jueves, 1 de mayo de 2008

La cura por las palabras (por las "malas" palabras)

Las malas palabras - Ariel C. Arango Desde que comencé a hacer terapia, en septiembre del 2006, luego de vencer numerosas resistencias y de invocar las excusas más inverosímiles (como que yo hacía mi propio análisis, que los diarios íntimos que escribía sin cesar desde los 13 o 14 años me servían para eso y así por el estilo -puras pavadas sin fundamento), comencé a interesarme también por textos que nunca antes me habían llamado la atención.

Desde luego, tengo por ahí una edición de La interpretación de los sueños de papá Freud (y lo llamo así a propósito, obvio), pero nunca lo leí. Sin embargo, desde que descubrí que, en efecto, las palabras podían curar, que mirar en el cuartito de los horrores (léase el inconsciente) era bueno y hasta necesario si se quería ser una persona más o menos cuerda, más o menos sana, más o menos dispuesta a ser verdaderamente creativa y a avanzar en su derrotero existencial sin pegarse tantos golpes innecesarios (y echándole siempre la culpa de éstos a "las circunstancias" o a "la vida", esa cosa innominable que pasa allá lejos y que de tanto en tanto viene y te sacude un palazo por la cabeza, como para que reacciones y te despiertes un poco de tu cómodo letargo), comencé a comprar y a leer libros escritos por psicoanalistas, aunque eligiendo siempre a los que escriben bien, ya que parece ser propio de esa raza escribir enrevesado y complicado al pedo, como si estuvieran protegiendo un saber que no deben profanar los ojos neófitos.

Las malas palabras de Ariel C. Arango (Legasa, Buenos Aires, 1983) es uno de esos libros, y ha sido una grata sorpresa. No sólo está bien escrito y es claro, ameno, sencillo de leer, sino que también abunda en ejemplos literarios y, gracias a Dios, se entiende lo que quiere decir. Y lo que quiere decir es que lo que llamamos "malas palabras" no son otra cosa más que el tabú, el tremendo tabú del incesto que domina a toda la civilización occidental.

Y tal como hace Arango, comencemos por el principio: ¿qué son las malas palabras? ¿a qué llamamos, en verdad, malas palabras? He aquí las respuestas: "las "malas" palabras mencionan siempre partes del cuerpo, secreciones o conductas que suscitan deseos sexuales. Las "malas" palabras son siempre palabras obscenas". Es decir: "La "mala" palabra o palabra obscena es así la que viola las reglas de la escena social; la que se sale del libreto consagrado y dice y muestra lo que no debe verse ni escucharse". Como el arte, así las malas palabras exponen gráficamente todo aquello que nuestra conciencia moral, esa asquerosa arpía, pretende ocultar. Ahora bien, si recordamos que etimológicamente lo obsceno es aquello que está fuera de la escena, estas palabras "nombran sin hipocresía, eufemismo o pudor lo que no debe mencionarse nunca en público: la sexualidad lujuriosa y veraz".

Más todavía: "Estas palabras poseen además, frecuentemente, un poder alucinatorio. Provocan la representación del órgano o escena sexual en la forma más clara y fiel. Suscitan, también, fuertes sentimientos libidinosos". Para comprobar la veracidad de los dichos de Arango basta con hacer una sencilla prueba: si yo ahora digo 'pene' es posible que en la mente del lector se presente tan sólo una representación anatómica de dicho órgano, como esos cortes transversales del cuerpo humano que atisbábamos en el Manual del Alumno Bonaerense en sexto o séptimo grado, tratando de ver, justamente, aquello que permanecía oculto. Ahora si yo digo 'pija' inmediatamente se presenta, por lo menos en mi mente (pero estoy segura que en la del lector también), la figura vibrante, erecta, radical e imposible de ignorar de dicho ejemplar masculino que puede ser el del amado, si estamos muy enamorados, el del algún amante perdido o bien una pija sin dueño pero absolutamente presente en la pantalla mental. Y hasta es posible que veamos detalles que la vuelven aún más apetitosa y deseable a poco que prolonguemos nuestro pensamiento (si nos permitimos tal "degeneración", desde luego), como unas venas muy marcadas o un glande pavorosamente rojo y turgente. Ni que hablar si la palabra siguiente a evocar es 'concha'.

