabajó. Tuvo hijos. Trabajó... Nunca le sobró dinero para un exceso..."

Esta no es una repetición meramente estilística. Cada vez que el verbo trabajar se repite está implicando dos cosas al mismo tiempo: que Santana no ha hecho otra cosa en su vida más que trabajar y que sólo algunos eventos muy especiales y puntuales lograron distraerlo, momentáneamente, de su yugo (pasar de niño a adolescente, tener novia, casarse, tener hijos). Cada "trabajó" cae como una campanada fúnebre sobre el lector, indicando la ininterrumpida actividad de Santana que ahora se ve amenazada ante el grave error cometido. Cada "trabajó", con esa sílaba final fatalmente acentuada, es un nuevo eslabón en la cadena que lo esclaviza a esa labor día tras día. Como se ve, no se trata de repetir "porque sí" o "porque queda lindo". Lección número 3: todo, léase todo, debe dirigirse hacia un mismo punto, desde todos los ángulos: ortográfico, gramatical, semántico, lexical, estilístico, etc.

Nada mejor que arrancar quemando gomas

Así lo dice y repite siempre mi maestro. Y tiene razón. Cualquier buen cuentista lo sabe y Mariani no es la excepción. En el comienzo de su cuento "Riverita", apenas una frase basta para describir, poner en situación y disponer al lector a seguir al personaje homónimo. Si no me creen, observen:

"Tres esenciales detalles lo caracterizaban como cadete: la edad, el uniforme y el tratamiento."

Con esos "tres detalles esenciales", Mariani nos zambulle en el meollo del cuento y nos presenta a su personaje. Apelando a los conocimientos previos del lector, Mariani se ahorra esas penosas y luengas descripciones informativas en las que los escritores bisoños, temerosos de que "no los entiendan" suelen caer. Al mismo tiempo, se diferencia de los escritores atacados de "artistitis" (otra peligrosa enfermedad, muy virulenta y contagiosa, que consiste en ver todo con "ojos de artista" -en lugar de usar sus imperfectos pero vibrantes ojos de humano-, que hace que todo se vuelva, en sus plumas, rídiculo y rimbombante, por no decir bombástico). Cualquiera de estos plumíferos hubiera escrito algo como: "Riverita era un joven mozalbete de apenas quince años de edad. Vivaracho y astuto, no dudaba en tratar a sus superiores, quienes lo habían contratado como cadete luego de... etc." Lección número 4: claridad, precisión, concisión = eficacia narrativa.

Usarás los adverbios con cuentagotas o no los usarás

Los adverbios terminados en -mente suelen ser una de las palabras más traicioneras de nuestro idioma. Sin embargo, cuando están bien puestos, su eficiencia a la hora de plasmar una idea de, como en el caso que presento aquí, continuidad es insuperable. Los escritores solemos ponerlos por el placer de eliminarlos después, pero en este caso dicho placer no sería posible, so pena de arruinar sin más la idea que Mariani quiere transmitir:

"En la frente se formaban continuamente, interminablemente, constantemente, las gotas de sudor, unas detrás de otras;"

Quien así suda no es un hombre cualquiera. Es Acuña, otro de los empleados ejemplares y temerosos retratados por Mariani. Acuña, enfermo de no se sabe muy bien qué ("eso"). Acuña, que dos páginas después, en el calor extremo de la oficina, se muere. Se muere, así, sin más, en los brazos de Toulet, ante la atónita mirada de Fernández Guerrero. Acuña es un hombre que está enfermo, que va a morir y que por tanto suda continua, interminable y constantemente. Pero nótese la diferencia entre mi frase y la de Mariani. En la del boedista pudoroso la aliteración de los sucesivos 'mente' oficia como un paralelismo sonoro con esas gotitas de sudor que no paraban de formarse y que presagiaban el final de otro empleado más. Última lección: extremar un recurso sólo cuando estemos seguros -y podamos comprobarlo fehacientemente- de que va a funcionar.

Por último, quisiera agregar que los Cuentos de la oficina fueron originalmente publicados en 1925 y que en 1998 se reeditaron en esa maravillosa colección de Ameghino, dirigida por el escritor Pedro Orgambide, "Los Precursores", destinada a rescatar, un poco como es mi deseo aquí, libros y autores de nuestro pasado que no deberían pasar desapercibidos. Se consigue en los parques y en las librerías de saldos de Corrientes con facilidad. No se lo pierdan, especialmente aquellos que quieran dejar de ser escritores bisoños para ser, al fin, escritores.

Analía Pinto