jueves, 26 de marzo de 2009

300 cuentos y un cazador de historias

Guy de Maupassant Guy de Maupassant escribió más de trescientos cuentos, varias novelas breves y cientos de artículos y crónicas para los diarios más famosos y reputados de su época y, sin embargo, estoy segura que muchos de los lectores leyentes se preguntarán: “¿quién? ¿Guy qué?”.

Maupassant fue gran amigo de Flaubert, quien lo introdujo en los círculos literarios parisinos y actuó a modo de “padrino”, permitiéndole así publicar su primera obra en cobrar renombre, el relato “Bola de sebo”, considerado por muchos el punto más alto del realismo decimonónico y también, el puntapié inicial del naturalismo. Maupassant escribió también cuentos de terror, el más famoso de ellos, “El Horla”, y fue el indiscutido maestro de otros dos maestros: Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga. Pasar por esta vida y no leer a Maupassant, sobre todo si uno es escritor, es un crimen que se puede pagar muy caro.

Y el francés logró todo esto con apenas cuarenta y pico de años (cuarenta y tres exactamente: 1850-1893), antes de que la sífilis y la locura se lo llevaran a sus abismos, como a tantos otros contemporáneos suyos (Nietzsche, sin ir más lejos). Al notar este hecho una vocecita cruel me susurra: “¡apúrate, date prisa, tienes casi treinta y cinco años y aún no has hecho nada que valga la pena ser recordado! ¿qué rayos estás esperando? ¡ponte a escribir de una maldita vez!” (la vocecita cruel me habla de tú, no sé bien por qué).

Eso procuro, eso procuro, le digo, para calmarla, pero entretanto dejame hablarles de Maupassant a quienes por aquí pasen. Mi campaña a favor de la literatura del siglo XIX no se detiene y siempre encuentro motivos para reflotarla en estas páginas. Ya he hablado de Poe, de Stevenson, de Melville. Podría asimismo hablar de Flaubert, de Stendhal, de Dostoievsky, de Gogol y, por qué no, de toda la poesía simbolista francesa, de Baudelaire, de Verlaine, de Rimbaud… en fin. Hay tela para cortar por donde se mire… ¡todo por no mencionar a los autores argentinos del siglo XIX que también me fascinan! Echeverría, Mansilla, Sarmiento, Mármol… Mejor no sigo y me concentro en quien hoy nos convoca.

Hace dos semanas que vengo leyendo cuentos de Maupassant. Leí todos los que tenía a disposición en mi biblioteca, una treintena, es decir, apenas el 10 % de su producción cuentística, nada, pero lo suficiente para advertir su genialidad, su dominio del oficio narrador, su agudísima percepción, su inocultable magia para transformar anodinas anécdotas en verdaderos cuentos… Los cuentos que más me me gustaron han sido: “El collar” (recomendado en el TCYC), “La tía Sauvage” (idem), “Idilio”, “Dos amigos”, “Châli”, “La pequeña Roque”, “El papá de Simon”, “El regreso”, “Mi tío Julio” y “La sillera”. Los cuentos de Maupassant no presentan grandes complicaciones: sus protagonistas son o campesinos o burgueses y suelen hacer referencia o bien a la Ciudad Luz o bien al campo; los más logrados, en opinión de muchos, son aquellos que transcurren o hacen referencia a la guerra franco-prusiana, un ambiente ideal para desarrollar toda clase de argumentos. Los personajes de Maupassant no tienen empacho alguno en matar, pero siempre hay una poderosa causa detrás (como en “La tía Sauvage”). Tampoco tienen empacho alguno en mentir (como en “El collar” o “El papá de Simon”), si las circunstancias así lo exigen. Esto no quiere decir, sin embargo, que por muy toscos o rústicos que puedan ser los personajes en ocasiones, o el ambiente en el que se mueven, los cuentos lo sean. En general, son aceitadas máquinas narrativas que muchos haríamos bien en desarmar, engranaje por engranaje, para ver cómo funcionan en detalle y bien desde adentro, y luego volver a armar, para empezar a aplicar dichos mecanismos en nuestra narrativa.