Pues bien, si es cierto entonces que las palabras pueden curar, que la buena memoria es lo que nos mantiene relativamente sanos, que poder hablar y decir y enunciar y expresar lo oculto, lo reprimido, lo negado es el fundamento del psicoanálisis haremos bien en ir hasta el fondo de estas cuestiones y ver qué es lo que nos inquieta tanto cuando alguien dice 'pija' o 'culo' o 'teta' en un contexto que no es el esperado y aún en los contextos donde es natural -y hasta imperativo- que esas palabras (y no otras) sean dichas. Es que, lisa y llanamente, "las "malas" palabras son también, como los sueños, un camino real hacia el inconsciente".

Para demostrar esto, Arango inicia un recorrido literario, psicoanalítico y existencial a través de las 'malas palabras' más comunes y reputadas, encontrando en todas ellas los diversos caminos que llevan, una y otra vez, hacia lo más profundo de nuestra psique. ¿Qué pasa, por ejemplo, con las tetas? Explica el autor que "para el hombre adulto, chupar la teta es un placer que esconde una sutil frustración. Es como si fuese una sinfonía inconclusa. En cierto modo también una ilusión. Hay algo que se espera y que no llega". Se refiere a la leche, por supuesto. Distinto es, en cambio, para la mujer: "Chupar la pija es para la mujer un hábito tan inveterado como gozoso. Constituye un magnífico substituto del pecho materno que le brinda, además, un placer normalmente vedado al hombre que chupa la teta: recibe de la pija el cálido y espeso semen viril".

Como se sabe, "todo lo escatológico es tabú". La pregunta es entonces por qué. Por qué habiendo incluso cultos y hasta dioses y diosas de la antigüedad dedicados a celebrar de diversas maneras las heces humanas, como la romana diosa Cloacina, hoy día la sola mención de algo así provoca tan enorme repulsión. Por qué si cuando niños hasta jugábamos con nuestros propios desechos y éramos felices con ello, hoy nos repugna el sólo imaginar un contacto más allá del higiénicamente necesario con ellos. Pero... ¿de verdad nos repugna? ¿No hay en el fondo de ese rechazo una fascinación tan grande que apenas puede ser canalizada? Dice Arango: "nuestra repugnancia hacia los excrementos no constituye una tendencia original de nuestra naturaleza. Por el contrario: es el resultado de una penosa adulteración. (...) Ha sido la civilización, con su progresiva instauración de severas prohibiciones morales, la que promovió nuestra contemporánea y artificial respuesta, llena de asco y repulsión". La cultura, siempre, como sabemos, es algo enseñado y aprendido. Acaso sea una buena idea deshacernos de tantas trabas y condenas y retornar a un primitivismo que nos permitiera ser más felices y adolecer de menos traumas...

El recorrido de Arango sigue por palabras y expresiones como 'romper el culo' o 'hacerse la paja' pero me interesa más arribar a su conclusión. En el último capítulo, sugestivamente titulado "Elogio de la obscenidad", el autor manifiesta: "A través de múltiples senderos todas las "malas" palabras nos llevan al mismo lugar. Todas, sin excepción, nos conducen a la infancia. Súbita o morosamente, pero con fatal seguridad. Lo que vale para una vale para todas: teta, leche, chupar la teta y la pija, culo, cagar, mear, mierda, sorete, pedo, romper el culo, hacerse la paja, concha, coger...". Como las palabras representan el temido tabú, el sólo reproducirlas es, de alguna forma, reproducir también la prohibición, ponerla en escena, actuarla. Entonces: "Comprendemos, ahora, por qué la censura cae implacable sobre estas temidas voces. Se debe al mismo motivo por el que nos estremecemos al oírlas. Violamos un tabú. El más terrible y siniestro: el tabú del incesto". Las malas palabras son "hijas del espanto, de la angustia moral, del horror al incesto. Es éste quien las hace abominables".

