En cualquier casa más o menos progre del centro o del gran Buenos Aires, cuyos dueños sean o hayan sido afectos a la lectura, hay un ejemplar de El reposo del guerrero, novela de la escritora francesa Christiane Rochefort, un "pequeño clásico", por así decirlo, de mediados de los 60. La presencia bastante ubicua de este libro y de esta autora se debe no sólo a su temática transgresora para la época (aquella época, hoy ya nada lo es), sino también a la buena política de edición, distribución y traducción que supo tener una editorial como Losada en aquel tiempo (hoy ya casi ninguna editorial la tiene). La colección "Novelistas de Nuestra Época", precisamente, recoge buena parte de la producción de Rochefort (Los niños del siglo, Céline y el matrimonio, Primavera en el parking, Una rosa para Morrison e incluso un libro "tardío" como Arcaos o el jardín resplandeciente, publicado hacia comienzos de los 80) y fue precisamente gracias a ella -y a mi manía de perseguir, cual mariposas, diversas colecciones de libros-, que la conocí.
Comencé, desde luego, con El reposo del guerrero, por su condición de "pequeño clásico" (como mi casa nunca fue progre y como la iniciadora de la biblioteca fui yo, correspondía que lo tuviera, aunque más no fuera por eso), de "libro que hay que tener". Me gustó mucho, según recuerdo, y cada vez que me topaba con un libro de la Rochefort lo compraba sin dudarlo, sabiendo ya que me iba a gustar. No me equivocaba. Uno de los que más me gustó fue Primavera en el parking: y sirva el siguiente, breve y caprichoso, resumen argumental como excusa e introducción a la vez en el libro que realmente deseo comentar. Inmediatamente comprenderán por qué es necesario dar este largo y en apariencia inútil rodeo.
Primavera en el parking es la hermosa historia de un adolescente francés pre-mayo del 68 (como la misma Rochefort explica, situarlo luego de esa fecha hubiera sido sencillamente imposible y, peor, inverosímil), que una noche tiene una discusión estúpida con el padre (como todas las discusiones que se tienen con la figura paterna) y se va de la casa. Así, sin nada, de repente, sin planearlo siquiera. Vagabundea por las calles, conoce a diversa gente, se hace pasar por estudiante universitario y así conoce a Thomas (primeramente conocido como "Estercolero Occidental"), un estudiante universitario verdadero, algo mayor que él, con quien la conexión es inmediata. Y llega a tal punto que muy pronto se dan cuenta que están perdida y gloriosamente enamorados. Y aquí hace falta aclarar lo siguiente: no se trata de dos homosexuales "reprimidos" que de pronto salen del closet, ni mucho menos de un pederasta que va detrás de los niñitos para corromperlos. Como queda bien claro en la novela y, luego, en el texto que deseo rescatar, se trata de una historia de amor y nada más. Sólo que no transita por los carriles convencionales (algo que suele abundar, por suerte, en la novelística de Rochefort).
Hace casi dos años, volví a toparme con un libro de ella. Como siempre, lo compré sin vacilar. Y cuando leí la contratapa y me di cuenta de lo que era, me alegré aún más. Es extraño escribir (Buenos Aires, Losada, 1973; edición original: C'est bizarre l'écriture, París, Grasset, 1970; traducción de Alberto Szpunberg) relata la génesis -nunca mejor aplicado este término- de Primavera en el parking. Dice cómo se hizo ese libro. Cómo nació. Qué cosas le dieron vida. Y es, desde luego, una original y refrescante reflexión sobre el proceso de escritura o, si se quiere, sobre el proceso creativo en general.
