jueves, 25 de diciembre de 2008

Los géneros menospreciados: el policial

Fatal - Jean Patrick Manchette En los últimos meses, por vaya uno a saber qué azar (si tal cosa existe) o casualidad (si idem) leí varias novelas policiales. El género no me resulta extraño ni incordioso: haber leído "Los crímenes de la Rue Morgue", el cuento de Poe que para muchos es el fundante del género, a los quince o dieciséis años me ha predispuesto favorablemente para un género claramente menospreciado en muchos ámbitos, principalmente académico (a pesar de algunos tímidos trabajos al respecto).

La bestia debe morir - Nicholas Blake Pero no es sólo la academia la que mira por sobre el hombro a la literatura policial (englobo en esta expresión a una serie de textos hetéroclitos, cuyo denominador común podría ser la presencia ineludible de un crimen que debe ser investigado y resuelto... lo sé: entran aquí muchos textos que nadie se atrevería a colocar en el estante de la "novela policial": Hamlet, muchas tragedias griegas, etc.), sino también el común denominador de la gente y hasta numerosos escritores, presuntos autores de obras "excelsas", "no contaminadas" por la delicada relojería argumental que requiere un policial bien escrito.

El cartero llama dos veces - James M. Cain He oído infinidad de veces que el policial "no es literatura" o que su único objetivo es el "entretenimiento" y que por ello no merece figurar entre lo mejor que se ha creado con el sólo instrumento de la palabra escrita. Esto, no sólo es una aberración sino una muestra flagrante del desconocimiento que pesa sobre un "género menor" (odiosa expresión), cuando no "marginal". Sepan, queridos lectores y amigos, que no cualquiera está capacitado para escribir un buen cuento policial, no digamos ya una novela o una saga detectivesca al mejor estilo de la de Sherlock Holmes. Sepan, queridos todos, que el policial exige, como la música clásica al diestro ejecutante, que todos sus sentidos estén afilados al máximo y que sus dotes narrativas hayan sido reiteradamente probadas en la arena literaria. De otro modo, todo lo que se obtendrá es un texto fofo e inconsistente, un remedo de policial, una paparrucha incoherente y esperpéntica.

Las novelas que he leído en estos últimos meses son, cada una con su estilo, una muestra acabada de lo que afirmo:

  • Fatal, de Jean-Patrick Manchette: un tranquilo pueblecito francés al que llega una misteriosa mujer. La tipa cuenta una historia muy verosímil y pronto es recibida en los círculos de notables del lugar. Con increíble habilidad, logra desentrañar las tramas secretas -los chanchullos, los amantes, los negociados- y tenderles una trampa fenomenal a todos los señores importantes del lugar, una trampa que le reportará pingües beneficios y que ya ha probado con éxito en otros lugares. Con una sangre fría que congela la ídem, la mujer matará a quien se le ponga delante, pero será vencida por otra mujer, en un final verdaderamente electrizante. Tan así fue que venía leyendo esta novela en el colectivo, previo a tener que tomar el subte para ir al taller literario, y decidí, una vez que había bajado del bondi, sentarme en la plaza del Correo Central para terminarla, sencillamente porque no podía aguantar un solo segundo más sin saber cómo terminaba!!!
  • Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo, de Jorge Varlotta (también conocido como Mario Levrero): un folletín policial demencial y delirante, como sólo Mario Levrero -aquí firmando con su nombre real- podía hacerlo. El detective Nick Carter debe investigar sucesos que aún no se han producido en un misterioso castillo, propiedad de un excéntrico lord... Su secretaria es ninfómana y no lo deja en paz y su archienemiga mortal, la Arácnida, tampoco... El lord y su extraña familia no se quedan atrás y en el final se producen revelaciones que no sólo despiertan las carcajadas infinitas del lector sino que cierran a la perfección los presuntos enigmas planteados al comienzo de la narración.
  • El candor del padre Brown, de G. K. Chesterton: debo confesar que no terminé de leer la serie de doce cuentos publicada por Página/12 allá lejos y hace tiempo, pero lo que leí me alcanzó para entender por qué Chesterton era uno de los autores favoritos de Borges. Los cuentos donde interviene el padre Brown, ese "insignificante" curita católico, son pequeñas obras de arte en sí mismos. Casi todos tienen un planteo argumental similar, por lo que la gracia radica en cómo Chesterton, de la mano de Brown, resuelve los enigmas, al parecer insolubles, que le ofrece Flambeau, el ladrón que luego se dedica a resolver casos con Brown.
  • La bestia debe morir, de Nicholas Blake (seudónimo del poeta Cecil Day Lewis, abuelo, sí, del actor Daniel Day-Lewis): la razón por la que no seguí leyendo a Chesterton fue precisamente esta novela, que gané en la rifa del asado de fin de año del Taller de Corte & Corrección, al que asisto desde hace ya un año con gran orgullo. Y tuve que abandonar a Chesterton, al menos momentáneamente, porque esta novela me atrapó, en el sentido más gráfico del término, ni bien leí su primer párrafo, que aquí transcribo: "Voy a matar a un hombre. No sé cómo se llama, no sé dónde vive, no tengo idea de su aspecto. Pero voy a encontrarlo y lo mataré...". Cualquiera diría que así sólo habla un peligroso criminal, acaso un demente. Pues no: el autor de esas líneas, de esa sentencia de muerte es un novelista, casualmente de novelas policiales. ¡Oh, bueno!, me dirán, el viejo truco de la novela dentro de la novela... Seguramente esos primeros párrafos son los primeros párrafos de la novela que el tipo está escribiendo... Pues no: son los primeros párrafos de su diario, en el que ha resuelto anotar, día tras día, sus pensamientos y su plan. Matará al hombre que atropelló y asesinó a su pequeño hijo; y lo hará porque "Martie era todo lo que me quedaba en el mundo. Tessa había muerto al dar a luz". A partir de ese momento me fue imposible dejar de leer. Si algo tienen las novelas policiales es que incrementan la adicción a la lectura en cantidades siderales. ¡Y después alguien se atreve a decir que no son 'literatura'!
  • El cartero llama dos veces, de James M. Cain: si "Los crímenes de la Rue Morgue" es el cuento que inaugura el género policial en 1841, en 1934 esta novela inaugura lo que luego se llamó la "novela negra norteamericana", estableciendo una diferencia muy importante con lo que podríamos llamar la rama "inglesa" de la novela policial, donde un detective, en general acompañado de un sagaz ayudante, logra desentrañar los casos más complicados, con un nivel intelectual y filosóficos elevados. La novela negra norteamericana, en cambio, se desarrolla en los bajos fondos, no hay detectives ni ayudantes sagaces sino policías corruptos, abogados más corruptos aún y asesinos de sangre fría que también pueden ser explosivos y fogosos amantes como los de esta novela, narrada en su totalidad desde el punto de vista del criminal, otro hito dentro del género. Totalmente enganchada, esta relectura, pues la había leído hace exactamente diez años, me llevó tan sólo tres viajes en tren durante los cuales desapareció el mundo a mi alrededor y sólo podía ver a Frank Chambers, a Cora Papadakis y al "griego grasiento" del que ambos quieren deshacerse así los lleven a la horca para poder vivir su reventado amor tranquilos... Pero aún cuando lo logren, el cartero (Dios o el destino o la justicia de los hombres y la divina) llama dos veces y termina con sus vidas.

Para todos aquellos que deseen una introducción algo más ordenada y metódica al género policial en sí les recomiendo el paradigmático artículo de Rodolfo Walsh (gran escritor, gran periodista, gran hombre y también ineludible y fabuloso autor de cuentos policiales y recopilador de una de las primeras antologías del género en nuestro país), "Dos mil quinientos años de literatura policial", en el que sostiene que previo al cuento de Poe hay infinidad de trazos, huellas e indicios de literatura policial, incluida la Biblia. Otro buen artículo es "Lectores imaginarios" de Ricardo Piglia, incluido en su libro El último lector. En él, Piglia desarrolla la tesis del detective como "lector", no sólo de huellas o signos sino también de textos a decodificar.