Cuando niños, nuestros padres nos enseñaron las primeras palabras que designaban los objetos del mundo. Pero nunca repitieron la misma ceremonia para nombrar a las partes de nuestro cuerpo, en especial aquellas que más placer nos causan. Todo un "paisaje", como lo llama Arango, de la realidad queda sumido en las tinieblas y, peor aún, en el silencio. Más adelante sabremos que eso que no se toca se llama, púdicamente, 'pene' o 'vagina' aunque instintivamente sepamos también que tienen otros nombres, tan obscenos, tan rotundos que su sola mención causa espanto pero también la imparable e incontenible risa. Pero ya es tarde. La conciencia moral ya ha operado sobre nosotros y diversos traumas saturan nuestra psique haciéndonos pensar que tocarnos está mal, o que el sólo hecho de desear al otro es un pecado que debemos expiar ya mismo. Estamos arruinados ("fucked up", en inglés), a menos que podamos recuperar aquello que nos escamotearon. Es decir: "El mundo existe para nosotros sólo y en cuanto ha sido bautizado. Únicamente a través de la palabra reciben la plena luz de la conciencia los sentimientos y deseos que moran en el inconsciente. En esto coincide la verdadera magia del verbo. Al nombrarlas, otorgamos vida a las cosas. Y en ello radica toda la eficacia del psicoanálisis. Brindamos al adulto, en el curso del tratamiento, las palabras que le birlaron sus padres. Esto es, las palabras obscenas. O lo que es lo mismo, las palabras incestuosas. Las que luego serán las "malas" palabras..."

Pero ¿de dónde nace este tabú? ¿quién lo instituye como tal?: "El tabú ha nacido, sin duda, por voluntad del padre, ya que es él quien lo usufructa. (...) Es el padre feroz de la horda humana primitiva. La suprema prohibición se debe a sus bárbaras maneras. Era un macho celoso y brutal para quien sus hijos constituían peligrosos rivales. Todas las hembras eran suyas. No es difícil comprender, entonces, la singular excepción que estableciera el tabú [recordemos que la relación que está realmente vedada es la del madre con el hijo pero no la del padre con la hija]. ¡Quien dicta la ley cuida de sus derechos!". Como animales que somos, y seguiremos siendo, todo se reduce a una disputa territorial feroz e inacabable.

Tras leer todo esto alguien podría, no sin razón, pensar: ¿no parece este texto un panfleto a favor del psicoanálisis y nada más? Tal vez. Pero en cualquier caso, es convincente y está bien escrito, además de profusamente documentado e ilustrado con las plumas irreverentes del Marqués de Sade, Voltaire, Joyce o el genial Quevedo, sólo por citar las más prominentes. Es, asimismo, un texto revelador, o al menos lo fue para mí y esa es una de las razones de su presencia aquí.

Cabe decir también que es notorio, en otro nivel de análisis, que este libro fuera publicado en 1983, precisamente el año que retornó la democracia a nuestro país, un momento en el que lentamente se levantaba un enorme y denso, negro, negrísimo, telón de silencio tras el que comenzarían a aparecer, luego, las verdaderas y tremendas obscenidades que debían de ser vistas para poder seguir adelante. Se entiende así, estimo ahora, la insistencia con la memoria de tanta gente en momentos como los actuales.

Si "liberando el lenguaje liberamos también el alma" no permitamos entonces que nos vuelvan a tapar la boca, ni literal ni metafóricamente hablando.

Analía Pinto

P. S.: La prohibición es tan fuerte que al pasarle el corrector ortográfico al texto continuamente aparecía el mensaje de que esa palabra (una de las malas, desde luego) no estaba en el diccionario y me sugería cambiar, por ejemplo, 'sorete' por 'sorbete' o 'pija' por 'pía'. Creo que este hecho habla por sí solo y se deriva hacia otras cuestiones, como la de la corrección política, en el lenguaje y en otras áreas, que espero abordar alguna vez.