Su lectura depara muchas felicidades, especialmente para aquellos que siempre estamos ávidos de saber cómo se produce la magia (amén de que hacemos todo lo posible por producirla nosotros mismos, con mayor o menor suerte). Por saber cómo un texto, que no es más que un amontonamiento de palabras, frases y párrafos, deja de ser ese simple amontonamiento y se convierte en algo más, en un texto literario. A la pregunta ¿cómo se logra eso?, Rochefort responde con este librito, breve, divertido, irónico, humano y profundamente revelador para todo aquel que sepa leer entrelíneas. Hago esta aclaración, quizá ociosa, porque saber leer, en mi opinión, es precisamente eso, leer lo que está pero también lo que no está, lo no dicho, por no expresado o, sencillamente, porque no se puede expresar.
Todo lo que Rochefort sabía de lo que finalmente sería Primavera en el parking era que un joven se iba de su casa después de una pelea rídicula con el padre. Eso era todo. Eso fue lo que nunca, a través de todas las sucesivas versiones, marchas y contramarchas, cambió. Todo lo demás era un misterio. Más aún, algo a averiguar. Este "tener que averiguar" es uno de los motores que la impulsan a escribir, según explica luego. Qué sea eso que se debe averiguar mientras se va escribiéndolo tampoco se sabe, pero sí sabe que hay algo que debe ser sacado a la luz, arrancado de sus tinieblas, expuesto al fin.
Esto que no se sabe bien qué es (aún) pone en marcha el mecanismo o, mejor, el proceso de la creación. Entonces: "Los pensamientos, las informaciones, todo lo exterior, todo cae en un pozo sin fondo, se mezcla ahí adentro y crea un "terreno" donde las cosas luego brotan. Nada más. Y a su manera. Es orgánico y no intelectual". La comparación del proceso de creación con un proceso de orden orgánico más que intelectual, por sobre las fuerzas represoras del "yo", si se quiere, será también una constante en las reflexiones de la francesa, que sigue: "A la búsqueda del "pensamiento que yo ignoraba tener", parto a menudo, pluma en mano, como un cohete tras el personaje, que quizá lo tenga y me lo vaya a revelar". Es así cómo Rochefort comienza a perseguir a Christophe, ese adolescente dulce y huraño, del que ella no sabía nada, sólo que se habia peleado con el padre porque Christophe le tapaba la pantalla del televisor y el padre insistía en decirle "correte" aunque allí no hubiera nada.
Sale entonces una primera versión. Es pobre, es deficiente, es mera transcripción. ¿Cómo sabe el autor todo esto? A eso trata de responder también este libro. Y la verdad es que no se sabe. Es decir: se sabe que algo va mal, que no salió como se esperaba, en definitiva que "así no va" pero no se sabe exactamente por qué. Es una sensación, una corazonada que no hay que desoír nunca. La escritura es una cacería: se sale a cazar, no se sabe qué, sólo se cuenta con un arma (la pluma, la máquina, el teclado) y es preciso levantar todas las presas que se pueda, luego se sabrá cuál era la buena, pero a condición de haber transitado el bosque durante un buen trecho y de tener que retornar al punto de partida numerosas veces. Ya se ha dicho que la escritura es un juego de opciones. Se prueba por aquí, por allá, por este sendero, por aquel, hasta que mágicamente la puerta de la verosimilitud se abre y todo fluye. ¿Cómo se abrió? A fuerza de insistir, de avasallar, de tentar el vacío. Es decir: a fuerza de seguir escribiendo hasta dar con el tono.
Esa primera versión no convence a la autora, decíamos. Sin embargo, por otras vías, da lugar a otra novela, Una rosa para Morrison. Christophe, que en este punto ni siquiera tenía nombre, sigue durmiendo en un cajón durante mucho tiempo. Nació el personaje pero ha dado apenas una patada y luego nada. Tiempo después, Rochefort se pone a ordenar sus papeles y se encuentra de nuevo con él. Relee esa primera versión, ve defectos que antes no había visto, aunque hay muchas otras cosas que la entusiasman. Se pone a corregir. A rehacer. Mejor dicho, a escribir (que no es más que reescribir). Como sólo está "ordenando sus papeles" no hay presión alguna y la pluma corre. Llega el ansiado momento: ahora sí, Christophe berrea, llora, muy pronto gatea y empieza a hablar, inmediatamente a exigir y la propia autora apenas puede con él. La cosa marcha. Como anota en su diario: "Se escribe". No "escribo" sino "se escribe": este personaje, esta historia, se están escribiendo a sí mismos, como corresponde, usándola a ella como vehículo. Por eso sostiene que "escribir es obedecer" y es "contemplación". Contemplación que hace a la vez, que no es estática, agregaría yo. En su hacer haciendo, la historia sufre modificaciones y entonces se descubre el verdadero trasfondo: es una historia de amor, claro que sí.
