jueves, 17 de julio de 2008

Los "trucs" del perfecto cuentista

Cuentos de la oficina - Roberto Mariani No se dejen engañar por ese título. No voy a hablar de Horacio Quiroga, cosa que me encantaría porque es uno de mis escritores favoritos, pero ya lo he hecho muy gustosamente en otro lado (v. Diccionario de Autores Argentinos, Programa Cultural Petrobrás, 2007). Además, el gran, genial y selvático Quiroga no es, precisamente, un autor abisal. Supo sobresalir aunque naufragase al final de sus días, vencido por una enfermedad.

En cambio, el autor del que hoy quiero hablar es lo que podríamos llamar un autor de "segunda línea", entendiendo por segunda línea no una baja calidad literaria o una pobre ejecución escrituraria, más bien todo lo contrario. Es un autor de segunda línea en tanto no sobresalió en la literatura argentina más que muy brevemente y en un momento puntual de ella. Es un autor mediano. No es genial, como podría serlo Quiroga para mí, pero tampoco es uno del montón. Y espero demostrar aquí por qué Roberto Mariani, ya que de él se trata, no es un autor más. Ni tampoco un "boedista" cualunque, ni mucho menos alguien cuya obra no merezca ser revisitada.

Perteneció al grupo de Boedo, es cierto, pero no fue de sus autores más representativos, ni siquiera de los más combativos a pesar de su celebérrimo editorial "Nosotros y ellos", publicado en la revista Los Pensadores en 1926. Como la mayoría de los que estaban enrolados en uno u otro grupo (Boedo o Florida) lo estaba más por circunstancias fortuitas que por una militancia política o estética determinada. Mariani es, podría decirse, un Roberto (ya que son tocayos, aprovechemos) Arlt pudoroso. Contenido. Temeroso, por momentos, como algunos de sus personajes. Mariani es la versión "prolija" del porteñamente desprolijo y anárquico Arlt (otro de mis escritores favoritos, para qué negarlo).

El libro más relevante e importante de Mariani se titula Cuentos de la oficina (Buenos Aires, Ameghino, 1998) y de él quiero hablar. Es un pequeño clásico de nuestras letras, o debiera serlo. No tanto, aunque sí, por instalar el mundo del trabajo remunerado y oficinesco en el horizonte de nuestra literatura sino por el marcado oficio de que da repetidas muestras. Mariani es, si no el perfecto cuentista quiroguiano, un avezado maestro en el delicado arte de contar una historia y de contarla bien.

Y aquí debo hacer un obligado paréntesis. Estoy segura de que no hubiera llegado a apreciar estas cualidades suyas si no me hallara yo misma en la ardua tarea de aprender a contar bien una historia. "Contar bien una historia": ¿a qué me refiero con eso? Al innegable hecho de que el "qué" y el "cómo" de aquello que se quiere contar están indisolublemente ligados y que priorizar uno sobre otro sólo conduce al fracaso o, al menos, a malograr un posible gran texto. Y todo esto se lo debo a quien es mi actual maestro en estas preciosas lides, el escritor y coordinador de talleres Marcelo di Marco.

Sábado tras sábado asisto a verdaderas clases magistrales acerca de cómo transformar aquello que queremos contar en algo no sólo digno de serlo sino también en algo bella y precisamente contado. Sábado tras sábado mis compañeros y yo hacemos nuevos descubrimientos con nuestros propios textos y nos maravillamos ante las perlas que nos aguardan en los textos de los maestros, sean éstos Chejov, Akutagawa o Jean Ray, por citar sólo tres. Sábado tras sábado nos vamos con la sensación de haber avanzado aunque no se haya trabajado con nuestro texto y, más todavía, con ganas de volver corriendo a casa para sentarnos a escribir (y corregir) al fin.

Este paréntesis, lindante en el panegírico (merecido, de cualquier manera), es preciso porque sin ese especial y constante entrenamiento no hubiera podido, estoy segura, como digo supra, apreciar el auténtico arte, el fino oficio desplegado por Mariani en este libro. Sólo cuando se empieza a leer prestando atención a los resortes que mueven el texto hacia adelante (es decir, hacia el lector) es posible deslumbrarse aún más con lo leído, y esto no mengua en nada el deleite o el disfrute estético de los textos. Por el contrario, lo acrecienta. Y más todavía si se piensa en que luego podremos poner en práctica esos "trucs" descubiertos en nuestros textos.