Ustedes tienen que comprender que, en aquella época, no había radio ni tele ni Internet. Todo lo que había era la cruda realidad y los diarios, ¡que apenas estaban dando sus primeros pasos! Siempre habían estado los libros, pero nunca al alcance de todos, más bien de unos muy pocos. Los diarios comenzaron a tener un público cada vez más masivo y ello obligó a hacerlos cada vez más interesantes para un número mayor de gente. Fue un movimiento natural que, además de las noticias y las crónicas, comenzaran a incluir textos de ficción. Y la mayoría de estos textos de Maupassant fueron publicados en diarios como Le Gaulois, Le Figaro, Gil Blas y otros. No habiendo pues otros medios de comunicación, el escritor que quisiese atrapar al público y mantenerlo en vilo (el siguiente movimiento natural fue, desde luego, la inclusión de los folletines) tenía que apelar a todos los recursos lingüísticos, estilísticos y retóricos habidos y por haber, usarlos con tiento y sabiduría y lograr así que le publicaran otro cuento y otro y otro… No habiendo la sobrecarga visual e informativa que hay hoy en día, los textos de ficción tenían la potencia suficiente como para dejar anodadado, atontado, asombrado y alucinado al lector mediante la astuta utilización de las imágenes, de las comparaciones, de las metáforas, etc. Es por esto por lo que rompo una y otra vez con la literatura del siglo XIX, porque no estaba todo servido como ahora, porque la gente aún se asombraba, porque había tiempo para entregarse a la lectura, porque las imágenes eran mucho más vívidas e impactantes que las de la “real realidad” actual. No hay más que leer a cualquiera de los autores citados para darse cuenta de cuán “cinematográficos” son: primeros planos alucinantes, travellings, cortantes cambios de escena, flashbacks, historias dentro de otras historias, todo está allí, en germen. De todo eso se sirvió, desde luego, el cine una vez nacido.

Pero el cuento que más me atrapó, por su imaginería, es “Amor (Tres páginas del diario de un cazador)”: un hombre aficionado a la caza, luego de leer acerca de un crimen pasional (P: ¿dónde?; R: ¡en el diario!), recuerda la primera vez que se encontró con el amor:

“Un hombre que mató a una mujer, suicidándose luego, lo cual demuestra que la quería. ¿Qué me importan él y ella? Sólo me importa su amor, y no porque me enternezca, ni porque me asombre, ni porque me conmueva, ni porque me haga reflexionar, sino porque me trae a la memoria un recuerdo de mi juventud, extraño recuerdo de una cacería en que se me apareció el amor, como se aparecían a los primeros cristianos cruces dibujadas en el cielo.”

A partir de allí, narra aquel recuerdo. Todo el tiempo uno está esperando que aparezca ese gran amor inolvidable que tanto lo ha marcado. ¿Acaso una mujer aficionada a la caza también? ¿O acaso la mujer de otro cazador? En absoluto. El ejemplo de amor incondicional y “constante más allá de la muerte” proviene de la misma naturaleza. Son un par de aves las que desencadenan este sentimiento inefable en el avezado cazador. Pero lo notable del cuento no es sólo el momento desgarrador en que la hembra es herida de muerte y el macho se desespera hasta que se hace matar también, sino también las imágenes, oníricas y fantasmales, con que Maupassant logra ambientar y meternos en apenas unas líneas en un entorno que para muchos de nosotros puede ser totalmente extraño y hasta aterrador: un pantano.