Lo había sido desde el primer momento pero aquella primera versión "insuficiente", en su convencionalidad y "fidelidad" a los hechos (y no a la verosimilitud de lo que se cuenta) hacían que esto no se viese claramente. El texto marcha, corre, vuela: las modificaciones, las correcciones, gruesas o finas, pero más las ínfimas, las que parecen menos importantes, hacen que el texto deje de transcribir fielmente para empezar a hacer literatura, a producir el sueño vívido que toda buena ficción es. Dice Rochefort: "es por eso que vuestra palabra que estaba muda no lo está más, repentinamente se pone a hablar, a escupir lo que recelaba y hasta ese momento celaba. No es sólo que yo estaba ciega, es que también estaba sorda o, mejor dicho, no se podía entender porque la palabra todavía no tenía música".
Y sigue: "El sentido no está en la palabra, sino en la organización. Había pasado de lo inerte a lo tenso, de lo amorfo a lo organizado. Pavada de cambio, podríamos decir. Es la llegada del ritmo. (...) Es la naturaleza del ritmo, es biológico, es como hacer bien el amor (bien, insisto), es la vida que entra en las frases y crea su intimidad, sus cambios, su orden, su sucesión, y su respiración, que la puntuación dirige imperativamente. La puntuación correcta es aquella que cae del espíritu (ruah)". De aquí la importancia de esta coma puesta aquí y no allí: no es un capricho del autor ni una gratuita transgresión gramatical, es cómo respira su texto, cómo bailan sus personajes, cómo su propia cadencia les va imprimiendo ritmo, color, locura a sus páginas. Más claro, imposible: "Cambiar inocentemente una puntuación es no tener idea de qué es el trabajo literario, y es un desprecio por el escritor". Vaya esta admonición para todos aquellos que corrigen textos sin tener ni la más mínima idea de lo que están haciendo y aún para aquellos que, con toda nuestra buena voluntad, sugerimos en ocasiones cambios de puntuación en los textos de nuestros amigos escritores ignorando o pasando por alto esta gran verdad de la respiración propia de los textos.
Ya se sabe entonces que es una historia de amor y vaya, entre dos hombres. Parece que ya está todo resuelto pero no: los problemas apenas si están comenzando. Porque ahora, una vez dado el tono y encontrado el ritmo, nos topamos con las cuestiones argumentales. Y no sólo eso, sino con el propio darse cuenta de la autora de lo que ella misma ha escrito y no era capaz de ver: "Esta gente se ama desde el comienzo, estaba escrito en negro sobre blanco, por mí misma y muchas veces, (vuelvo sobre mis pasos en este manuscrito pese a todo no hecho en braille y me es obligatorio constatar que desde la primera versión todos sus actos, después de la primer mirada en Sainte-Geneviève, están conducidos por el amor) y yo la inocente, con los ojos vendados". Y más: "¿Cuántas veces, en qué tono, habrá que repetir lo que has escrito para que lo comprendas? Me hago llamadas telefónicas, me pongo señales a mi paso, grandes como una casa, y sigo como una tapia, tan sorda como mis personajes. ¿Compartiré, quizá, por azar, su inconciente?". La respuesta pareciera ser que sí, al menos mientras dura el proceso de creación, mientras los personajes nos necesitan para poder desarrollarse y ser, al fin, ellos mismos.