Por último, les dejo una relación de algunas excelentes, excelentísimas novelas policiales que he leído a lo largo de los años (y debo reconocer que aún me falta leer a tipos de la talla de Simenon o Chandler... pero no desespero de hacerlo en algún momento):

  • Me parecía un demonio, de Ruth Rendell;
  • Los mares del Sur, de Manuel Vázquez Montalbán;
  • El idiota enamorado, de Jesús Giménez-Frontín;
  • Bedelia, de Vera Caspary;
  • Verídico informe de la ciudad de Bree, de Leonardo Moledo;
  • Los casos de don Frutos Gómez, de Velmiro Ayala Gauna;
  • Sospechosos, de William Caunitz;
  • El nombre de la rosa, de Umberto Eco (sí, amigos, es una novela primordialmente policial...);
  • El tercer hombre, de Graham Greene;
  • Los papeles de Aspern, de Henry James;
  • Encontrar una víctima, de Ross MacDonald;
  • Asesinato en la Feria del Libro, de Hubert Monteilhet;
  • Los milaneses matan en sábado, de Giorgio Scerbanenco.

Analía Pinto

jueves, 4 de diciembre de 2008

"Iridium" o mi primer libro

Moby Dick - Herman Melville No sé si todos recuerdan el primer libro que leyeron. No me refiero al primer cuento que les contaron o que recuerdan que les contaron sino al primer libro que tomaron de un estante, una mesa o un escritorio y se sentaron, con todo el tiempo del mundo por delante, a leer.

El primer libro que yo leí fue El Principito. Nadie me lo leyó, pero me lo regalaron durante la convalescencia de alguna enfermedad, no recuerdo cuál. Tenía seis, quizá siete, años. Era de noche, era invierno (recuerdo que tenía puesto el piyama de los Parchís o quizá éste sea uno de esos recuerdos que se superponen a otros) y mi padre vino con El Principito de regalo. A pesar de que lo leí y lo amé desde entonces, ése no fue mi "primer" libro leído de motu propio. El primer libro que leí de esa forma fue Moby Dick.

Tendría ocho, quizá nueve años. Acaso me acercaba ya a los diez. Estaba en la casa del mejor amigo de mi papá, Roberto, uno de esos locos lindos que saben navegar, cazar, viajar y contar historias como nadie. Uno de esos locos lindos que un día, casi sin explicación, se matan. Y digo "casi sin explicación" porque es seguro que detrás de ese carácter dicharachero y divertido había escondida una tristeza enorme, que ni siquiera el amor de una mujer y de un nuevo hijo pudieron mitigar. Ese loco lindo tenía en su casa armas, arpones, redes de pesca, planisferios, hasta una armadura si no recuerdo mal (pero es muy posible que recuerde mal) y también libros. Fanático de los Beatles, montado en su Citroen color amarillo rabioso, solía contar las anécdotas más fabulosas (y tenía fotos para probarlas), sabía palabras rarísimas (como "Epaminondas") y siempre me hacía desternillar de la risa. Tenía también una hija de mi edad y una madre muy anciana, que apenas podía subir las empinadas escaleras de su casona de Bernal.

La casa todavía está. Quién vive allí ahora es un misterio para mí. Qué habrán hecho con la hamaca -hecha con una goma vieja- que colgaba del nogal también. Ojalá la hayan conservado, o restaurado, porque era el lugar ideal. Era el lugar ideal para sentarse a leer un libro. Y sobre todo este libro. No sé por qué ni a cuento de qué me lo prestó. No sé qué día era, pero era una época en la que yo pasaba mucho tiempo con él, con su nueva mujer, Patri, con su bebé recién nacido, Andrés, y con mi padre, desde luego, viudo desde hacía muy poco a la sazón. La casa tenía un enorme fondo, donde armaban la Pelopincho color naranja, con sus esquinas de metal que siempre quemaban al sol. Pero ese día, esa tarde, no recuerdo que haya habido pileta. Quizá era primavera. Quizá era un día de verano todavía fresco. Todo lo que recuerdo es que Roberto me dio el libro y yo, poseída desde aquel instante, fui a sentarme a la hamaca y sin más trámite, con el libro en mis rodillas (tal vez fuera verano después de todo, tal vez fuera después de salir de la pileta con las uñas moradas y las yemas de los dedos arrugadas de tanto chivear en ella), me puse a leer. Y no pude dejar de leer nunca más.

Tal fue el sortilegio (palabra que aprendí en ese momento, en ese mismo libro) que el primer libro que me compré de motu propio, unos pocos años después, en una librería de Santa Teresita, fue otra novela de Herman Melville, Billy Bud, marinero, aplicando la misma lógica que he aplicado durante años a la hora de comprar libros: si un libro de un autor me gustó, es muy probable que otro libro suyo también me guste. Y si bien Billy Bud no es tan emocionante como Moby Dick, esa novelita sobre un marinero de un barco mercante también tiene lo suyo.