Dice así:

“El agua me atrae como una pasión invencible; admiro el mar, aunque me parece demasiado revuelto, imposible de poseer; admiro los hermosos ríos que pasan, que huyen, que se van; pero, principalmente, me agradan los pantanos, donde palpita toda la ignorada existencia de las muchedumbres acuáticas. El pantano es un mundo entero aislado en la tierra, otro mundo, con su vida propia, sus habitantes sedentarios, sus viajeros transeúntes, sus voces, sus ruidos y, sobre todo, su misterio. Nada más turbador, más inquietante, más terrible algunas veces que un terreno pantanoso.”

Y más adelante:

“Se desprende un misterio más profundo, más grave; flota en su neblina densa el misterio mismo de la creación acaso. Porque ¿no fue en el agua estancada y fangosa, en los vapores desprendidos por las húmedas tierras al calor del sol, donde se removió, donde vibró, donde se abrió a la luz el primer germen de la vida?”

Establecida ya la atmósfera inquietante y sobrenatural del pantano, el cazador se apresta a recordar esa especial madrugada en que un amigo suyo, otro cazador, lo invitó a una cacería de aves en las proximidades de un pantano. Sin embargo, hacía un frío verdaderamente glacial allí:

“En un paraje conveniente había mandado construir una cabaña con pedazos de hielo para resguardarnos un poco del viento, que sopla por la madrugada; ese viento impregnado en frío que desgarra las carnes como una sierra, las corta como un cuchillo, las punza como un aguijón envenenado, las pellizca fieramente como unas tenazas y las quema como el fuego.”

Si esto no es atacar todos los sentidos del lector, entonces no sé qué es. Dudo haber leído jamás mejor y más estremecedora descripción del frío. Si no se convencen, hagan el favor de leer lo que sigue:

“El aire glacial, consistente y palpable, abofeteaba el rostro; ni un soplo de viento lo agitaba; cuajado, inerte, mordía, traspasaba, secaba, mataba, los árboles, los arbustos, las hierbas, los insectos; los pájaros caían de las ramas rebotando en el suelo endurecido y endureciéndose al punto, congelándose.”

¡Por Dios! Si alguien no se congeló leyendo esto, es que no tiene sangre en las venas, lisa y llanamente.

Los cazadores logran guarecerse en la improvisada cabaña de hielo, a la espera de las primeras aves, pero el frío es tan intenso que prenden un modesto fuego con algunas ramas. Al salir del “iglú”, esto es lo que ven:

“Cuando salí, la cabaña tenía el aspecto de un monstruoso diamante rosa que hubiera brotado de repente sobre la helada superficie del pantano. Dentro se veían dos formas fantásticas: nuestros perros calentándose.”

¿No es una maravilla esa imagen del fuego ardiendo a través de los bloques de hielo? ¿No se les pone la piel de gallina de sólo imaginarlo?

Finalmente, el narrador hiere y mata a la hembra, e inmediatamente el macho lanza “un lamento breve, repetido y desgarrador” y se niega a dejar de revolotear sobre ellos:

“-Has matado a la hembra y el macho no se irá.

En efecto, no se iba, giraba llorando, con los ojos puestos en su compañera. Ningún gemido arrancado por el sufrimiento me desgarró tanto el corazón como aquel desolado clamor, como la triste angustia del mísero animal solo y errante.

A veces huía sintiéndose amenazado por el cañón de la escopeta que le apuntaba sin cesar; parecía decidido a proseguir su marcha cruzando el espacio, derechamente; pero volvía, no sabiendo cómo proseguir su viaje sin su hembra.”

Por fin, los cazadores depositan el cadáver de la hembra en el suelo, el macho se abalanza sobre él, “enloquecido por su amor hacia la compañera que yo había matado” y lo rematan.

Lacónicamente, el narrador declara luego: “Aquella tarde regresé a París.”

Si eso no es maestría en el arte de narrar, ¿qué es?

Analía Pinto

1 comentario:

LA GORDA dijo...

¡Qué cacho de blog!
(Cacho es un tipo macanudo, de un metro ochenta. Un ser no pedestre)