Y, luego, la pregunta del millón es: ¿concretan físicamente su amor Christophe y Thomas, a. k. a. Estercolero Occidental? Y si lo hacen o no lo hacen o lo que fuera: ¿cómo relatar eso? Éste es el nuevo desafío que su propio texto le plantea a la autora. Los personajes quieren, es evidente, concretar su pasión. Pero la autora no. Ella tiene problemas con eso, como lo reconoce en su propio diario. No sabe cómo hacerlo y sabe que por alguna causa desconocida no quiere hacerlo. Entonces recurre al truco de las distintas versiones: una virtuosa, una plátonica, una con obstáculos... Ninguna sirve. No sirven porque los personajes no están haciendo lo que ellos desean, lo que ellos saben que tienen que hacer: "Tanta virtud no me producía más que mierda", bufa Rochefort. Entonces se decide: esto era una verdadera historia de amor, no había nada sucio ni despreciable aquí, no era ni siquiera algo pasajero sino que arraigaba profundamente en los personajes. Basta de vueltas, lo que tenga que pasar, pasará y uno, como escritor, hará muy bien en dejar que pase aún cuando vaya contra nuestra propia moral o nuestros principios o lo que fuera.
Pero ¿cómo hacerlo? Única receta posible, si de literatura se trata: "como siempre, imaginar desde cero. Hacer. Descubrir la verdad por el único medio de la creación". No hay más que eso. Entonces la escena sale (los invito a leer Primavera en el parking para ver cómo lo resolvió Rochefort y qué sucedió entre Christophe, o Crístóbal, según la traducción que tengo, y Estercolero Occidental): "escribir es uno de los medios de volver posible".
Pero escribir no es sólo eso. Detrás del acto de escritura hay algo aún más importante: se trata de ahuyentar al demonio de la razón, de la razón convencional, lógica, férrea e implacable. De acallar al yo: "El "yo", este canalla, este mocoso, este embarrador, este confuso, escribe como un cochino, escribe con pegatodo, desde que se mete en una frase la pegotea toda. Su domesticación, como la de la Vaca, es nuestro pequeño ejercicio". Era el "yo" el que no la dejaba a Rochefort observar atentamente a sus personajes y darles la cuerda necesaria para que ellos cumplieran con lo que habían venido a hacer a su libro. Ahora empieza a conocerlos. Y ellos a ella y todos se entremezclan y por un tiempo ella ve el mundo a través de los ojos de Cristóbal o de Tomás alternativamente. Es como si fuera ellos. O como si ellos la habitaran. Es lo que sucede cuando se está escribiendo y la escritura fluye ligera a nuestros dedos y no causa fatiga ni cansancio alguno. Se vive. Se escribe. Se es.
Así: "Llega un momento en que uno se mezcla completamente con el libro, en que se vive adentro de él, viviendo a menudo una vida más real que la verdadera, y esto no es broma, hasta el punto de preferirla y de tener la tentación de querer balancearse en una hermosa esquizofrenia. Es una de las alegrías de escribir". Quien no ha escrito, quien no ha sido tocado por el rayo de la creación díficilmente conozca la sensación de estar poseído por unos otros que al cabo terminan siendo uno mismo (pero diferente, porque revelan cosas que no sabíamos que estaban allí, en nuestra propia psique, esperando por fin a ser reveladas). Por eso, felices aquellos que un día podamos decir "se escribe" y no, simplemente, "estoy escribiendo".
Analía Pinto
1 comentario:
Hola Analía, me sorprendió enormemente encontrarme con tu blog y sobre todo ésta entrada sobre Rochefort.Hace unos años me cayó en las manos "Pimavera en el parking" y lo amé! desaforadamente, diría .Había comenzado a pensar que no iba a toparme con nadie más que la conociera, por eso mi sorpresa inicial.También comencé a buscar más libros de ésta autora, pero conseguí muy pocos: "Céline y el matrimonio" y "Una rosa para Morrison" nada más.
Adoré tu post, con el que me identifique desde mi lugar de lectora.
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