Ahora sí, entremos en materia. Me gustaría, pues, señalar algunos de estos pequeños truquitos que descubrí en esta deleitosa lectura de Mariani, con el mismo espíritu con el que di Marco nos lee en ocasiones textos de autores pertenecientes al acervo universal de la narrativa: no sólo por el disfrute incomparable que prodigan, sino para, además, aprender e incorporar herramientas a nuestra caja (a la caja de herramientas que recomienda tener y acrecentar el maestro de mi maestro, Stephen King):

La importancia de una buena comparación

Se sabe que una buena comparación puede solucionar rápida y eficazmente muchas zonas de un texto. En general, su misión consiste en ofrecerle al lector una imagen lo más aproximada posible de aquello que se está poniendo en comparación. En general también, es uno de los recursos más resbalosos, puesto que el lugar común y la frase hecha merodean detrás de todos los "esto es como aquello". No sorprende que esto sea así, bien pensado, pues como ya señalara Octavio Paz en esa maravillosa obra que es El arco y la lira, el pensamiento humano funciona a través de estas comparaciones. Sin embargo, Mariani logra eludir esta trampa (no nos olvidemos tampoco de que el lenguaje está lleno de estas trampas) mediante una comparación mesurada y efectiva como la que sigue:

"Entra. No repares en el sol. Tienes el domingo para bebértelo todo y golosamente, como un vaso de rubia cerveza en una tarde de calor."

Se me dirá que comparar el sol con la cerveza no es nada del otro mundo. Puede ser. Pero la imagen no por eso deja de ser efectiva, y más cuando se repara en que quien así habla es la personificación del alma de la oficina y a quien se dirige es a un empleado que está a punto de entrar en ella un lunes a la mañana ("Balada de la oficina"). Basta pensar en cómo se ve un vaso de fría y espumosa cerveza al trasluz para comprender que la comparación de Mariani no sólo es efectiva sino también acertada. Entonces, lección número 1: no hagas comparaciones exageradas sino efectivas.

La belleza de la hipálage

No solamente es bello el recurso sino también su nombre: hipálage. La hipálage es un olvidado recurso retórico que consiste en adscribirle a un objeto o idea (algo inanimado) atributos propios de una persona (algo animado). No debe confundirse con la prosopopeya o personificación, en la cual un objeto, animal o cosa toma actitudes propias de una persona. En el caso de la hipálage se trata de un corrimiento; podría decirse que es, en cierto sentido, una subespecie de metonimia. Un claro ejemplo es el que sigue, proveniente de la pluma de Borges: "A la luz de la lámpara estudiosa". Obviamente no se trata de una lámpara que se ha transformado en una lámpara estudiosa, sino de que a la luz de esa lámpara particular hay una persona estudiosa. Esta cualidad de la persona, por contigüidad, ha pasado al objeto pudiendo así elidir a la persona que la detentaba sin que se pierda de vista que se trata de un ser animado. De eso se trata la hipálage. Aquí, otra bella hipálage de Mariani:

"¡De ningún modo! Fue una desgracia. Explicaba el caso con palabras húmedas y modos humildes, como rogando perdón y lástima."

El cuento, "Santana", relata las terribles tribulaciones mentales de un ejemplar empleado bancario que en catorce años de labor comete por primera vez un error, un error que va a costarle cinco mil pesos de su bolsillo. Es por eso que sus palabras son 'húmedas' (el sudor, la humedad que le provocan sus nervios) y sus modos 'humildes' (no sabe cómo disculparse, no entiende cómo le ha podido pasar esto a él). Un autor sin oficio habría escrito que Santana, el empleado de marras, sudaba a chorros o algo por el estilo. Mariani utiliza una bella hipálage para decir (esto es, para sugerir) lo mismo. Lección número 2: el "qué" puede ser anodino, trivial o banal, pero es siempre el "cómo" el que lo eleva desde la ramplonería a su máxima potencialidad.

¿Repetir? ¿Repetir, dice? Sólo cuando hace falta

La repetición es otro recurso que suele ser mal empleado, en busca del enfásis perdido. Los escritores noveles suelen no comprender que hay muchas otras maneras de procurar enfásis en un texto y suponen que repetir veinte veces lo mismo es suficiente. No obstante, en contadas ocasiones, y he aquí una de ellas, la repetición -o anáfora- sí puede cumplir sobradamente con este cometido. Veamos, en el mismo cuento de Mariani, esta repetición de un único verbo:

"Santana había trabajado siempre; desde los doce años. Nunca una picardía, una falta, una calaverada. Trabajó. Se hizo mozo. Trabajó. Tuvo novia. Trabajó. Se casó. Trabajó. Tuvo hijos. Trabajó... Nunca le sobró dinero para un exceso..."