Pero de lo que quiero hablarles hoy es de "mi" edición de Moby Dick. Todavía conservo, más de veinte años después, el libro que me prestó ese día Roberto. Nunca se lo pude devolver, no sólo porque nunca pude dejar de leerlo una y otra vez, sino porque uno o dos años después y no más, tomó una de las escopetas que había en su casa, la tomó de su panoplia (otra palabra que aprendí allí mismo) y se pegó un tiro. Por qué, nadie lo sabe todavía. Pero yo siempre guardé ese libro como el tesoro más preciado de mi colección porque fue, reitero, el primero que verdaderamente leí en mi vida. Y si les quiero hablar de esa edición es porque, ¡oh sacrílega de mí!, no se trata de la versión original.

La colección "Iridium" (que en latín quiere decir "piedras preciosas") de la editorial Kapelusz se especializaba en literatura para niños. Nótese que no he dicho "literatura infantil" una categoría (si tal existiera) que me pone los pelos de punta no más nombrarla porque rebaja a los niños a seres estúpidos, sin cerebro y sin fantasía, incapaces de 'digerir' la "literatura para adultos" (otra perogrullada, pero lo pongo así para que se entienda lo que quiero decir) a los que entonces hay que empezar a adiestrar con cosas "adecuadas para su edad" (y los editores se encargan entonces de decirnos de qué edad a qué edad puede ser leído ese libro, etc.). El día que sea madre haré hasta lo imposible para evitar que mis hijos caigan en esa trampa y leerán libros normales como leyó su madre y como todos deberían leer. Porque nada es más adecuado que los libros que la colección "Iridium" (por no citar la legendaria "Robin Hood" de la editorial Acme) ofrecía, puesto que eran libros, básicamente, de aventuras. ¡Aventuras en exóticos -pero reales- países, con exóticos personajes, con paisajes fantásticos, donde la imaginación campea y se foguea en su eternidad para siempre! ¿Qué otra cosa desea un niño más que vivir aventuras? ¿Existe acaso algo más delicioso que ser un día pirata, otro ballenero, otro vaquero, otro detective, otro caballero medieval, otro centurión romano y así sucesivamente? ¿Existe algo más delicioso que sentarse a leer un libro que ofrece todo eso con sólo deslizar los ojos por sus páginas?

Francamente, no lo creo. Algunos de los títulos de esta colección iluminarán adecuadamente lo que acabo de decir: El lago Ontario (Fenimore Cooper), Robinson Crusoe (Defoe), Red Kid de Arizona (Guillot), Grishka y los piratas (Guillot), El juramento de Davy Crockett (Muray), Ivanhoe (Scott), La isla del tesoro (Stevenson), Ben Hur (Wallace), El faro del fin del mundo (Verne)... La lista podría seguir. Tal vez a los niños actuales estos nombres les resulten completamente desconocidos, a lo sumo anodinos, pero cuando yo era chica soñaba con leer todas y cada una de esas obras y ser alguien distinto cada vez.

Lamentablemente, es el único tomo de la colección "Iridium" que poseo, por lo que no sé si éste era un procedimiento habitual o si se limitó sólo al caso de Moby Dick. Me refiero al hecho de que no se trata de la versión original de la novela (extensa, farragosa, excesivamente científica en ocasiones, excesivamente presbiteriana en otras, entre otras muchas cosas) sino de una versión condensada. Tardé muchos años en comprender el verdadero alcance de esta condición. Y aunque siempre defenderé las versiones originales -y a ser posible leídas en su idioma original (como hice justamente con Moby Dick muchos años después, cuando ya estaba en la facultad)-, en este caso, si me preguntan, yo me quedo con la versión condensada, con la que leí primero bajo la nostálgica sombra del nogal, en mi cama después, en incontables ocasiones a lo largo de los años.

Tengo la versión original, sí. No en inglés, que esa la leí gracias a la biblioteca de la Facultad de Humanidades. Pero aunque tengo la versión "completa", nada se compara al vértigo de la versión condensada, puesto que la novela ha sido aligerada de todos aquellos 'lastres' con que Melville, quizá por impericia, quizá para impresionar a su amigo y colega Nathaniel Hawthorne (de quien espero hablarles algún día), quizá por innovar, abarrotó (otra palabra aprendida en sus páginas) el texto: el sermón del padre Mapple o el catálogo completo de cetáceos ("Cetología") fueron extirpados sin dolor alguno en mi versión de la novela. Cualquiera diría que mutilar un texto, aún cuando se quiera hacer un bien y beneficiar a las mentes infantiles, es un crimen, un pecado, etc. Como autora de textos varios no podría estar más de acuerdo. Pero como editora también tengo que acordar en que el texto gana mucho más sin esos y otros extensos pasajes, gana sobre todo en vértigo, verosimilitud y en tensión narrativa. Estos pasajes "dilatorios" -como los muchos que hay intercalados en El nombre de la rosa, de Umberto Eco, otra de mis novelas ultra favoritas- no hacen sino retrasar la acción principal, nos sacan del foco, no nos dejan ver desde la cofa de trinquete el chorro reluciente de la ballena sobre las nada pacíficas aguas del Pacífico, por así decirlo. Y, para la mente infantil, digamos, nada mejor que lanzarse a la acción sin dilación alguna.

Mejor dicho: para la mente ávida de aventuras, para la mente demente, para la mente emimentemente narrativa, para la mente definitivamente encantada por la literatura, nada mejor que la acción pura, que las chalupas (otro término que aprendí allí) bajando del Pequod velozmente a la caza de un cachalote, nada mejor que ver la decepción grabada a fuego en el rostro curtido de Acab cada vez que lograban cazar uno, puesto que no era Moby Dick... ¡Persecuciones vibrantes en el mar, imposibles de filmar, a pesar de todos los intentos, desde aquella inigualable versión con Gregory Peck como Acab hasta la correctamente incorrecta de Hallmark! Y digo 'correctamente incorrecta' porque, entre otras cosas, se tomaron la atribución de transformar al hermoso, valeroso y especial caníbal Queequeg, el mejor arponero del Pequod, el elegido del primer oficial Starbuck, el compañero inseparable de Ishmael, en un vulgar y cualunque maorí, cuando en ningún sitio se dice que Queequeg provenga de allí sino "de Rokovoko, pequeña isla muy distante situada al sudoeste. Es inútil que la busquéis en un mapa. Perderíais el tiempo. Además, ya debéis haber notado que los países interesantes jamás figuran en los mapas".

Es una de mis citas favoritas de Moby Dick. Y juro que busqué Rokovoko en un mapa y desde luego, no la encontré. Y busqué también, con la ayuda de Roberto, la legendaria isla de Nantucket, desde donde partió el Pequod hacia su destino final y ella sí estaba, como la cuna de balleneros que siempre fue.

A fines del 2005 el diario Página/12 sacó una edición en tres tomos de Moby Dick. Diligentemente, fui y me la compré, pero nunca pude terminar de leerla. Comencé peleándome con ella desde la primera oración (o más aún, desde el hecho de que no figura quién es el traductor y todo lo que dice es "Traducción Página/12": ¿hay que colegir de allí que todo el diario se abocó a la hermosa tarea de traducir a Melville? Francamente, lo dudo), ya que los innominados traductores se toman una atribución en absoluto autorizada por el texto inglés. La primera frase, emblemática, simbólica, paradigmática, de la novela es, "Call me Ishmael" o, como traduce "mi versión": "Llamadme simplemente Ismael", pero no, como la traducción docense dice "Pueden llamarme Ismael, estamos en confianza". De dónde sale ese "estamos en confianza" es un misterio con el que me resistí a luchar pero que ya de entrada nomás me cayó muy mal. Sobre todo porque el texto inglés es perentoriamente claro al respecto y está diciendo, está casi gritando, que el narrador no se llama realmente 'Ishmael', invitándonos así a entrar en el puro terreno de la fantasía, pero dejando, en ese mismo instante, todo el mundo 'real' atrás.

El mismo horrible y chato mundo que vuelve a abrirse después de este bellísimo, doloroso e inigualable final:

"Al segundo día divisé una nave; se acercó y me recogió a su bordo. Era el Raquel. Buscando siempre a su hijo, sólo encontró a un huérfano."

Analía Pinto