jueves, 4 de junio de 2009

Verás pasar el mundo rodando en una lágrima

Cuando pienso en la poesía de Olga Orozco vienen a mi mente los destellos de las más extrañas gemas, el reflejo esplendente de los minerales subterráneos, el sonido de broncos retumbos bajo los pies, inviernos húmedos y lluviosos, vientos que de pronto arrasan con todo y se convierten luego en una brisa serena y estival; pienso en chispas, en impactos, en momentos de maravilla y gozo plenos. Pienso también en el dolor, en la hierática angustia del que sufre y sólo puede expresar su sufrimiento mediante los versos. Versos rojizos, dorados, oscuramente claros, profundamente sentidos, encadenados de metáforas vivas y alucinantes, como un mundo que cupiera en la palma de la mano o como una estrella fugaz, un galope rampante, un crujido de maderas antiguas, ancestrales, candentes, rugosas, ásperas pero tiernas en su interior. Cuando pienso en la poesía de Olga Orozco pienso también en sus gatos, en los paraísos prometidos y encontrados, en las aguas de un río que corriera bajo nuestros pies, oculto y rumoroso, en un sonido largo y lejano, como un vibrato, que sin embargo viene acercándose, acercándose, acercándose… Y pienso, desde luego, en los magníficos instantes en los que la poesía, sin más, nos ha arrebatado de este mundo y nos ha llevado al suyo sin transición por la puerta secreta de su encanto.


 


Ayer comenzó, en la Biblioteca Ricardo Güiraldes de la ciudad de Buenos Aires, un taller gratuito de poesía latinoamericana dictado por la poeta Laura Yasán. Se trata, ni más ni menos, que de un recorrido posible por la extensa y variada geografía de nuestra poesía. Un paseo breve pero intenso por aquellos poetas insoslayables y también por aquellos que no son tan conocidos y que merecen ocupar un lugar de privilegio. Este maravilloso reencuentro con la poesía es el que, al fin, me ha traído hasta aquí, luego de una ausencia justificable sólo en parte (estoy trabajando más horas, estoy coordinando dos ciclos de poesía, estoy… etc.) y que ya me tenía bastante preocupada, pues no encontraba el texto ni la excusa para acercarme aquí de nuevo, a este rincón que amo tanto y que, presumo, precisamente por eso abandono muchas veces sin explicación alguna.

En la clase de ayer se leyó a dos poetas nuestros: Juan Gelman y Olga Orozco. No son de mis poetas favoritos argentinos, pero no cabe duda alguna de que son insoslayables. Personalmente, me siento más inclinada hacia la poética de Orozco, pero nunca pensé que me sucedería lo que me aconteció ayer. Se leían los poemas, se comentaba algo acerca de ellos… en fin, lo usual en un taller que pretende no sólo hacer reflexionar sobre la praxis poética sino también animar a ella. Todo iba sobre ruedas hasta que se leyó un poema de Olga Orozco que, por su fuerza, por sus metáforas, por su vívida lección moral, me precipitó sin más a las lágrimas. No es algo que me suceda con frecuencia y pude comprobar que no fui la única a la que se le soltaron las amarras de la emoción. Es por eso que, siguiendo el espíritu del taller, en tanto lugar donde se desarma hasta la última pieza los artefactos poéticos para luego volver a armarlos, he decidido analizar en profundidad el citado poema. Creo que es una joya y que merece ser voceado a los cuatro vientos.

Dice así:

 

ÉSA ES TU PENA


Ésa es tu pena.

Tiene la forma de un cristal de nieve que no podría existir si no existieras

y el perfume del viento que acarició el plumaje de los amaneceres que no vuelven.

Colócala a la altura de tus ojos

y mira cómo irradia con un fulgor azul de fondo de leyenda,

o rojizo, como vitral de insomnio ensangrentado por el adiós de los amantes,

o dorado, semejante a un letárgico brebaje que sorbieron los ángeles.

Si observas al trasluz verás pasar el mundo rodando en una lágrima.

Al respirar exhala la preciosa nostalgia que te envuelve,

un vaho entretejido de perdón y lamentos que te convierte en reina del reverso del cielo.

Cuando la soplas crece como si devorara la íntima sustancia de una llama

y se retrae como ciertas flores si la roza cualquier sombra extranjera.

No la dejes caer ni la sometas al hambre y al veneno;

sólo conseguirías la multiplicación, un erial, la bastarda maleza en vez de olvido.

Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras.

No hallarás otra igual, aunque te internes bajo un sol cruel entre columnas rotas,

aunque te asuma el mármol a las puertas de un nuevo paraíso prometido.

No permitas entonces que a solas la disuelva la costumbre, no la gastes con nadie.

Apriétala contra tu corazón igual que a una reliquia salvada del naufragio:

sepúltala en tu pecho hasta el final, 

hasta la empuñadura.

 

¿Dónde reside la fuerza, la potencia inusitada de este poema? En mi opinión reside en esa voz que parece hablarle a un otro (a ese misterioso “tú” al que se dirigen todos los verbos) pero que, en verdad, no hace más que hablarse a sí mismo. Este desdoblamiento es más poderoso y fatal que si, en verdad, el yo poético se dirigiera a un otro que está más allá de sí mismo. La violencia satinada del poema reside en que el yo poético se está hablando a sí mismo: ha logrado distanciarse lo suficiente de su ser, de su yo más ínsito, para poder apostrofarse y dirigirse a ese otro (que parece otro pero que es él mismo) y conminarlo a no evitar su pena. A no evitar el dolor. A atesorarlo, a atravesarlo entero en su pecho, a salvarlo de los demás, de todos los naufragios. Le está diciendo a esa parte de sí mismo que todos queremos evitar que lo único inevitable es la muerte y que si esa pena que nos hace únicos a todos y cada uno (y que cada uno sabe cuál es, lo sabe perfectamente bien) no es vivida en toda su intensidad nuestra vida no habrá valido nada.

Veamos un poco cómo se logra semejante detonación emocional.

La poeta no vacila en arrancar con un verso que por sí solo ya corta el aliento: “Ésa es tu pena” afirma con la razón de aquel que sabe perfectamente de lo que está hablando. El demostrativo ‘ésa’ no deja dudas acerca de qué pena es: es la tuya, se dice, es decir, la mía. A la vez, el lector del poema queda inmediatamente atrapado por la misma afirmación pues es lo suficientemente dura y tajante como para no dudar de qué se trata. Es ésa y ninguna otra. Pero “ésa ¿cuál?” podría uno preguntarse en un vano intento de escapar: la poeta comienza entonces a desplegar un bellísimo rosario de metáforas para que no nos quede ninguna duda acerca de cuál es esa pena que nos agobia pero que también nos define y redime.

Los dos versos siguientes empiezan el delicado trabajo de delinear qué pena es: se dice que tiene la forma de un cristal de nieve (sabido es que ningún cristal de nieve se parece a otro, lo que se reafirma con la declaración de que tal cristal no podría existir si tú, es decir yo, no existieras) y que tiene el perfume del viento “que acarició el plumaje de los amaneceres que no vuelven”. La doble personificación (el viento que acaricia, los amaneceres que tienen plumaje y por ende se los puede asimilar a al menos una entidad viviente semejante a un pájaro) es rematada con la aguda sentencia final: ningún amanecer vuelve y menos aquellos de los que está compuesta esta pena, que claramente fue, en su día, nuestra mayor felicidad.

El cuarto verso se inicia con una frase exhortativa: se le pide al otro yo que coloque la pena a la altura de sus ojos a fin de ver con más detenimiento de qué se trata. La pena, que desde el comienzo es una entidad tangible y en ningún modo ideica o meramente sensorial, se corporiza cada vez más a medida que el poema avanza. Primero se la identifica (ésa, la que está allí y ninguna otra) y ahora ya se la puede manipular: es posible colocarla a la altura de los ojos, como si uno mirara a través de una piedra preciosa colgando de una cadenita. Este mirar con detenimiento dispara una selva de colores e imágenes de gran impacto visual y sensitivo: hay fondos de leyenda, hay amantes que se han ido, hay brebajes bebidos por ángeles. Una finísima imaginería que bordea lo místico y lo medieval se difumina por este sector del poema, siempre atacando los sentidos más vivos del lector.

A continuación, llega el primer clímax del poema: el otro yo le está diciendo lo que verá (es decir, algo que él ya sabe y que el otro aún ignora) si mira al trasluz su pena: “verás pasar el mundo rodando en una lágrima”. ¿Hay imagen más bella, más conmovedora, más arrebatadora?

La poeta no ceja en su intento por desgajar y desplegar el máximo fulgor posible de la veta poética que ha encontrado y sigue describiendo, con parsimonia y pasión controlada a la vez, lo que sucede con esta pena y, como una madre amorosa que amonestara a su hija díscola, le dice lo que no debe hacer con ella, a sabiendas, desde luego, de que será cruelmente desobedecida. Sin embargo, su deber es alertar(se) a sí misma aun sabiendo que sólo conseguirá “la bastarda maleza en vez de olvido”.

Acaece entonces el segundo clímax del poema: como una suerte de verso resumidor se esclarece por qué es tan importante que no se evite la pena, nuestra pena: “Porque tu pena es única, indeleble y tiñe de imposible cuanto miras”. ¿Hay acaso verdad más cruel y más cierta? ¿No es una verdad incontrastable que cada quien arrastra consigo una pena que es única en su especie, que es absolutamente indeleble y que lo acompaña a uno adondequiera que vaya?

Todo está listo entonces para atacar, como atacan los instrumentos de una orquesta el momento más crucial de una pieza musical de gran envergadura, la parte final del poema, el verdadero clímax. Se sigue amonestando, con dulce firmeza, al otro yo y por tres veces se utiliza la negación explícita: se le dice que no hallará otra igual, que no debe permitir que se disuelva en la costumbre, es decir, que la sepulte el agua sucia de lo cotidiano y lo intrascendente, y que no se la gaste con nadie, porque, desde luego, es un tesoro que nos pertenece únicamente a nosotros y que los demás no pueden, ni siquiera, vislumbrar. Es, precisamente, lo que nos hace únicos a nosotros mismos.

Los últimos dos versos son significativamente decisivos: con la misma fuerza con la que se desencadena una tormenta descomunal sobre un cielo apacible de verano, el yo poético se dice a sí mismo lo único que en verdad se debe hacer con esta pena única e indeleble: atesorarla “como una reliquia salvada del naufragio” y sepultarla “hasta la empuñadura” en nuestro pecho, no para morir cobardemente sino para vivir valientemente al fin. Porque sólo los valientes, los corajudos, los bravos pueden arrostrar su pena sin renegar –jamás– de ella.

Analía Pinto

2 comentarios:

LA GORDA dijo...

ahhh Juan Gelman que cacho de animal!!

Lisarda dijo...

Sabés dónde está la fuerza del poema de Orozco? Leelo de nuevo en voz alta, cambiando "pena" por "pene"-y algún que otro pronombre posesivo- y vas a ver que pega perfectamente: ése es tu pene...colócalo a la altura de mis ojos...cuando lo soplas crece...y se retrae...porque tu pene es único...sepúltalo en mi pecho...Hay un excelente ensayo de Jorge Santiago Perednik sobre este asunto.
Qué blogger incansable!