Esta no es una repetición meramente estilística. Cada vez que el verbo trabajar se repite está implicando dos cosas al mismo tiempo: que Santana no ha hecho otra cosa en su vida más que trabajar y que sólo algunos eventos muy especiales y puntuales lograron distraerlo, momentáneamente, de su yugo (pasar de niño a adolescente, tener novia, casarse, tener hijos). Cada "trabajó" cae como una campanada fúnebre sobre el lector, indicando la ininterrumpida actividad de Santana que ahora se ve amenazada ante el grave error cometido. Cada "trabajó", con esa sílaba final fatalmente acentuada, es un nuevo eslabón en la cadena que lo esclaviza a esa labor día tras día. Como se ve, no se trata de repetir "porque sí" o "porque queda lindo". Lección número 3: todo, léase todo, debe dirigirse hacia un mismo punto, desde todos los ángulos: ortográfico, gramatical, semántico, lexical, estilístico, etc.

Nada mejor que arrancar quemando gomas

Así lo dice y repite siempre mi maestro. Y tiene razón. Cualquier buen cuentista lo sabe y Mariani no es la excepción. En el comienzo de su cuento "Riverita", apenas una frase basta para describir, poner en situación y disponer al lector a seguir al personaje homónimo. Si no me creen, observen:

"Tres esenciales detalles lo caracterizaban como cadete: la edad, el uniforme y el tratamiento."

Con esos "tres detalles esenciales", Mariani nos zambulle en el meollo del cuento y nos presenta a su personaje. Apelando a los conocimientos previos del lector, Mariani se ahorra esas penosas y luengas descripciones informativas en las que los escritores bisoños, temerosos de que "no los entiendan" suelen caer. Al mismo tiempo, se diferencia de los escritores atacados de "artistitis" (otra peligrosa enfermedad, muy virulenta y contagiosa, que consiste en ver todo con "ojos de artista" -en lugar de usar sus imperfectos pero vibrantes ojos de humano-, que hace que todo se vuelva, en sus plumas, rídiculo y rimbombante, por no decir bombástico). Cualquiera de estos plumíferos hubiera escrito algo como: "Riverita era un joven mozalbete de apenas quince años de edad. Vivaracho y astuto, no dudaba en tratar a sus superiores, quienes lo habían contratado como cadete luego de... etc." Lección número 4: claridad, precisión, concisión = eficacia narrativa.

Usarás los adverbios con cuentagotas o no los usarás

Los adverbios terminados en -mente suelen ser una de las palabras más traicioneras de nuestro idioma. Sin embargo, cuando están bien puestos, su eficiencia a la hora de plasmar una idea de, como en el caso que presento aquí, continuidad es insuperable. Los escritores solemos ponerlos por el placer de eliminarlos después, pero en este caso dicho placer no sería posible, so pena de arruinar sin más la idea que Mariani quiere transmitir:

"En la frente se formaban continuamente, interminablemente, constantemente, las gotas de sudor, unas detrás de otras;"

Quien así suda no es un hombre cualquiera. Es Acuña, otro de los empleados ejemplares y temerosos retratados por Mariani. Acuña, enfermo de no se sabe muy bien qué ("eso"). Acuña, que dos páginas después, en el calor extremo de la oficina, se muere. Se muere, así, sin más, en los brazos de Toulet, ante la atónita mirada de Fernández Guerrero. Acuña es un hombre que está enfermo, que va a morir y que por tanto suda continua, interminable y constantemente. Pero nótese la diferencia entre mi frase y la de Mariani. En la del boedista pudoroso la aliteración de los sucesivos 'mente' oficia como un paralelismo sonoro con esas gotitas de sudor que no paraban de formarse y que presagiaban el final de otro empleado más. Última lección: extremar un recurso sólo cuando estemos seguros -y podamos comprobarlo fehacientemente- de que va a funcionar.

Por último, quisiera agregar que los Cuentos de la oficina fueron originalmente publicados en 1925 y que en 1998 se reeditaron en esa maravillosa colección de Ameghino, dirigida por el escritor Pedro Orgambide, "Los Precursores", destinada a rescatar, un poco como es mi deseo aquí, libros y autores de nuestro pasado que no deberían pasar desapercibidos. Se consigue en los parques y en las librerías de saldos de Corrientes con facilidad. No se lo pierdan, especialmente aquellos que quieran dejar de ser escritores bisoños para ser, al fin, escritores.

Analía Pinto

No hay comentarios: